Me hubiera gustado preguntarle por qué nos había mirado una a una de aquel modo, pero mi timidez me detuvo.
Kahul se dirigió hacia el cuadro de luces, bajó la intensidad de las lámparas de la sala, e intentó bajar las cortinas de la pared de cristal. Lidia acudió en su ayuda mostrándole el interruptor automático. Luego cogió mantas y nos las repartió. Fue hacia el aparato reproductor de música y la cambió por una todavía más serena. Por último se sentó.
Sus movimientos eran suaves, me habían hipnotizado sin darme cuenta. Transmitía una paz incomprensible para mí, incierta y desconocida.
Kahul nos pidió que nos tumbáramos.
Comencé a sentir frío y agradecí tener la manta a mano con la que me tapé.
—Siente… la hierba… bajo los pies… —dijo con su cálida voz alargando las palabras —concéntrate en el suave murmullo del agua…
La frecuencia de su voz comenzó a relajarme a medida que sus frases me guiaban a través de un sendero por un bosque verde y exuberante de vida. No tardé en entrar en un estado de profunda relajación. Una maravillosa sensación de paz y quietud, inundó mi ser. Debía ser la primera vez en mi vida que dejé de sentir miedo, que dejé de preocuparme, que dejé de pensar. Me sentí libre, aún atrapada en un cuerpo, una libertad profunda.
—
Irania tienes que despertar
—dijo una suave voz en mi interior.
No hice caso.
—
¡Despierta!
—dijo la voz interior resonando con más energía.
Me alarmé. La sentí en mi mente y a mi alrededor, retumbó dentro de mi ser y no supe de donde venía.
A los pocos segundos sentí un fuerte pinchazo en el entrecejo.
—¡Ah! —chillé mientras me frotaba la frente.
Las alumnas se incorporaron de golpe tras escuchar mi grito. Por lo visto había sido más fuerte de lo que yo había creído.
Kahul se acercó:
—¿Te encuentras bien? —me preguntó.
En aquel momento quería que me tragara la tierra. Aunque no había sido queriendo, había hecho lo mismo que mis compañeras: llamar la atención.
—Lo siento, he tenido una pesadilla —se oyó una risa ahogada en la sala.
—Está bien, tranquila —me contestó a la vez que me frotaba un hombro—. Gracias chicas, eso es todo, nos vemos el jueves —dijo dirigiéndose al resto de alumnas. Mientras iban abandonando la sala iban formándose grupos que comentaban lo sucedido.
Alguien preguntó en voz alta:
—¿Esto de meditar no será peligroso?
Alguien que tampoco identifiqué contestó:
—Creo que solo para los paranoicos.
Seguidamente se oyeron varias risas. Marta se acercó a mí y soltó:
—No hagas caso de esas idiotas.
Agradecí sus palabras mucho más de lo que ella se podía imaginar.
En el pasillo Kahul atendía a dos alumnas que parecían haberle cortado el paso por la posición que habían tomado ellas respecto a él. Cuando me vio, se disculpó y caminó hacia mí, me cogió del hombro con suavidad y me condujo hacia un lugar más apartado del corredor.
—¿Seguro que se encuentra bien? —me preguntó.
Me sorprendió su preocupación. En aquel instante pensé que debía de estar harto de mujeres ricas e histéricas.
—Sí, gracias, me he debido de dormir —le mentí.
— Se frotaba la frente —insistió. Me sentí incómoda, no me gustó que le estuviera dando tanta importancia. Miré de reojo a las mujeres que había plantado en el pasillo, sus rostros reflejaban curiosidad.
—He sentido un fuerte pinchazo. Nada más, migrañas creo.
Kahul me miró fijamente a los ojos, sus ojos tenían un brillo especial. No pensé que fuera por mí, pensé que siempre debían de brillarle así. Eran hermosos.
—Cualquier cosa que quiera comentarme, por extraña que le parezca, puede hacerlo ¿vale?
Me pareció que su voz acentuó demasiado la palabra «extraña». Eso me trajo malos recuerdos.
Asentí pero no tuve valor para contarle que había oído voces en mi cabeza.
—Gracias, pero estoy bien.
—De acuerdo —me dijo mientras acariciaba mi brazo —me sabría mal que pensara que la meditación es algo malo.
—No lo pienso, me ha gustado mucho, me he sentido muy bien, libre, muy viva. Ha sido genial.
—Me alegro. Es lo mismo que siento yo. Solo que a veces, se despiertan cosas que han estado atrapadas por mucho tiempo en nuestro subconsciente. Recuerdos que han de ser liberados.
—Bueno pero eso para mí no es problema, yo no tengo nada que esconder.
Kahul me sonrió. Una sonrisa muy suave, dulce, amable. Luego juntó sus manos delante de su rostro a modo de saludo hindú y se despidió de mí.
Me dejó desconcertada, no supe qué pensar en ese momento.
Se me rasgó la tela de los ojos
para contemplar tu negro corazón.
Estaba sentada sobre el sillón gris oscuro del vestidor de mi dormitorio. Aún permanecía en ropa interior. Miraba indiferente la decena de vestidos y trajes que colgaban de las perchas, alineados a la perfección, por colores y por estilos. Ya tenía unos zapatos en las manos y buscaba con la mirada el vestido que podía quedarme bien.
Marta sabría qué ponerse, cavilé.
Me levanté y descolgué un vestido largo amarillo pálido y me lo enfundé frente al espejo. No me gustó demasiado como me quedaba, pero me pareció cómodo; era holgado y tenía un escote muy discreto. Todavía colgaba de él la etiqueta de la tienda, lo había comprado en una
boutique
de Ibiza, durante las vacaciones del año pasado.
De pronto escuché el ruido de un taconeo por las escaleras.
—Hola mamá —saludé sin necesidad de girarme. Nadie caminaba como ella, aunque intentaba ser delicada en sus modos, era una mujer corpulenta. No podía evitar imaginarme que llegaba una manada de ñus con ella.
—¿Aún estás así? ¿Qué diantres llevas puesto? ¡Amarillo para una cena en otoño! ¿Y esos zapatos? —dijo, señalando con desagrado las sandalias de tacón alto color azul turquesa que tenía en mi mano—¿Acaso crees que estamos en una discoteca playera?
Me quité el vestido con desidia, mientras mi madre escogía otro removiendo las perchas con energía. Pronto se hizo con un sobrio vestido color marrón topo y unos zapatos negros de salón.
—Definitivamente nunca aprenderás. A veces pienso que estás empeñada en dejarnos siempre en ridículo y no entiendo el porqué. Muchas personas te hemos ayudado y a ti por un oído te entra y por el otro te sale ¿Por qué no puedes aprender de Marta? Ella sí que sabe estar a la altura y ni siquiera es de nuestra clase.
—Lo intento, pero se me olvida.
Me lanzó una dura mirada.
Yo no me parecía a mi madre en nada, ni siquiera había heredado su cabello rubio oscuro ni sus ojos azul verdoso ni su fuerte estructura ósea.
—No sirve con intentar las cosas, hay que hacerlas —me reprendió—. No prestas atención, estás siempre en la luna. Aunque dicen que con clase se nace, yo conseguiré que seas una de las mujeres más elegantes y envidiadas de toda Barcelona, aunque me vaya la vida en ello.
Asentí por aburrimiento, porque ya sabía que nunca daría su brazo a torcer. Agradecía el esfuerzo que hacía por llevarme a los desfiles de media Europa y las clases de estilismo que había recibido de los mejores profesionales, pero no podía evitar la sensación de tedio que me invadía y que conllevaba a que me distrajera con cualquier cosa. Siempre había querido agradarles, pero me parecía engorroso tener que ir a la moda cada temporada o estar atenta de las tendencias y al protocolo que exigía los diferentes lugares donde acudía con Joan o mi familia. Tampoco comprendía la preocupación de mi madre por lo que pensara la gente de ella o de la familia, siempre me había parecido absurdo.
El timbre sonó y mi madre salió corriendo escaleras abajo no sin antes ordenarme recogerme el cabello en un moño bajo.
—No queda bien que parezcas más alta que tu marido —puntualizó.
Deseé quedarme en mi habitación y evadirme con una novela romántica, soñar con un mundo diferente, con una vida llena de aventuras y pasión, pero la voz de Joan en el vestíbulo me animó a bajar, en el fondo ansiaba verlo.
Joan venía acompañado de mi padre y tres hombres de elegantes trajes pero de rostros severos. Me parecieron nórdicos o suizos.
Joan se acercó a mí y me dio un cálido beso en la frente y una caricia en el mentón. Sentí sus dedos fríos.
Llevaba puesto uno de sus mejores trajes azul marino. Parecía nervioso, como si aquella cena fuera muy especial para él.
—¿Qué tal estás, querida? —me preguntó.
Me habría gustado decirle que estaba muy enfadada, que había tenido un día horrible pero lo único que salió de mi boca fue:
—Muy bien, cariño.
Y todo aderezado con una amplia sonrisa. Así me habían educado.
Mi padre se acercó y me dio dos besos.
—Estás preciosa, hija.
—Gracias, papá.
Después de las presentaciones fuimos al comedor. Me senté frente a Joan, que de vez en cuando me mostraba una sonrisa. Pensé en lo diferente que era su comportamiento cuando estábamos reunidos con otras personas, sobre todo si esas personas eran mis padres. Se mostraba más atento y amable. Incluso me besaba continuamente en las mejillas y hacía bromas románticas sobre nosotros que me hacían sonrojar, no de vergüenza por mí, sino porque me sentía incómoda, extraña ante sus cambios de personalidad. Ya no sabía cómo actuar con él. Le había preguntado en varias ocasiones sobre su cambio de humor conmigo pero siempre me decía que llegaba cansado del trabajo, que había tenido no sé qué asunto con no sé qué proveedor o que el tráfico o alguna otra excusa razonable. Decidí disfrutar de su faceta más positiva aquella noche, soñé que después de que se marcharan los invitados seguiría mostrándome su mejor sonrisa.
Conocí a Joan en la facultad de medicina. Coincidíamos en las asignaturas comunes pero nunca mostró interés por mí, ni yo lo tuve por él, hasta que nos convertimos en compañeros forzosos en las prácticas de química. Yo me había quedado sin compañero por rara y él por antipático. No me pareció guapo, tenía la piel muy blanca, los ojos grises y apagados, con muchas espinillas en la frente y el pelo de un color pajizo. Pero tenía fuerza de carácter y le sobraba seguridad en sí mismo, seguridad que a mí me faltaba. Era brusco y un pésimo compañero de trabajo. Recuerdo que era impaciente y exigente hasta la exageración y resoplaba cuando le pedía consejo. Aunque no tenía una gran mente sí tenía una gran tenacidad. Se esforzaba el doble que el resto de los alumnos, luego supe que era por una beca que le habían concedido.
Pero un día su comportamiento hacia mí cambió. Tenía que haber deducido el motivo pero yo por aquel entonces no era muy avispada. Recién había salido de mi problema psiquiátrico y no contaba con demasiados amigos. Fui una presa fácil, para qué me voy a engañar.
Joan procedía de un pequeño pueblo de Lleida. No averigüé mucho de él cuando nos hicimos novios, casi todo me lo fue contando más tarde su hermana Marta, que no parecía avergonzarse de sus orígenes humildes, a ella le sobraba con su personalidad.
Recuerdo lo nervioso que estaba cuando lo invité a cenar a mi casa por primera vez. Yo ni siquiera pensé que era demasiado pronto para hacerlo, tan solo llevábamos cinco meses viéndonos, pero Joan insistió que debíamos formalizar nuestro noviazgo. Yo creí que era muy importante para él quedar bien con mis padres porque me amaba, incluso le regalé un traje para que se sintiera más a gusto el día de la cena. Reconozco que sentí miedo de la reacción de mis padres debido al origen humilde de Joan pero me sorprendió lo bien que congeniaron desde el principio. En la cena hablaron sobre medicina, sobre fármacos y enfermedades. Sobre sus metas y sueños. Casi sentí celos de que mi padre se interesara tanto por sus aspiraciones profesionales. A mí nunca me preguntó por mis estudios, como si ya supiera que nunca iba a ejercer.
Así que todos los acontecimientos que me llevaron a una unión con Joan se precipitaron. Joan había sido del gusto de mi padre y casi sin darme cuenta me vi envuelta en la vorágine de una boda: citas, compras, la nueva casa, visitas. Actos que me envolvieron sin dejarme pensar ni respirar, ni meditar si lo que estaba haciendo era porque yo lo deseaba o porque lo deseaban otros por mí. No me disculpo por esto, en el fondo creía que al casarme las cosas cambiarían, que me sentiría más libre y feliz.
Pero tampoco puedo culpar a Joan por su ambición. Yo no sabía lo que era trabajar y estudiar a la vez o tener que compartir un piso con cuatro estudiantes más, mal comiendo y mal vistiendo por la falta de una familia cercana o criados que le ayudaran. Yo solo fui un medio necesario para alcanzar un fin. Joan consiguió que mi padre le financiara todos los estudios de especialización que quiso. De hecho estudió lo que mi padre le recomendó: Ingeniería Genética: en el fondo él también fue utilizado. Gracias a esto Joan se convirtió en director técnico de una de las empresas a las que más energía dedicaba mi padre: los laboratorios farmacéuticos de Farma-Ros.
Luego yo dejé de interesar, mis estudios fueron decayendo por mis obligaciones sociales y a duras penas terminé la carrera. Pero ya no había orgullo, ni tan siquiera un aplauso. A partir de ahí comenzó mi periplo para quedarme embarazada, una asignatura que había suspendido con la peor de las notas.
La cena transcurrió con rapidez. Mi madre era una experta anfitriona, conocía qué temas podía sacar para que todos en la mesa pudieran conversar y opinar. Era maestra de la diplomacia y el saber estar. Yo la dejaba hacer e intentaba aprender de ella. Decidí desistir por el momento y le relegué mi poder para las ocasiones importantes porque después de alguna velada parecida, Joan o mi padre me habían regañado por mi indiscreción al conversar sobre temas personales o por la franqueza de mis respuestas. Me cansé de las miradas de desprecio de Joan y de los golpes con el pie que me propinaba mi madre, disimuladamente.
Cuanto más insistían ellos, más torpe me volvía yo. Y no lo hacía queriendo. Por eso había terminado por callar y sonreír como una estúpida.
—¿Les ha gustado nuestra ciudad? —me atreví a preguntar al invitado más joven intentando parecer espontánea.
—Sí, es muy moderna —me dijo en un básico castellano—, aunque ya la había visitado en otras ocasiones. —Me devolvió una insulsa sonrisa. Joan interrumpió: