Introducción a la ciencia. Una guía para todos (o casi) (21 page)

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Authors: John Gribbin

Tags: #Ciencia, Ensayo

BOOK: Introducción a la ciencia. Una guía para todos (o casi)
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Es importante insistir en que Mendel no era un monje corriente. Procedía de una familia pobre, pero era extraordinariamente inteligente y estaba sediento de lograr hacer una carrera académica en el ámbito de la ciencia. La única forma en que podía conseguir algún tipo de educación superior era ordenarse sacerdote y formarse como profesor. Durante su proceso de formación como docente, estudió especialmente física y aportó a su investigación sobre la herencia biológica un planteamiento realizado desde la mentalidad de físico, poniendo mucho cuidado en mantener separadas las líneas de reproducción y asumiendo con toda minuciosidad el modo correcto de interpretar sus resultados estadísticamente; algo que incluso los físicos estaban sólo empezando a abordar a mediados del siglo
XIX
y que era casi inaudito en biología en aquellos tiempos. Hay algo de irónico en todo esto, porque, hace unos pocos años, algunos modernos expertos en estadística, reexaminando los datos de Mendel, alegaron que sus resultados eran «demasiado buenos para ser ciertos» y que por fuerza tenía que haber amañado dichos datos. Al final resultó que estos expertos en estadística no entendían adecuadamente la biología y no habían considerado el hecho de que aproximadamente un guisante de cada diez que Mendel había plantado no habría germinado. Esta historia corrobora maravillosamente la afirmación de que Mendel sí comprendía, además de la biología, también la estadística.

Sin embargo, lo cierto es que, lamentablemente, siempre tenía que encontrar un hueco para la investigación científica en su tiempo libre, ya que su tarea principal era la que realizaba como profesor en Brünn (actualmente Brno); también necesitaba encontrar un hueco para el trabajo físico, porque tenía asignada una pequeña parcela de terreno en la huerta del monasterio. Además, cuando se convirtió en abad y podría, en principio, haberse permitido un espacio de tiempo mayor para dedicarse a sus investigaciones, estaba demasiado ocupado haciendo otras cosas y no podía investigar nada.

Los estudios sobre los guisantes no fueron el único aspecto del trabajo de investigación de Mendel, pero constituyeron con mucho la parte más importante de sus experimentos y son además aquellos en los que se basa el renombre de que goza Mendel actualmente. Trabajó con un total de aproximadamente 28.000 plantas, entre las cuales, según sus propias palabras, «examinó detalladamente» 12.835 ejemplares. Esta tarea se llevó a cabo principalmente en la segunda mitad de la década de 1850, cuando Mendel tenía algo más de treinta años. Anteriormente, otros investigadores habían cultivado un gran número de plantas y habían estudiado su descendencia; pero lo habían hecho más bien con escaso rigor, dejando que las plantas se criaran de forma natural e intentando luego interpretar la variedad de cruces que resultaban. Mendel trató cada planta como a un individuo, dándole un número propio en su cuaderno de anotaciones, y mantuvo las plantas separadas, realizando él mismo la polinización (extrayendo polen de una planta para llevarlo a las flores de otra), de tal modo que sabía en cada caso qué par de plantas eran las progenitoras de cada planta de la generación siguiente.

Entre toda la abundante y minuciosa información que Mendel reunió basándose en sus estudios, bastará un ejemplo clásico para demostrar de qué modo funciona la herencia biológica. La gran ventaja que ofrecen las plantas de guisante para este tipo de estudios (como Mendel bien sabía antes de comenzar sus trabajos) es que poseen unas características claramente definidas cuya pista se puede seguir a lo largo de generaciones sucesivas. Por ejemplo, algunas semillas de guisante son verdes y otras son amarillas; algunas son lisas, mientras que otras son más rugosas, con superficies arrugadas. Entre sus muchos experimentos, en una sucesión de estudios Mendel tomó plantas de una variedad que tenía semillas lisas y las cruzó con plantas de otra variedad cuyas semillas eran rugosas. En las plantas hijas que se produjeron de esta manera todas las semillas eran lisas y la rugosidad parecía haber desaparecido en este cultivo. Pero, cuando Mendel utilizó plantas que procedían exclusivamente de esta generación hija como progenitoras en sus próximas series de cruzamientos, en la generación siguiente (las nietas de las plantas originales) el 75 por 100 de las semillas eran lisas y el 25 por 100 eran rugosas (las cifras exactas de Mendel fueron 5.474 semillas lisas y 1.850 semillas rugosas).

En términos genéticos, la explicación es sencilla (aunque, desde luego, fueron necesarios más experimentos para que esta sencillez se manifestara con claridad). En las plantas originales cuyas semillas eran lisas cada planta era portadora de dos copias (dicho con precisión, dos alelos) de un gen que determinaba el carácter liso de las semillas. En las plantas originales cuyas semillas eran rugosas cada planta era portadora de dos copias del alelo que determinaba el carácter rugoso de las semillas. En cada caso, no hay duda con respecto a la versión del gen que se va a expresar en el fenotipo.

Sin embargo, en la generación siguiente, cada planta hija hereda un alelo de esta característica procedente de cada progenitor. Cada hija es portadora de una copia del alelo que determina rugosidad y una copia del que determina el carácter de superficie lisa, y ambos alelos están uno junto al otro en cada célula. Lo que sucede es que en este caso el gen de la superficie lisa es dominante. Siempre que la planta lo lleve, este alelo domina sobre el alelo alternativo. Por lo tanto, en toda planta hija producida de este modo la superficie lisa es la que aparece expresada en el fenotipo (el alelo alternativo que está presente en el genoma, pero no se expresa en el fenotipo, salvo que se encuentre en ambas copias del gen, se llama recesivo).

No obstante, en la generación de las nietas los genes se mezclan de una manera bastante diferente. Cada nieta hereda un alelo de esta característica procedente de cada progenitora, y cada progenitora tiene dos alelos diferentes para transmitir. Hay una probabilidad del 50 por 100 de que una planta nieta en concreto herede ambos alelos de una progenitora y la misma probabilidad de que herede los dos alelos de la otra progenitora. Si llamamos R al alelo de la rugosidad y L al de la superficie lisa, las plantas hijas tienen cada una un genotipo (por lo que respecta a esta característica específica) que se puede escribir brevemente como RL. Cada una puede transmitir el R o el L; por consiguiente, la siguiente generación puede tener una de las cuatro combinaciones de estos ale-los: RR, RL, LR o LL (por supuesto, no existe una diferencia real entre RL y LR). Tres de estas cuatro combinaciones (el 75 por 100) incluyen al menos un alelo de superficie lisa, que consecuentemente se expresará en el fenotipo. Sólo una de las variaciones (que se presenta en el 25 por 100 de las plantas nietas) tiene dos alelos en cada célula que determinan ambos la rugosidad. Por lo tanto, sólo una cuarta parte de las plantas nietas tendrá semillas rugosas.

Esto es realmente todo lo que hay referente a la herencia biológica, salvo que, en individuos complejos, como nosotros mismos, miles de genes diferentes, muchos de los cuales se presentan en unas cuantas variedades distintas, se transmiten de hecho de una generación a la siguiente, y muchas veces es el efecto combinado de varios genes diferentes el que determina una característica del fenotipo, como sucede, por ejemplo, con la altura de un ser humano. La cuestión que resulta absolutamente crucial es que la reproducción sexual no implica que se realice una amalgama de las características de los progenitores, sino que la información genética se transmite en unidades discretas, casi similares a los cuantos. A veces existe una apariencia de amalgama (por ejemplo, cuando el hijo de un hombre alto y una mujer de corta estatura crece hasta una altura intermedia), pero esto es el resultado de la participación de muchos genes individuales en una misma tarea, algo así como el modo en que una pintura puntillista parece una capa lisa y continua a cierta distancia del lienzo, pero, cuando se mira de cerca, resulta que está formada por muchos puntos diminutos.

Sin embargo, alguna que otra vez puede suceder que un gen se copie de una manera imperfecta y, en consecuencia, se cree un nuevo alelo. Si esto conlleva que, como resultado, se produzca alguna ventaja en el fenotipo, este alelo se extenderá; si hace que el fenotipo sea menos eficiente, se extinguirá.
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Así es como funciona la evolución por selección natural, tal como la descubrió Charles Darwin, aunque éste no sabía exactamente cómo se transmitía la información de una generación a la siguiente.

Como ocurre en el caso de Gregor Mendel, a Charles Darwin no siempre se le da todo el crédito que merece, a pesar de que, a diferencia de Mendel, su fama quedó sólidamente establecida estando él aún en vida. Algunas publicaciones populares que divulgan el trabajo realizado por Darwin sobre la teoría de evolución por selección natural insisten aún en retratarle como un joven despilfarrador, hijo de una familia acaudalada, que consiguió tanto por suerte como por méritos su famoso empleo a bordo del HMS Beagle para hacer un viaje alrededor del mundo. Pero esto queda muy lejos de la realidad. Es cierto que Darwin procedía de un ambiente acomodado y privilegiado. También es cierto que descuidó sus estudios en la universidad. Sin embargo, esos estudios fueron primero de medicina (por requerimiento de su padre, un médico que había tenido éxito en su carrera profesional) y tuvo que abandonarlos debido a sus mareos (literalmente, por salir corriendo después de marearse la primera y única vez que comenzó a ver una operación quirúrgica en aquellos días, cuando aún no había anestésicos). Después inició los estudios de teología, el último recurso para un joven caballero de aquellos tiempos, que le preparaban para una vida tranquila como cura rural, pero que eran algo por lo que él no tenía ningún interés. No obstante, la manera de Darwin de descuidar sus estudios consistía en interesarse vivamente por temas que dentro de su carrera no tenía que estudiar, especialmente la geología y la botánica. Gracias a que sus tutores de Cambridge se dieron cuenta de que era excepcionalmente bueno en ambas materias (aunque no muy bueno como teólogo), fue recomendado al capitán Robert FitzRoy para que fuera su acompañante con tareas de naturalista en el Beagle.

El viaje duró desde el 27 de diciembre de 1831 hasta el 2 de octubre de 1836. Darwin tenía exactamente veintidós años cuando inició el viaje y veintisiete cuando volvió a Inglaterra. Este viaje alrededor del mundo le dio la oportunidad de observar fuerzas geológicas en acción y de ver cómo estas fuerzas habían moldeado la Tierra durante lo que tenía que haber sido un período de tiempo enormemente largo (mucho más largo de lo que la mayoría de la gente creía en la década de 1830, cuando aún se aceptaba ampliamente la idea de que la creación había tenido lugar en el año 4004 a.C., una fecha basada en cronologías bíblicas). El viaje también le mostró toda la profusa variedad de seres vivos que poblaban la Tierra en muchos hábitats diferentes. Muchos otros habían visto con anterioridad las mismas cosas que Darwin, pero fue su mente astuta la que consiguió encajar las piezas del rompecabezas y hallar una explicación sobre el modo en que había evolucionado aquella profusión de vida. La teoría de la selección natural requería precisamente el enorme período de tiempo que señalaba el registro geológico. La geología dio a Darwin como regalo el tiempo suficiente para que la evolución por selección natural realizara su tarea.

Hubo otra persona que tenía ojos para ver la evidencia que se mostraba ante ellos y una mente lo suficientemente sagaz como para unir las piezas del rompecabezas. Darwin tenía clara en su mente la mayor parte de su teoría, y la mayor parte estaba registrada ya en sus cuadernos de anotaciones antes de finalizar la década de 1830. Aunque fue dejando caer gradualmente unos pocos detalles en un estrecho círculo de amigos íntimos, se abstuvo de hacer pública su teoría, en gran medida debido a su preocupación por cómo afectaría todo ello a su esposa, Emma. Ésta era una cristiana con creencias tradicionales firmemente arraigadas, mientras que Charles era un ateo cada vez más convencido. Sin embargo, en la década de 1850, el naturalista Alfred Wallace, que estaba establecido en el Lejano Oriente, llegó a las mismas conclusiones que Darwin sobre la evolución, aunque veinte años más tarde, y desarrolló la teoría de la evolución natural casi en idénticos términos. Darwin era ya por aquel entonces un eminente naturalista con el que Wallace mantenía correspondencia; en este contexto, Wallace envió a Darwin un esbozo de su teoría. Fue esta carta del joven naturalista lo que obligó al propio Darwin a salir de su reserva y a escribir su famoso libro El origen de las especies. Se publicó por primera vez en 1859 y desde entonces no ha dejado de reeditarse. Darwin tuvo la idea primero, como Wallace reconoció; pero Wallace, como Darwin reconoció a su vez, debería ser recordado siempre como el codescubridor, en igualdad de condiciones, de la idea de la evolución por selección natural.

Esta formulación es importante. En la década de 1850 ya se había llegado a tener amplias pruebas, a partir del registro fósil, de que las especies habían evolucionado durante el largo espacio de tiempo geológico. Aunque algunos se negaban a incluir a los seres humanos en la historia de la evolución, la idea de la evolución como tal no resultaba ya ni sorprendente ni rechazable. La importante contribución que hicieron Darwin y Wallace consistió en aportar un mecanismo para la evolución: la idea de la selección natural. La evolución es un hecho, como el hecho de que las manzanas caen de los árboles hacia el suelo. La teoría de la selección natural (ampliamente apoyada por una abundante cantidad de pruebas) es la explicación (o modelo) del hecho de la evolución, de la misma manera que la teoría de la gravedad (ampliamente apoyada por una abundante cantidad de pruebas) es la explicación (o modelo) del hecho de que las manzanas caen de los árboles hacia el suelo.

Tanto a Darwin como a Wallace se les ocurrió la idea en buena parte a través de la lectura del Essay on the Principie of Population («Ensayo sobre el principio de población, o principio demográfico») del reverendo Thomas Malthus, que se publicó por primera vez, de forma anónima, en 1798, y posteriormente en una versión ampliada que llevaba la firma de su autor. Malthus estaba impresionado por el modo en que las poblaciones, incluida la humana, tenían la capacidad de crecer en progresión geométrica, lo cual significa duplicar su número en cada espacio de tiempo de una cierta longitud. Si, por ejemplo, cada pareja de cada generación engendra cuatro hijos que viven hasta su madurez y tienen a su vez hijos, la población se duplicará en cada generación. En la época en que Malthus escribió este ensayo, esto le estaba sucediendo en la realidad a la población de América, donde los pioneros se estaban extendiendo poblando las «nuevas» tierras. La población humana de América del Norte se estaba duplicando una vez cada veinticinco años, principalmente como resultado de una reproducción rápida, no por la inmigración. Sin embargo, en el Viejo Mundo la población permanecía más o menos estacionaria, al menos en las comunidades rurales. ¿A qué se debía esto?

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