Invernáculo (31 page)

Read Invernáculo Online

Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Invernáculo
4.38Mb size Format: txt, pdf, ePub

Le parecía en ese momento que a pesar de todo el dolor causado por la morilla, la mente que al principio era un charco de agua estancada se le había transformado en un mar de aguas vivas. Y miró con piedad al hongo en el fondo de la calabaza.

—No llores, Gren —oyó que decía Yattmur—. Estamos salvados, estamos todos salvados, y tú pronto estarás bien.

Gren se rió, estremeciéndose.

—Sí, pronto estaré bien —dijo. Frunció en una sonrisa la cara estropeada por las llagas, y acarició los brazos de Yattmur—. Pronto estaremos bien.

La tensión cedió entonces. Gren dio media vuelta y se quedó dormido.

Cuando despertó, Yattmur estaba atareada con Laren; el pequeño gorjeaba de contento mientras ella lo bañaba en el arroyo de la montaña. También las mujeres tatuadas estaban allí, yendo y viniendo con los cubos de agua que vertían sobre el trapacarráceo, todavía echado sobre la piedra mientras el portador continuaba petrificado en la actitud servil de costumbre. De los guatapanzas, nada se sabía.

Gren se incorporó con cautela. Tenía la cara tumefacta pero la mente despejada. ¿Qué era, entonces, el rumor trepidante que lo había despertado? Advirtió de reojo un movimiento, y al darse vuelta vio unas piedras y algunas que rodaban también en otro sitio de la ladera.

—Un terremoto —dijo Sodal Ye con voz cavernosa—. Ya he hablado con tu compañera Yattmur y le he explicado que no hay por qué alarmarse. El mundo se acaba, de acuerdo con mis predicciones.

Gren se puso de pie y dijo: —Tienes una voz potente, cara de pez. ¿Quién eres?

—Yo te libré del hongo devorador, pequeño hombre, porque soy el Sodal, el Profeta de las Montañas Nocturnas, y todas las criaturas de las montañas oirán lo que he de decir.

Gren estaba aún pensando en todo esto, cuando llegó Yattmur y dijo: —Has dormido tanto desde que te dejó la morilla. También nosotros hemos dormido, y ahora nos prepararemos para irnos.

—¿Irnos? ¿Hay algún sitio adónde ir?

—Te lo explicaré como se lo he explicado a Yattmur —dijo el sodal, parpadeando mientras las mujeres le echaban encima otra calabaza de agua—. He dedicado mí vida a recorrer estas montañas predicando la Palabra de la Tierra. Ahora ha llegado para mí el momento de regresar a la Bahía de la Bonanza, donde viven los míos, a recibir nuevas instrucciones. La Bahía se abre en el linde de las Tierras del Crepúsculo Perpetuo; si consigo llevaros hasta allí, podréis regresar fácilmente a vuestras selvas eternas. Yo seré vuestro guía y vosotros ayudaréis a quienes cuidan de mí en el camino.

Al ver que Gren titubeaba, Yattmur dijo: —Tú sabes que no podernos quedarnos en Ladera Grande. Nos trajeron aquí contra nuestros propios deseos. Ahora tenemos la oportunidad de irnos y hemos de aprovecharla.

—Si tú lo quieres, así será, aunque yo estoy cansado de viajar.

La tierra tembló de nuevo. Con un humor involuntario, Yattmur, dijo: —Tenemos que irnos de las montañas antes que se vayan las montañas. —Y agregó—. Y tenemos que persuadir a los guatapanzas, para que nos acompañen. Si se quedan, los monteorejas o el hambre acabarán pronto con ellos.

—Oh, no —dijo Gren—. Ya nos han causado bastantes molestias. Deja que se queden aquí, los infelices. Yo no los quiero con nosotros.

—Desde el momento que ellos no quieren ir contigo, el problema está resuelto —dijo el sodal con una rápida sacudida de la cola—. Y ahora, en marcha, pues a mí nadie me hace esperar.

No tenían casi pertenencias, tan primitiva y natural era la vida que llevaban en la montaña. Prepararse significaba simplemente alistar las armas, juntar unos víveres para el viaje, y echar una última mirada a la caverna en que Laren había nacido.

Gren miró de soslayo una calabaza.

—¿Qué hacemos con la morilla? —dijo.

—Déjala que se pudra aquí —respondió Yattmur.

—La llevaremos con nosotros —dijo el sodal—. Mis mujeres la llevarán.

Las mujeres del sodal ya estaban activas, las líneas de los tatuajes confundidas con las arrugas, mientras forcejeaban para levantar al sodal de la piedra y transportarlo a los hombros del portador. Entre ellas se comunicaban sólo con gruñidos, aunque una era capaz de responder con monosílabos y gestos cuando el sodal le hablaba en una lengua que Gren desconocía. Observó fascinado aquella operación, hasta que el sodal quedó firmemente instalado sobre las espaldas del hombre.

—¿Por cuánto tiempo ha sido condenado a acarrearte este pobre infeliz? —preguntó.

—El destino de su raza, un destino elevado por cierto, es servir a los trapacarráceos. Ha sido adiestrado para eso desde edad temprana. No conoce ni desea conocer ninguna otra vida.

Emprendieron la marcha ladera abajo, con las dos esclavas a la cabeza de la comitiva. Yattmur echó una mirada atrás y vio a los tres guatapanzas que los contemplaban melancólicamente desde la entrada de la caverna. Los saludó y los llamó con una mano. Vio que se levantaban lentamente y echaban a andar tropezando uno con otro al tratar de mantenerse juntos.

—¡Adelante! —los alentó—. ¡Venid, y nosotros os cuidaremos!

—Nos han traído ya suficientes problemas —dijo Gren. Se agachó, recogió un puñado de piedras y se las arrojó a los guatapanzas.

Uno de los guatapanzas recibió una pedrada en la ingle, otro en el hombro. Dando media vuelta, huyeron hacia la caverna, mientras gritaban a voz en cuello que nadie los quería.

—Eres demasiado cruel, Gren. No tendríamos que dejarlos a merced de los pieles ásperas.

—Te digo que me tienen harto. Solos estaremos mejor.

Continuaron caminando, ladera abajo, mientras las voces de los guatapanzas se perdían a lo lejos. Gren y Yattmur nunca las oirían otra vez.

25

A medida que descendían por la falda escabrosa de la Ladera Grande, las sombras trepaban y les salían al encuentro. Durante un rato las vadearon, hundidos en la obscuridad hasta los tobillos; de pronto se alzaron, engulléndolos, cuando el sol se ocultó detrás de una montaña.

El lago de obscuridad que cruzaban, y por el que viajarían durante un tiempo, no era total. Aunque no había en el cielo bancos de nubes que reflejaran la luz del sol, los frecuentes relámpagos les iluminaban el camino.

A la altura en que los riachos de la Ladera Grande confluían en un torrente, el agua había excavado una hondonada, y allí el suelo era escabroso, y tuvieron que avanzar a lo largo de la orilla más alta, en fila por el borde de un risco empinado. La necesidad de andar con cautela retardaba la marcha. Descendían penosamente rodeando las peñas, muchas de ellas visiblemente desplazadas por los temblores de tierra recientes. Además del ruido de sus propios pasos, sólo los gritos quejumbrosos e intermitentes del portador acompañaban el rugido monótono del torrente. Pronto un ruido de aguas turbulentas les anunció la presencia invisible de una cascada. Escudriñaron la obscuridad, y atisbaron una luz. Por lo que pudieron ver, brillaba al borde del risco. La procesión se detuvo, en un grupo apretado y temeroso.

—¿Qué es eso? —preguntó Gren—. ¿Qué especie de criatura habita en este foso miserable?

Nadie le respondió.

Sodal Ye gruñó algo a la mujer que hablaba y ésta a su vez le gruñó a la muda. Al instante la muda empezó a desvanecerse en el lugar donde estaba, rígida, como atenta a algo.

Yattmur oprimió el brazo de Gren. Era la primera vez que él veía esta misteriosa desaparición. En las sombras que los envolvían parecía más portentosa que nunca. El cuerpo transparente de la mujer mostró el perfil de un barranco; los tatuajes quedaron un momento como flotando en la penumbra. Gren miró con atención. La mujer había desaparecido, era tan intangible como las resonancias de la catarata.

La escena estuvo como paralizada hasta que la mujer reapareció. Sin palabras, hizo algunos ademanes que la otra interpretó por medio de gruñidos para Sodal Ye. Luego el sodal fustigó con la cola las pantorrillas del portador para indicarle que reanudara la marcha, y dijo: —No hay peligro. Uno o dos de los pieles ásperas están allí, quizá vigilando un puente, pero se marcharán.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Gren.

—Será mejor que hagamos ruido —dijo Sodal Ye, ignorando la pregunta de Gren.

Inmediatamente soltó un ladrido profundo; Yattmur y Gren se estremecieron de terror y el niño se echó a llorar.

Mientras avanzaban, la luz parpadeó y pasó al otro lado de la cresta. Cuando llegaron a donde la habían visto antes, descubrieron que el risco descendía en un declive empinado. La luz de los relámpagos reveló a una media docena o más de las criaturas hocicudas; brincaban y escapaban a los saltos por la hondonada. Una de ellas llevaba un remedo de antorcha. De vez en cuando miraban atrás y ladraban invectivas.

—¿Cómo supiste que iban a escapar? —preguntó Gren.

—No hables tanto. Tenemos que ser cuidadosos.

Habían llegado a una especie de puente; una de las paredes de la garganta se había desplomado de plano, hasta apoyarse contra la pared opuesta. Por debajo de este arco corría el torrente tumultuoso, antes de precipitarse en la barranca. En aquel camino tan accidentado e incierto, la obscuridad parecía multiplicar los peligros, y el grupo avanzaba titubeando. No obstante, apenas pisaron el puente en ruinas, una multitud de seres minúsculos les saltaron a los pies entre chillidos crepitantes.

El aire se resquebrajó en negros copos voladores.

Gren, despavorido, golpeaba con ferocidad los pequeños cuerpos que se elevaban junto a él como cohetes, todo alrededor. Alzó los ojos y vio una hueste de criaturas que volaban en círculos.

—Murciélagos, simplemente —le explicó Sodal Ye con indiferencia—. Apresuraos. Vosotros, los humanos, no conocéis lo que es tener prisa.

Avivaron el paso. De nuevo centellearon los relámpagos, transformando el mundo en una pálida y fugaz naturaleza muerta. En las grietas del camino, en el suelo que pisaban, y por toda la pared del puente, hasta donde las aguas se volcaban turbulentas como barbas que hubieran crecido en el río, centelleaban unas telarañas enormes. Gren y Yattmur jamás habían visto nada semejante.

Yattmur dejó escapar un grito de asombro y terror, y el sodal dijo con desdén: —No sois capaces de ver más allá de las meras apariencias. ¿Cómo seríais capaces si sólo sois criaturas terrestres? La inteligencia siempre ha venido del mar. Nosotros los sodales somos los custodios de la sabiduría del mundo.

—No eres un dechado de modestia —dijo Gren, mientras ayudaba a Yattmur a pasar al otro lado.

—Los murciélagos y las arañas habitaban en el antiguo mundo frío, muchos eones atrás —dijo el sodal—, pero el crecimiento del reino vegetal los obligó a buscar nuevas formas de vida, o perecer. Por esa razón renunciaron gradualmente a la lucha feroz y buscaron la obscuridad, a la que en todo caso ya eran aficionados los murciélagos, y las dos especies se unieron así en una alianza.

El sodal siguió discurriendo con la serenidad de un predicador, pese a que el portador jadeaba, forcejeaba y gemía tratando de trepar por una cuesta y pisar tierra firme, ayudado por las mujeres tatuadas. La voz del sodal fluía tranquila, espesa y aterciopelada como la noche misma.

—La araña necesita calor para empollar, o más calor que el de estas regiones. Por lo tanto deposita los huevos, los guarda en una bolsa, y los serviciales murciélagos los transportan a lo alto de la Ladera Grande, o a una de esas cimas donde calienta el sol. Cuando están maduros, le traen de vuelta la progenie. Pero no trabajan gratis.

Las arañas adultas tejen dos telas, una común, y la otra mitad dentro y mitad fuera del agua, de modo que la parte inferior funciona como una red. En esa red atrapan peces y criaturas pequeñas y luego las izan por el aire para que los murciélagos coman. Muchas otras cosas raras hay aquí de las que vosotros, habitantes de las tierras, no tenéis conocimiento.

Ahora viajaban a lo largo de una escarpa que descendía en pendiente hasta una llanura. Al alejarse de la mole de una montaña, fueron teniendo una visión más clara de los alrededores. Desde la densa trama de sombras se levantaba de tanto en tanto el cono carmesí de una colina bañada por el sol. Las nubes que se amontonaban en el cielo echaban luz sobre un paisaje que cambiaba minuto a minuto, y los hitos del camino aparecían y se ocultaban como detrás de una cortina movida por el viento. Poco a poco las nubes envolvieron al sol, y la obscuridad aumentó y avanzaron pisando con más cuidado.

A la izquierda asomó una luz vacilante. Si era la misma que habían visto cerca del barranco, los pieles ásperas venían siguiéndolos. Al ver la luz, Gren recordó la pregunta que antes hiciera al sodal.

—¿Cómo es que desaparece esa mujer tuya, sodal? —preguntó.

—Hay todavía mucho camino antes de llegar a la Bahía de la Bonanza —declaró el sodal—. Por lo tanto, quizá me entretenga contestando con franqueza a tu pregunta, ya que pareces un poco más interesante que casi todos los de tu especie.

La historia de las tierras por las que ahora viajamos nunca podrá ser reconstruida, pues los seres que vivían aquí se han desvanecido sin dejar otro testimonio que unos huesos inútiles. Sin embargo, hay leyendas. Los de mi raza, los trapacarráceos, somos grandes viajeros; hemos viajado mucho y a lo largo de numerosas generaciones; y hemos recogido esas leyendas.

Así supimos que Las Tierras del Crepúsculo Perpetuo, aunque desiertas en apariencia, han albergado a numerosas criaturas. Y esas criaturas siempre siguen el mismo camino.

Siempre vienen de las regiones verdes y luminosas en las que brilla el sol. Siempre se encaminan hacia la extinción o hacia las comarcas de la Noche Eterna, y a menudo van a parar a lo mismo.

Algunas de estas criaturas suelen quedarse aquí durante varias generaciones. Pero siempre los recién llegados las desplazan, alejándolas del sol.

En una época floreció aquí una raza que nosotros conocemos como Pueblo de la Manada porque cazaban en manadas, como los pieles ásperas en situaciones críticas, pero con mucha más organización. Como los pieles ásperas, los de la manada eran vivíparos, y de dientes afilados, pero andaban siempre a cuatro patas.

Los de la manada eran mamíferos, pero no humanos. Esas distinciones son obscuras para mí, pues la Diferenciación no es mi especialidad, pero tu gente conoció en un tiempo al Pueblo de la Manada, los llamaban lobos, creo.

Después de la manada vino una raza intrépida de una especie de humanos; trajeron criaturas cuadrúpedas que les proporcionaban alimentos Y ropas, y con las que se apareaban.

Other books

Broken Angels by Richard Montanari
A Dangerous Disguise by Barbara Cartland
Days of Infamy by Harry Turtledove
Goddess of Vengeance by Jackie Collins
Rock Star Groupie 1 by Cole, Rosanna
Man in the Middle by Haig, Brian