Introducción a la ciencia. Una guía para todos (o casi) (31 page)

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Authors: John Gribbin

Tags: #Ciencia, Ensayo

BOOK: Introducción a la ciencia. Una guía para todos (o casi)
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El clima es una especie de promedio del tiempo meteorológico, producido por los efectos combinados de todos estos procesos a lo largo de muchos años. Sin embargo, el clima siempre está cambiando, dentro de una diversidad de escalas cronológicas, porque las distintas aportaciones que recibe el tiempo meteorológico continuamente están variando. Incluso cambian a lo largo del año, aunque estamos tan acostumbrados a ello que no lo consideramos un cambio climático.

La Tierra es esencialmente una bola de roca, cubierta por una fina capa de atmósfera y océano, que gira sobre su eje una vez cada veinticuatro horas y describe una órbita alrededor del Sol una vez al año. Pero el eje en torno al cual rota cada veinticuatro horas (una línea imaginaria que une el polo Norte y el polo Sur) está inclinado con respecto al plano en el cual nuestro planeta describe la órbita alrededor del Sol. Esta inclinación se mantiene igual a lo largo de todo el año, apuntando siempre a la misma dirección; pero cuando nos movemos en torno al Sol, unas veces estamos a un lado del astro y otras (seis meses antes o después) estamos en el lado opuesto. Así pues, el polo Norte está a veces inclinado hacia el Sol y otras veces se inclina hacia el lado contrario, mientras el polo Sur siempre está inclinado en sentido opuesto al de la inclinación del polo Norte. Exactamente el mismo proceso que hace que las latitudes más altas sean más frías que las latitudes más bajas la dispersión de la energía solar entrante en un área más amplia cuando el Sol está bajo en el cielo hace que el hemisferio que está inclinado hacia el lado contrario al Sol esté más frío que el hemisferio que está inclinado hacia el Sol. Es por esta razón por lo que tenemos el ciclo de las estaciones y por lo que el Sol se eleva a mayor altura en el cielo durante el verano y a menor altura durante el invierno.

Aunque la inclinación de la Tierra se puede considerar constante durante un intervalo de tiempo tan breve como es un año, este planeta en rotación es realmente como un giroscopio oscilante, y cualquiera que haya visto la peonza de un niño en acción sabrá cómo puede oscilar un giroscopio cuando está rotando. La primera oscilación de la Tierra describe una trayectoria circular, en gran parte debida a la influencia gravitatoria del Sol y de la Luna que tira de nuestro planeta mientras rota; sin embargo, la oscilación es un proceso muy lento comparado con el ciclo de las estaciones. Dicha oscilación describe una línea imaginaria: apuntando en línea recta hacia arriba sobre el polo Norte, describe un círculo en el cielo, siguiendo un ciclo que varía en longitud pero tarda en completarse unos veinte mil años. Este cambio en la dirección hacia la cual apunta el polo (llamado precesión) causa una aparente deriva de las estrellas a través del cielo, cuando son observadas desde la Tierra. Una consecuencia de esta oscilación es que la pauta que siguen las estaciones cambia lentamente a medida que transcurren los milenios. Otra consecuencia es que hace diez mil años la estrella polar actual no habría sido una buena guía para dirigirse hacia el norte.

Al mismo tiempo que se produce esta precesión, el ángulo de inclinación de la Tierra cambia, balanceándose ligeramente hacia arriba y hacia abajo en el transcurso de los milenios. El modo en que se desarrolla este balanceo se puede calcular muy fácilmente aplicando las leyes de Newton. Varía entre una separación de 21'8 grados y una separación de 24'4 grados con respecto a la vertical, durante un ciclo de alrededor de 41.000 años. Actualmente la inclinación es de 23'4 grados y está disminuyendo. Si no intervienen otros factores, significa que las diferencias entre el verano y el invierno son hoy en día menos extremas que hace unos pocos miles de años. Los veranos son un poco más frescos y los inviernos un poco más templados de lo que solían ser.

Un tercer factor astronómico que influye en el clima es la red de interacciones de las fuerzas gravitatorias entre el Sol y todos los planetas del sistema solar; este conjunto de interacciones estira ligeramente la órbita de la Tierra, haciéndola variar de más circular a más elíptica, y posteriormente la vuelve a comprimir para hacerla circular, todo ello durante un período de poco más de cien mil años. Cuando la órbita es más o menos circular, el planeta recibe cada día la misma cantidad de calor del Sol. Cuando la órbita es más elíptica, durante una parte del año la Tierra está más cerca del Sol y recibe más calor, mientras que en otras épocas del año está más lejos y recibe menos calor. Pero lo más importante, entre todas estas influencias astronómicas sobre el clima, es que no cambian la cantidad total de calor que el conjunto de todas las zonas de la Tierra reciben durante un año completo. Todo lo que pueden hacer es reordenar la distribución de calor entre las estaciones.

Resulta que estos efectos, aunque son pequeños, ejercen hoy en día una gran influencia sobre el clima a causa de la geografía actual del globo. Hay hielo sobre ambos polos, lo que es en sí mismo inusual. El hielo que cubre el polo Sur es algo que ya ha sucedido anteriormente en la historia de la Tierra, por la existencia de un continente (la Antártida) que se encuentra situado exactamente sobre el polo y bloquea el flujo de agua caliente hacia latitudes altas del hemisferio sur. Sin embargo, el hielo que cubre el polo Norte es el resultado de una distribución geográfica mucho más rara (posiblemente única en la historia de nuestro planeta) y es también mucho más interesante.

La razón por la que el Ártico está cubierto de hielo es también que el agua caliente no puede penetrar fácilmente en latitudes altas. Pero esta vez se debe a que el océano Ártico está casi totalmente rodeado de tierra. El polo está cubierto por las aguas y el hielo flota en la superficie del océano Ártico. Como consecuencia, todo esto hace que el hemisferio norte sea muy sensible a los ritmos astronómicos asociados a la oscilación de esta peonza llamada Tierra.

Estas teorías relativas a la influencia astronómica sobre el clima fueron formuladas por primera vez por el escocés James Croll en la década de 1860, y perfeccionadas por el astrónomo yugoslavo Milutin Milankovitch durante la primera mitad del siglo
XX
. A menudo reciben el nombre de Modelo de Milankovitch. Sin embargo, no se llegó a demostrar que éste fuera un buen modelo hasta la década de 1970, cuando una combinación de, por una parte, ordenadores electrónicos, utilizados para calcular con exactitud cómo han cambiado las influencias astronómicas durante los últimos cientos de miles de años y, por otra parte, el estudio de muestras obtenidas mediante perforaciones realizadas en niveles marinos profundos, mostró que el modelo encajaba casi perfectamente. Como todos los buenos modelos, el Modelo de Milankovitch concuerda con los resultados experimentales.

Lo que nos dice esta combinación de observaciones y teoría es que, dada la geografía actual del planeta, las épocas de glaciación se producen cuando los veranos son especialmente fríos en el hemisferio norte. Esto parece extraño a primera vista, porque los veranos fríos, como ya hemos visto, suelen ir acompañados de inviernos relativamente cálidos. Se podría pensar que, para hacer que el hielo se extienda desbordando la región del Ártico e invadiendo las tierras que lo rodean, se necesitarían inviernos fríos para generar mucha nieve. Pero es preciso recordar que la cantidad media de calor que recibe la Tierra cada año es siempre la misma, por lo que unos inviernos fríos irían acompañados de veranos calurosos, y éstos son lo más indicado para fundir la nieve. La clave está en que la Tierra actualmente está siempre lo bastante fría como para que caiga nieve en invierno sobre las tierras que rodean el helado océano Ártico. Para que el hielo se extienda, lo que hace falta es que las temperaturas del verano sean tan frescas que una parte de esta nieve no se derrita y se vaya acumulando de año en año, hasta formar finalmente nuevas capas de hielo.

Sin embargo, por una vez, «finalmente» puede ser dentro de no mucho tiempo. Con tan sólo una delgada capa de nieve que dure todo el verano, hay suficiente para producir un fuerte impacto en el clima local, porque refleja el calor solar que llega, el cual en otro caso habría calentado el suelo que está cubierto por la nieve. Al comienzo del invierno siguiente el suelo está más frío de lo que estaría sin la nieve, por lo que es fácil que la próxima nevada se quede allí sin derretirse. De esta manera, el equilibrio natural cambia rápidamente, produciéndose una época de glaciación plena, si las condiciones contempladas en el Modelo de Milankovitch son correctas; el cambio tarda en realizarse seguramente menos de un milenio, quizá sólo un par de siglos. Sin embargo, lo que resulta mucho más difícil es calentar el planeta para que salga de un período de glaciación, debido al modo en que el hielo y la nieve reflejan, rechazándolo, el calor que llega del Sol. Se necesitan varios miles de años para cambiar unas condiciones de máximo de glaciación por las de máximo interglacial.

En realidad, es totalmente incorrecto el modo en que hemos contado esta historia, aunque resulte lógico desde el punto de vista de la gente que está viviendo en un período relativamente caliente. Dada la geografía actual de la Tierra, el estado natural del planeta es que se encuentra al borde de un máximo de glaciación. Sólo se funde una parte suficiente del hielo en el hemisferio norte, para dar así una tregua en el avance del hielo, cuando todos los ciclos de Milankovitch actúan al mismo tiempo para aportar la máxima cantidad de calentamiento estival. Pero, como ya hemos dicho, actualmente los veranos se están volviendo cada vez más fríos.

Si hay tres ciclos diferentes actuando al mismo tiempo para producir un cambio de este tipo en el clima, y cada uno de ellos está sujeto a ligeras variaciones, la pauta no se repite exactamente. Sin embargo, dicho de una manera aproximada, la pauta de cambio climático durante más o menos los últimos cinco millones de años ha sido de tal modo que los máximos de glaciación (cada uno con una duración algo superior a los cien mil años) han estado separados por períodos más breves relativamente cálidos, de unos diez o veinte mil años de duración cada uno. Estos períodos cálidos se llaman interglaciales, y estamos viviendo ahora en un interglacial que comenzó hace unos quince mil años. De todas formas la Tierra está actualmente más fría que lo que haya podido estar durante la mayor parte de su historia, ya que en una escala de tiempo geológica es rara la existencia de hielo en ambos polos. Toda la civilización humana se ha desarrollado durante este interglacial en concreto, y es posible que nosotros estemos aquí gracias a este ciclo de épocas glaciales e interglaciales.

No fue tanto el frío, sino la sequía asociada al máximo de glaciación, casi con toda seguridad, lo que hizo a nuestros antepasados salir de los bosques del África oriental y los puso en el camino de llegar a convertirse en seres humanos. La sequía acompaña siempre al aumento de las superficies cubiertas de hielo, por un lado debido a que el agua está retenida en el hielo, y por otro lado también porque cuando el planeta está frío se evapora menos agua de los océanos, por lo que hay menos agua que pueda caer en forma de lluvia.

En los tiempos en que llegó a establecerse un ritmo repetitivo de las glaciaciones y de los períodos interglaciales, nuestros antepasados estaban llevando una vida bastante cómoda y afortunada como habitantes de los bosques y pastos de África oriental, de lo cual da testimonio una abundante cantidad de restos fósiles. Pero, en aquella época, la Tierra estaba sumida en la sucesión de glaciaciones y períodos interglaciales que se ha estado produciendo desde entonces, y que parece haber sido única en la larga historia de nuestro planeta. Cada vez que sobrevenía una glaciación, los bosques se veían afectados por la sequía y comenzaban a declinar, mientras las llanuras se volvían más áridas. Éstas son precisamente las condiciones duras que hacen funcionar la rueda de la evolución, ya que las especies que se adaptan peor son las que más sufren, mientras prosperan aquellas que son capaces de resistir las condiciones cambiantes. Sin embargo, durante los interglaciales, cuando el planeta se calentaba, las condiciones meteorológicas volvían a ser las adecuadas para que los árboles y la hierba (y la vida vegetal en general) florecieran, con lo que aquellos individuos y especies que habían sobrevivido a la sequía tenían una oportunidad para multiplicarse y gozaban de una auténtica explosión demográfica.

Cada vez que había una sequía, sólo sobrevivían los que eran más capaces de adaptarse; cada vez que volvían las lluvias, los descendientes de estos individuos adaptables proliferaban. Se pueden distinguir dos modos según los cuales pudo realizarse la adaptación evolutiva en tales condiciones, partiendo de lo que, a falta de un término más adecuado, llamaríamos el «hombre mono». Un modo de salir bien parado pudo ser adaptarse aún mejor a los bosques que quedaban, retirándose a la parte más interna de estos bosques cada vez que se producía la sequía. Este desarrollo evolutivo conduciría al moderno chimpancé y al gorila actual. La otra manera de sobrevivir sería evolucionar para adaptarse cada vez mejor a las llanuras secas que irían apareciendo al reducirse el bosque. Como ya ha sucedido muy frecuentemente en el pasado de la evolución, serían las criaturas menos afortunadas las que se verían obligadas a conformarse con vivir en las zonas marginales; en este caso, los monos menos afortunados se verían obligados a salir de los bosques que se iban encogiendo y a defenderse lo mejor que pudieran en las llanuras. Si una sequía hubiera durado un millón de años, puede que aquellos que, a su pesar, habían tenido que habitar las llanuras se hubieran extinguido por completo; sin embargo, después de cada período de unos cien mil años de sequía, al volver las lluvias los supervivientes tuvieron una oportunidad para reagruparse y aumentar su número, casi como un ejército al que se permite una retirada del frente para descansar y tener un poco de esparcimiento antes de volver a la batalla. Está claro que en estas condiciones de tener que soportar un entorno medioambiental cambiante, la inteligencia supondría una ventaja evolutiva especial.

No es solamente el registro fósil el que apoya esta teoría que, aunque especulativa, es sin embargo plausible. En números redondos, el ADN humano coincide en más de un 98 por 100 con el ADN de los chimpancés y de los gorilas (tengamos en cuenta que dos seres humanos comparten poco más del 99'8 por 100 de su ADN). Somos sólo un 1 por 100 humanos, y aproximadamente en el 99 por 100 coincidimos con los monos. Los biólogos moleculares pueden medir a qué velocidad se acumulan los cambios en el ADN al sucederse las generaciones, comparando el ADN de muchas especies vivientes con restos fósiles de la época en que se produjo el fraccionamiento en diferentes líneas a partir de un antepasado común.

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