Read Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas Online
Authors: Isaac Asimov
Para trabajar eficazmente, el cristal debe ser casi puro, o sea, tener la cantidad justa de impurezas específicas (por ejemplo, arsénico o boro).
El semiconductor germanio-arsénico con un electrón volante es, según se dice, del «tipo
n
» (
n
por «negativo»). El semiconductor germanio-boro con un vacío volante que actúa como si estuviera cargado positivamente es del «tipo
p
» (
p
por positivo).
A diferencia de los conductores ordinarios, la resistencia eléctrica de los semiconductores desciende cuando se eleva la temperatura. Ocurre esto porque las temperaturas elevadas debilitan la retención de electrones por los átomos y, consecuentemente, aquéllos tienen más libertad de movimiento. (En un conductor metálico, los electrones tienen ya suficiente libertad a temperaturas ordinarias. La elevación de temperatura induce más movimientos erráticos y obstaculiza su flujo en respuesta al campo eléctrico.) Al determinarse la resistencia de un semiconductor, se pueden medir temperaturas que son demasiado elevadas para su adecuada medición con otros métodos. Ese semiconductor medidor de temperaturas ha recibido el nombre de
termistor
.
Pero los semiconductores en combinación pueden hacer mucho más. Supongamos ahora que hacemos un cristal de germanio con los tipos
p
y
n
a partes iguales. Si conectamos la mitad «tipo
n
» con un electrodo negativo y la «tipo
p
» con un electrodo positivo, los electrones del lado «tipo
n
» atravesarán el cristal hacia el electrodo positivo, y los vacíos del lado «tipo
p
» se moverán en dirección opuesta hacia el electrodo negativo. Por tanto, una corriente fluye a través del Cristal. Invirtamos ahora la situación, es decir, conectemos la mitad «tipo
n
» con el electrodo positivo y la mitad «tipo
p
» con el electrodo negativo. Esta vez los electrones del lado
n
se moverán hacia el electrodo positivo —es decir, se alejarán del lado
p
—, e igualmente los vacíos del lado
p
se apartarán del lado
n
. En consecuencia, las regiones limítrofes en la divisoria entre los lados
n
y
p
pierden sus electrones y vacíos libres. Ello entraña una ruptura del circuito y, por tanto, no circula la corriente.
En suma, tenemos ya una estructura que puede actuar como rectificador. Si transmitimos una corriente alterna a ese cristal binario, el cristal dejará pasar la corriente sólo en una dirección. Por lo tanto, la corriente alterna se convertirá en corriente continua. El cristal serviría de diodo, tal como el tubo catódico (o «válvula»).
Con ese dispositivo, la Electrónica dio media vuelta para utilizar el primer tipo de rectificador empleado en la radio, a saber, la «galena». Pero esta nueva clase de cristal
fue
mucho más efectiva y variada. Sus ventajas sobre el tubo catódico fueron impresionantes. Por lo pronto resultó más ligera y resistente, mucho menos maciza, invulnerable a las descargas y no se calentaba, todo lo cual la hizo más durable que el tubo. Se denominó al nuevo elemento —por sugerencia de John Robinson Pierce, de los laboratorios «Bell»— «transistor», porque
transfería
una señal a través de un
resistor
(fig. 9.14).
Fig. 9.14. Principio del transistor.
En 1948, William Bradford Shockley, Walter Houser Brattain y John Bardeen, de los laboratorios «Bell» construyeron un transistor que podía actuar como amplificador. Era un cristal de germanio con una sutil sección tipo
p
emparedada entre dos terminales tipo
n
. En realidad, un triodo equivalente a una rejilla entre el filamento y la placa. Reteniendo la carga positiva en el centro del tipo
p
, se pudo enviar los vacíos a través de la divisoria para controlar el flujo de electrones. Por añadidura, una pequeña variación en la corriente del tipo
p
originó una considerable variación en la corriente del sistema semiconductor. Así, el triodo semiconductor pudo servir como amplificador, tal como lo hubiera hecho el triodo de un tubo catódico. Shockley y sus colaboradores Brattain y Bardeen recibieron el premio Nobel de Física en 1956.
Por muy excelente que pareciera teóricamente el funcionamiento de los transistores,
su
empleo en la práctica requirió ciertos adelantos concomitantes de la tecnología. (Ésta es una realidad inalterable en la ciencia aplicada.) La eficiencia de un transistor estribó no poco en el empleo de materiales extremadamente puros, de tal forma que se pudiera revisar con todo detenimiento la naturaleza y concentración de impurezas adicionales.
Afortunadamente, William Gardner Pfann aportó, en 1952, la técnica de refinadura por zonas. Se coloca una barra —por ejemplo de germanio— en el vértice de un elemento calefactor circular, que reblandece y empieza a fundir una sección de la barra. Luego se hace penetrar más la barra en el vértice, y la zona fundida se mueve a lo largo de él. Las impurezas de la barra tienden a concentrarse en la zona fundida y, por tanto, se las arrastra literalmente así hasta el extremo de la barra. Tras unos cuantos pasos semejantes, el cuerpo principal de la barra de germanio muestra una pureza insuperable.
En 1953 se fabricaron minúsculos transistores para su empleo como audífonos, unas piezas tan pequeñas que se podían ajustar al oído.
El transistor se fue desarrollando en seguida de una forma segura, por lo que captó unas frecuencias cada vez más elevadas, resistiendo mayores temperaturas y haciéndose cada vez más pequeño. Llegado el momento se hizo tan diminuto que ya no se emplearon transistores individuales. En vez de ello, unos pequeños
chips
de sílice fueron manejados
microscópicamente
para formar
circuitos integrados
, que harían lo mismo que una gran cantidad de válvulas. En los años 1970, esos
chips
fueron ya tan pequeños que empezó a pensarse en ellos como
microchips
.
Esos pequeños mecanismos transistorizados, que son ahora de empleo universal, ofrecen tal vez la más asombrosa revolución de todas las revoluciones científicas que han tenido lugar en la historia humana. Han hecho posibles las pequeñas radios, pero también han mostrado sus enormes habilidades en los satélites artificiales y en las sondas espaciales; y por encima de todo, han hecho factible el desarrollo de unos ordenadores cada vez más pequeños, más baratos y más versátiles, así como también los robots en los años 1980. De estas dos últimas cosas hablaremos en el capítulo 17.
Tal vez la novedad más fascinante entre todos los inventos recientes comience con las investigaciones referentes a la molécula del amoníaco (NH
3
). Sus 3 átomos de hidrógeno están dispuestos como si ocuparan los tres vértices de un triángulo equilátero, mientras que el único átomo de nitrógeno se halla sobre el centro del triángulo, a cierta distancia.
La molécula de amoníaco tiene capacidad para vibrar. Es decir, el átomo de nitrógeno puede atravesar el plano triangular para ocupar una posición equivalente en el lado opuesto, regresar luego al primer lado y proseguir indefinidamente ese movimiento. En verdad se puede hacer vibrar la molécula del amoníaco con una frecuencia natural de 24 mil millones de veces por segundo.
Este período vibratorio es extremadamente constante, mucho más que el período de cualquier artificio cuyas vibraciones obedezcan a la acción humana, mucho más constante, incluso, que el movimiento de los cuerpos astronómicos. Mediante preparativos adecuados esas moléculas vibradoras pueden regular las corrientes eléctricas, que, a su vez, regularán los aparatos cronometradores con una precisión sin precedentes, algo demostrado en 1949 por el físico norteamericano Harold Lyons. Hacia mediados de la década de los cincuenta, esos «relojes atómicos» superaron largamente a todos los cronómetros ordinarios. En 1964 se consiguió medir el tiempo con un error de 1 s por cada 100.000 años, empleando un máser que utilizaba átomos de hidrógeno.
En el curso de esas vibraciones, la molécula de amoníaco libera un rayo de radiación electromagnética cuya frecuencia es de 24 mil millones de ciclos por segundo. Su longitud de onda es 1,25 cm. Así, pues, están en la región de las microondas. Para observar este hecho desde otro ángulo, basta imaginar que la molécula de amoníaco puede ocupar uno de dos niveles energéticos cuya diferencia de energía es igual a la de un fotón que represente una radiación de 1,25 cm. Si la molécula de amoníaco desciende del nivel energético más alto al más bajo, emitirá un fotón de dicho tamaño. Si una molécula en el nivel energético más bajo absorbe un fotón semejante, se elevará inmediatamente al nivel energético más alto.
Pero, ¿qué ocurrirá cuando una molécula esté ya en el nivel energético más alto y quede expuesta a tales fotones? Ya en 1917, Einstein señaló que si un fotón del tamaño antedicho golpea a una molécula situada en el nivel superior, esta molécula se deslizará al nivel inferior y emitirá un fotón de idénticas dimensiones, que se moverá exactamente en la dirección del fotón entrante. Habrá, pues, dos fotones iguales donde sólo existía antes uno. Esto fue confirmado experimentalmente en 1924.
Por tanto, el amoníaco expuesto a la radiación de microondas podría experimentar dos posibles cambios: se aspiraría a las moléculas desde el nivel inferior al superior, o se las empujaría desde el superior al inferior. En condiciones ordinarias predominaría el primer proceso, pues sólo un porcentaje de moléculas ocuparía en un instante dado el nivel energético superior.
Sin embargo, supongamos que se diera con algún método para colocar todas o casi todas las moléculas en el nivel energético superior. Entonces predominaría el movimiento de arriba abajo. Y, ciertamente, ello originaría un interesante acontecimiento. La radiación entrante de microondas proporcionaría un fotón, que empujaría a la molécula hacia abajo. Luego se liberaría un segundo fotón, y los dos se apresurarían a golpear otras tantas moléculas, con la consiguiente liberación de un segundo par. Los cuatro provocarían la aparición de cuatro más, y así sucesivamente. El fotón inicial desencadenaría un alud de fotones, todos del mismo tamaño y moviéndose exactamente en la misma dirección.
En 1953, el físico norteamericano Charles Hard Townes ideó un método para aislar las moléculas de amoníaco en el nivel energético superior y someterlas allí al estímulo de fotones microonda del tamaño apropiado. Entonces entraban unos cuantos fotones y se desataba una inundación de fotones. Así se pudo ampliar considerablemente la radiación entrante.
Se describió aquel proceso como «microwave amplification by stimulated emission of radiation», y con las iniciales de estas palabras se formó el nombre del instrumento: «máser». Pronto se crearon los máser sólidos, cuerpos en los que se podía conseguir que los electrones ocuparan uno de dos niveles energéticos. Los primeros máser, tanto gaseosos como sólidos, fueron intermitentes. Es decir, fue preciso atraerlos primero al nivel energético superior y luego estimularlos. Tras la rápida emisión radiactiva resultaba imposible obtener otra mientras no se repitiera el proceso de atracción.
Para salvar esta dificultad, el físico estadounidense de origen holandés, Nicolaas Bloembergen, decidió emplear un sistema de tres niveles. Si el material elegido como núcleo del máser puede tener electrones en cualquiera de los tres niveles energéticos —uno inferior, uno intermedio y uno superior—, entonces la atracción y la emisión pueden ser simultáneas. Se aspiran los electrones para hacerlos subir desde el nivel energético más bajo hasta el superior. Una vez allí, los estímulos adecuados les harán descender: primero, al nivel medio; luego, al inferior. Se requieren fotones de diferente tamaño para absorberlos y estimular la emisión; no habrá interferencias recíprocas entre ambos procesos. Así se tiene un máser continuo.
Como amplificador de microondas, el máser resulta ser un detector muy sensible en radioastronomía —donde los rayos microonda extremadamente débiles recibidos del espacio sidéreo se intensifican mucho por su conducto— y con gran fidelidad a las características originales de la radiación (Reproducir sin pérdida de características originales es reproducir sin «ruido». El máser es excepcionalmente «silencioso» en este sentido de la palabra.) También aplicaron sus investigaciones al espacio. El satélite soviético
Cosmos 97
lanzado el 30 de noviembre de 1965, llevaba a bordo un máser, que trabajó satisfactoriamente. Por dicho trabajo Townes recibió en 1964 el premio Nobel de Física, que compartió con dos físicos soviéticos, Nikolái Yennediéievich Basov y Alexandr Mijáilovich Prójorov, que habían trabajado independientemente en la teoría del máser.
Primeramente, la técnica máser fue aplicable a las ondas electromagnéticas de cualquier longitud, en particular, las de luz visible. En 1958, Townes marcó la posible ruta de tales aplicaciones a las longitudes de ondas luminosas. Se podría llamar «máser óptico» a ese mayor productor de luz. O bien definir el singular proceso como «light amplification by stimulated emission of radiation» y emplear el nuevo grupo de iniciales para darle nombre: láser. Esta palabra se hizo cada vez más popular (fig. 9.15).