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Authors: John Gribbin
Tags: #Ciencia, Ensayo
Más allá de la órbita de Júpiter, el calor del Sol es tan débil que puede haber aún detritos que quedaron como restos de la formación del sistema solar. Éstos existirían en forma de bloques de hielo, y no precisamente como asteroides de rocas (aunque estos bloques de hielo sí que pueden contener rocas empotradas en ellos). Estos icebergs cósmicos contienen mucho más que agua helada. Dióxido de carbono sólido, metano y amoniaco son sustancias que están presentes en todos ellos. A veces, sufren perturbaciones a causa de las cuales acaban describiendo órbitas que los llevan cerca del Sol, hasta que dan la vuelta a este astro y vuelven a las profundidades del espacio. Cuando se acercan al Sol y se calientan, parte del hielo se evapora y forma una larga cola, que brilla por el efecto de la luz solar que refleja; el bloque de hielo se convierte así en un corneta. Pero cuando sale del sistema solar interior, la cola se desvanece a medida que se hace más débil el calor que reciben del Sol y el núcleo del corneta se convierte de nuevo en un inerte bloque de hielo.
Los estudios de las órbitas de los cometas muestran que su origen último es una nube esférica de icebergs que se encuentra muy alejada en las profundidades del espacio, rodeando el Sol, literalmente a medio camino entre éste y la estrella más próxima, a una distancia de aproximadamente 100.000 UA, o un par de años luz. Un típico núcleo de cometa de los que se encuentran en esta nube describe una órbita alrededor del Sol a unos cien metros por segundo y puede haber estado allí durante miles de millones de años, desde que se formó el sistema solar. Sin embargo, ocasionalmente puede llegar alguna influencia del exterior, por ejemplo la atracción gravitatoria de una estrella que pasa, que hace que algunos de estos bloques de hielo caigan en la parte interior del sistema solar, acelerándose todo el tiempo, pero pasando millones de años en el viaje hasta que dan una vuelta alrededor del Sol y vuelven a tomar el camino hacia el espacio. Algunos de estos visitantes del sistema solar interior son capturados por la gravedad de Júpiter y quedan describiendo órbitas más cortas, pero alargadas, y, como el cometa Halley, hacen varias pasadas junto al Sol cada pocas décadas o cada pocos siglos, antes de evaporarse por completo, dejando algún que otro bloque de roca, granos de arena y polvo diseminados por sus órbitas.
Cuando la Tierra atraviesa uno de estos rastros de cometas, el cielo queda iluminado por los brillantes haces de luz de los meteoros, siendo la causa de cada uno de estos haces un trocito de polvo cósmico, no mayor que un grano de arena, que arde en la atmósfera. Sin embargo, si un corneta choca contra la Tierra, puede hacer tanto daño como un asteroide de roca, o probablemente más, ya que es muy posible que viaje a mucha mayor velocidad, dado que ha caído desde una distancia tan grande, y traerá por consiguiente más energía cinética que un asteroide que tenga la misma masa. Desde luego, lo más probable es que el impacto que ocasionó la desaparición de los dinosaurios fuera un cometa y no un asteroide.
En gran medida hay que agradecer a Júpiter que los cometas se quedaran donde se encuentran hoy en día, es decir, en los márgenes exteriores del sistema solar. Cuando los planetas se formaron, tuvo que haber enormes cantidades de estos icebergs cósmicos en la zona situada entre Júpiter y Neptuno, pero, al igual que sucedió con los detritos que fueron origen del cinturón de asteroides, bajo la influencia gravitatoria de Júpiter y otros planetas gigantes, debieron de recibir perturbaciones que los situaron en unas órbitas, bien para llevarlos a su desaparición en el Sol, o bien para sacarlos hacia los márgenes del espacio interestelar. Aún existe un cinturón de este tipo de detritos de hielo más allá de la órbita de Neptuno. Los más modernos telescopios han conseguido ya empezar a detectarlos, pero, según todos los indicios obtenidos hasta ahora, parece que puede haber unos mil millones de cometas en este Cinturón de Kuiper, que se ensancha hacia afuera (en su sección transversal, como una gigantesca trompeta), llegando a conectarse con una nube esférica de cometas, la nube Oort, en zonas remotas del espacio, y se calcula que podría haber en total alrededor de diez billones de cometas. El total de la masa de todos los cometas llegaría a ser sólo unas pocas veces la masa de la Tierra, pero los icebergs cósmicos más grandes que se han detectado hasta este momento entre las órbitas de los planetas exteriores tienen un diámetro de un par de cientos de kilómetros (alrededor de una décima parte del tamaño de Plutón; con esto, Plutón parece ser solamente un ejemplo grande de este tipo de iceberg).
Cualquier objeto de esta área del sistema solar sufrirá finalmente las perturbaciones que ocasiona la influencia gravitatoria de Júpiter, bien trasladándose a nuestra parte del sistema solar, o bien escapando hacia las profundidades del espacio (y no puede haber estado en esa órbita durante más que unos pocos millones de años, siendo presumible que haya entrado en ella viniendo de una zona más exterior del sistema solar). Si se traslada hacia el interior, es probable que al calentarse se fragmente y los gases que salgan de él hirviendo rompan el hielo, produciéndose así un enjambre de cometas que viajan juntos por el sistema solar interior. Aunque ninguno de ellos fuera a chocar con la Tierra, la cantidad de polvo fino que se esparciría por todo el sistema solar interior cuando los cometas se evaporaran podría ser suficiente para reducir la cantidad de calor que llega a nuestro planeta desde el Sol. Algunos astrónomos creen que ésta podría ser la causa de algunas glaciaciones que se producirían en la Tierra, algo así como un invierno cósmico. Si sucediera esto, el curso de la evolución y la civilización podría resultar influenciado directamente por las estrellas, aunque no en el modo en que piensan los astrólogos. Una estrella que pasara cerca podría hacer que se liberara un supercometa de la nube Oort, que se dirigiría hacia el interior para cruzar dando vueltas por el sistema solar y terminar deshaciéndose al llegar cerca del Sol. Esto sería la causa de una glaciación en la Tierra millones de años más tarde.
Cualquiera de estas sugerencias no puede ser sino una especulación, y es posible que nunca lleguemos a saber qué exactitud pueden tener estas descripciones. Sin embargo, sirven para recordarnos que el Sol y su familia no existen de una manera aislada, sino que son parte de un sistema estelar mucho mayor, la galaxia conocida como Vía Láctea. Para situar el sistema solar en perspectiva, necesitamos examinar las vidas de las propias estrellas. Dado que nos iremos a unas condiciones de temperatura y presión mucho más extremas, esto significa que la física nos va a simplificar mucho el camino. Ya verá el lector que es preciso acostumbrarse a las escalas de tiempo y distancia que aparecen en esta parte de la historia.
Una de las afirmaciones más fantásticas que se pueden oír en el mundo de las ciencias en su conjunto es que tenemos buenos modelos para explicar lo que sucede en el interior de las estrellas —cómo nacen, cómo viven y cómo mueren—. Las estrellas aparecen ante nosotros simplemente como puntos de luz en el cielo, a distancias tan enormes que la luz tarda cientos y hasta miles de años en viajar desde ellas hasta nosotros (incluso el hecho de que conozcamos con exactitud las distancias a las estrellas es un logro que habría llenado de asombro a los astrónomos hace menos de doscientos años). Aunque los átomos y las partículas subatómicas son, en cierto sentido, tan remotos como las estrellas dentro del marco de la experiencia cotidiana, porque no podemos verlos a simple vista, sin embargo, existen al menos en los laboratorios aquí en la Tierra y se pueden estudiar directamente comprobando las diferentes teorías al respecto mediante experimentos; no hay modo, sin embargo, de comprobar nuestras teorías sobre las estrellas realizando experimentos en objetos tan distantes.
Incluso si pudiéramos realizar estas comprobaciones, no podríamos vivir lo suficiente como para ver el resultado de tales experimentos, no porque fuera peligroso, sino porque nos haríamos muy viejos antes de lograrlo. Los modelos estelares nos dicen que en muchos casos las estrellas viven miles de millones de años. El intervalo de vida del ser humano suele ser de menos de cien años y el tiempo que lleva existiendo toda nuestra civilización es más breve que cien intervalos de vida humana, es decir, menos de 10.000 años. ¿Cómo podría nadie afirmar con seriedad que sabe de qué manera nació una estrella, hace miles de millones de años, y de qué manera terminará su vida, dentro de miles de millones de años?
De hecho, los modelos que describen la estructura y la evolución de las estrellas
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figuran entre los grandes triunfos de la ciencia moderna y se han comprobado con gran precisión. Incluyen una combinación de observaciones de las propias estrellas (utilizando técnicas espectroscópicas), simulaciones por ordenador (basadas en las leyes físicas conocidas) de lo que sucede en el interior de las estrellas e incluso experimentos reales, realizados aquí en la Tierra, para comprobar algunos aspectos de los modelos, especialmente la velocidad a la que se desarrollan ciertas reacciones nucleares en condiciones que se corresponden con las que se supone que existen, según proponen otros modelos, en el centro de la estrella en cuestión. La totalidad del conjunto de los modelos es científicamente coherente. Pero el ingrediente clave, aquel sin el cual la astronomía no sería más que una especie de partida de mus, es la espectroscopia.
Como ya mencionamos en el capítulo 2, la espectroscopia permite a los astrofísicos identificar los diferentes elementos químicos presentes en la superficie de una estrella, analizando la luz que llega de dicha estrella. Esto permitió a Norman Lockyer incluso identificar un elemento que hasta entonces era desconocido, el helio, a partir de su sintonía espectral en la luz del Sol. La distribución de la luz de una estrella entre fotones de diferentes energías (diferentes colores) nos dice también la temperatura de su superficie, utilizando la famosa curva de la energía del cuerpo negro que fue tan importante porque puso a Max Planck en el camino hacia la física cuántica.
Si conocemos la temperatura de la superficie de una estrella y sabemos cuál es su masa, entonces las leyes básicas de la física (las relaciones entre propiedades tales como la temperatura y la presión de un gas) y los modelos desarrollados por ordenador nos dicen qué temperatura debe tener la estrella en su interior, cuáles han de ser la presión y la densidad, etc. (ya explicaremos en breve cómo se pueden conocer las masas de las estrellas). Además, si conocemos la temperatura y la presión que hay en el núcleo de una estrella, y también sabemos de qué está hecha la estrella, entonces sabremos qué reacciones nucleares se están produciendo en el interior de la estrella. Luego, unos experimentos realizados en laboratorios aquí en la Tierra nos dirán cuánta energía deben estar generando dichas reacciones. Esto se puede comparar con la cantidad de energía que una estrella emite en realidad al espacio y los modelos se pueden confrontar para hacer que la teoría y la observación se compaginen mejor entre sí. Todo coincide maravillosamente, aplicando una gran cantidad de conceptos y leyes de la física, desde cosas tan corrientes que ningún físico suele pensar mucho en ellas (por ejemplo, la relación entre presión y temperatura), hasta los más sofisticados experimentos de la física nuclear. El éxito de la astrofísica representa en muchos aspectos la culminación del método científico, confirmando que todas las pequeñas parcelas de la física que se descubrieron de forma separada, cuando se aplican en conjunto, funcionan realmente del modo que sugieren nuestros modelos. Por supuesto, la manera más fácil de ver esto es hacerlo desde la estrella más próxima: el Sol.
El nacimiento de la astrofísica se puede datar con bastante precisión, situándolo en la conferencia dada en 1920 por el pionero de esta disciplina científica Arthur Eddington en la reunión anual de la British Association for the Advancement of Science (Asociación Británica para el Avance de la Ciencia), que tuvo lugar aquel año en el mes de agosto en Cardiff. Hasta el comienzo del siglo
XX
, había sido para los astrónomos un rompecabezas el explicar de dónde obtiene el Sol su energía. Las pruebas que ofrecía la geología, y también la teoría de Darwin sobre la evolución por selección natural, implicaban una historia muy larga de la Tierra y, en consecuencia, del Sol. Sin embargo, ninguna de las formas conocidas de la energía química (tales como, por ejemplo, la combustión del carbón) eran capaces de explicar cómo podía el Sol haber estado caliente durante el tiempo suficiente para que la geología y la evolución llevaran a cabo sus tareas.
El descubrimiento de la radiactividad, que incluía la cuestión de la energía liberada desde los núcleos de los átomos, empezó a cambiar el panorama. Luego, Albert Einstein cuantificó la enormidad de esta transformación con su famosa fórmula que nos dice que la propia materia se puede convertir en energía. Sin embargo, al principio la gente fue reacia a aceptar todas las implicaciones de estas nuevas teorías. Una cosa era utilizar el concepto de reacciones subatómicas (es decir, nucleares) para explicar por qué un trozo de radio resulta caliente al tacto, pero otra cosa era dar el salto al acto de fe necesario para admitir que el mismo tipo de procedimiento podría explicar la enorme emisión de energía que realiza el Sol, la cual es equivalente (según la fórmula de Einstein) a convertir cinco millones de toneladas de materia en pura energía cada segundo.
Durante algún tiempo, la gente persistió en aceptar una teoría decimonónica, según la cual una estrella como el Sol podría mantenerse caliente durante el tiempo suficiente como para explicar los acontecimientos acaecidos en la Tierra, sencillamente contrayéndose muy despacio bajo su propio peso y convirtiendo mientras tanto su energía potencial gravitatoria en calor. Sin embargo, incluso con esto, sólo podría mantener su resplandor durante unas pocas decenas de millones de años. Fue Eddington quien finalmente acabó con esta teoría y situó a la astrofísica en su línea correcta, diciendo en Cardiff a sus colegas que:
Sólo la inercia de la tradición mantiene viva la hipótesis de la contracción; o más bien, no viva, sino como un cadáver sin enterrar. Pero, si nos decidimos a dar sepultura a su cadáver, reconozcamos francamente la posición en que nos quedamos. Una estrella está utilizando algún enorme depósito de energía de un modo que nosotros desconocemos. Este depósito difícilmente puede ser otro que la energía subatómica que, como se sabe, existe abundantemente en toda la materia; a veces soñamos que algún día el ser humano aprenderá a liberarla y a utilizarla para su propio provecho. El almacén es casi inagotable; sólo hace falta que se pueda explotar. En el Sol hay suficiente energía subatómica como para mantener su producción de calor durante quince mil millones de años…