Read Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas Online
Authors: Isaac Asimov
En 1904 el ingeniero electrotécnico inglés John Ambrose Fleming aplicó, con suma lucidez, el efecto Edison. Rodeó con una pieza cilindrica metálica (llamada «placa») el filamento de la ampolla. Ahora bien, esa placa podía actuar en dos formas. Si estuviera cargada positivamente, atraería a los electrones despedidos por el filamento incandescente y crearía así un circuito eléctrico. Pero si su carga fuera negativa, repelería a los electrones e impediría el flujo de la corriente. Supongamos, pues, que se conecta esa placa con una fuente de corriente alterna. Cuando la corriente fluye en una dirección, la placa adquiere carga positiva y deja pasar la corriente hasta el tubo; cuando la corriente alterna cambia de dirección, la placa se carga negativamente, y entonces no fluye ninguna corriente hacia el tubo. Por tanto, la placa deja pasar la corriente en una sola dirección y la transforma de alterna en continua. Al actuar dicho tubo como una válvula respecto a la corriente, los ingleses le dieron el nombre de «válvula». En Estados Unidos sigue denominándose, vagamente, «tubo». En sentido más universal, los científicos lo llaman «diodo», porque tiene dos electrodos: el filamento y la placa (fig. 9.12).
Fig. 9.12. Principio del tubo diodo de vacío.
La válvula —o
válvula de radio
puesto que se usó primero para ello— controla una corriente de electrones a través del vacío más que una corriente electrónica a través del cable. Los electrones pueden regularse mucho más delicadamente que la corriente, por lo que las válvulas (y todos los mecanismos proceden de esto) constituyen una serie completa de
mecanismos electrónicos
que pueden hacer ciertas cosas que los meros mecanismos eléctricos no realizan. El estudio y empleo de las válvulas y sus sucesores constituyen lo que llamamos
electrónica
.
La válvula, en su forma más simple, sirve como rectificador y sustituyó a la galena empleada hasta entonces, puesto que las válvulas son mucho más fiables.
Allá por 1907, el inventor americano Lee de Forest dio un paso más. Insertó un tercer electrodo en su tubo, haciendo de él un «triodo» (fig. 9.13). El tercer electrodo es una placa perforada («rejilla») entre el filamento y la placa. La rejilla atrae electrones y acelera su flujo desde el filamento a la placa (por conducto de los orificios). Un pequeño aumento de la carga positiva en la rejilla, acrecentará considerablemente el flujo de electrones desde el filamento a la placa. Por consiguiente, incluso la pequeña carga agregada a las débiles señales radiofónicas incrementará sobremanera el flujo de corriente, y esta corriente reflejará todas las variaciones impuestas por las ondas radioeléctricas. En otras palabras, el triodo actúa como un «amplificador». Los triodos y otras modificaciones aún más complicadas del tubo han llegado a ser elementos esenciales no sólo para los aparatos radiofónicos, sino para toda clase de material electrónico. Aún era necesario dar otro paso adelante si se quería popularizar realmente el receptor radiofónico. Durante la Primera Guerra Mundial, el ingeniero electrotécnico americano Edwin Howard Armstrong diseñó un dispositivo para reducir la frecuencia de una onda radioeléctrica. Por aquellos días, su finalidad era la localización de aviones enemigos, pero cuando acabó la guerra, se decidió aplicarlo al receptor radiofónico. El «receptor superheterodino» de Armstrong permitió sintonizar exactamente a una determinada frecuencia, mediante el simple giro de un pequeño disco, labor que antes requería una interminable serie de tanteos en una gama de posibles frecuencias. En 1921, una emisora de Pittsburgh inició sus programas radiofónicos regulares. La imitaron, en rápida sucesión, otras emisoras, y, con el control del volumen sonoro, así como la sintonización reducida a un breve tanteo, los receptores radiofónicos adquirieron enorme popularidad. En 1927, las conversaciones telefónicas pudieron atravesar los océanos, con ayuda de la radio, y fue un hecho el «teléfono inalámbrico».
Fig. 9.13. Principio del triodo.
Sólo subsistió el problema de la estática. Los sistemas sintonizadores implantados por Marconi y sus sucesores redujeron el «ruido» de tormenta y otras perturbaciones eléctricas, pero no lo eliminaron. Armstrong fue quien halló otra vez la respuesta. Sustituyó la modulación de amplitud —sujeta a las interferencias de fuentes sonoras con modulaciones accidentales de amplitud— por la modulación de frecuencia. Es decir, mantuvo a nivel constante la amplitud de la onda radioeléctrica portadora y dio prioridad a la variación de frecuencia. Cuando la onda sonora tenía gran amplitud, se reducía la frecuencia de la onda portadora, y viceversa. La frecuencia modulada (FM) eliminó virtualmente la estática, y los receptores FM fueron solicitados, tras la Segunda Guerra Mundial, para programas de música seria.
La televisión fue una consecuencia inevitable de la radio, tal como las películas sonoras lo fueron de las mudas. El precursor técnico de la televisión fue el transmisor telegráfico de fotografías. Esto equivalía a la reproducción fotográfica mediante una corriente eléctrica: un fino rayo de luz pasaba a través de la imagen en una película fotográfica y llegaba hasta una válvula fotoeléctrica situada detrás. Cuando la película era relativamente opaca, se generaba una corriente débil en la válvula fotoeléctrica; y cuando era más transparente, se formaba una poderosa corriente. El rayo luminoso «barría» con rapidez la imagen de izquierda a derecha y producía una corriente variable, que daba toda la imagen. La corriente se transmitía por alambres, y en el punto de destino reproducía la imagen del filme mediante un proceso inverso. Hacia principios de 1907, Londres transmitió hasta París estas fotos telegráficas.
Televisión es la transmisión de una «cinta cinematográfica» en vez de fotografías, ya sea o no «en directo». La transmisión debe ser muy rápida, lo cual significa que se debe «barrer» la acción con suma celeridad. El esquema «claroscuro» de la imagen se convierte en un esquema de impulsos eléctricos, mediante una cámara en lugar de película, un revestimiento metálico que emite electrones bajo el impacto de la luz.
En 1926, el inventor escocés John Logie Baird exhibió por primera vez un prototipo de receptor de televisión. Pero el primer aparato funcional de televisión fue el «iconoscopio», patentado en 1938 por el inventor norteamericano, de origen ruso, Vladimir Kosma Zworykin. En el iconoscopio, la cara posterior de la cámara está revestida con múltiples gotas de plata y película de cesio. Cada una emite electrones cuando barre el rayo luminoso y en proporción a la potencia lumínica. Más tarde se remplazó el iconoscopio por el «orticonoscopio», aparato perfeccionado en el que la pantalla de cesio y plata era suficientemente sutil para que los electrones emitidos se proyectaran adelante y golpearan una tenue placa vitrea que emitía, a su vez, más electrones. Esta «amplificación» acrecentaba la sensibilidad de la cámara a la luz, de forma que era innecesaria una iluminación potente.
El televisor es una variedad del tubo de rayos catódicos. Los electrones fluyen de un filamento («cañón electrónico»), para incidir sobre una pantalla revestida con sustancia fluorescente, que irradia luz en proporción a la intensidad del chorro electrónico. Parejas de electrodos le obligan a barrer la pantalla de izquierda a derecha en centenares de líneas horizontales con mínimas separaciones entre sí y, por tanto, «pintan» la imagen sobre la pantalla en una trigésima parte de segundo. El rayo prosigue «pintando» imágenes consecutivas al ritmo de 1/30 s. La pantalla se llena de innumerables puntos (claros u oscuros, según los casos), pero gracias a la persistencia de la visión humana, no vemos solamente un cuadro completo, sino también una secuencia ininterrumpida de movimiento y acción.
En la década de 1920 se hicieron ensayos con la televisión experimental, pero ésta no pudo ser explotada comercialmente hasta 1947. Desde entonces, acapara bastante terreno del entretenimiento público.
Hacia mediados de la década de 1950 se agregaron dos innovaciones. Mediante el empleo de tres tipos de material fluorescente en la pantalla del televisor, ideados para reaccionar ante los rayos de luz roja, azul y verde, se introdujo la televisión en color. Y el magnetoscopio, o vídeo por cinta, sistema de grabación simultánea de sonido e imágenes, con cierto parecido a la banda sonora de la cinta cinematográfica, posibilitó la reproducción de programas o acontecimientos con más fidelidad que la proyección cinematográfica.
En realidad, en los años 1980 el mundo se encuentra en la
era de la cassette
. Lo mismo que existen pequeñas
cassettes
que pueden desenrollar y rebobinar sus cintas para tocar música de alta fidelidad —con pilas si es necesario, para que la gente pueda ir de un sitio a otro o hacer su trabajo doméstico, con los auriculares en la cabeza, escuchando unos sonidos que nadie más puede oír—, también existen las cintas de vídeo que producen películas de cualquier tipo a través del propio televisor o graban programas para verlos más tarde.
El tubo de rayos catódicos, verdadero corazón de todos los artificios electrónicos, llegó a ser un factor limitativo. Por regla general, los componentes de un mecanismo se perfeccionan progresivamente con el tiempo, lo cual significa que, por un lado, se acrecientan su poder y flexibilidad, mientras que por el otro se reducen su tamaño y masa. (Eso se ha llamado a veces «miniaturización».) Pero el tubo de rayos catódicos tuvo dificultades en su camino hacia la miniaturización. En realidad, tuvo que seguir siendo grande durante mucho tiempo para poder contener un apropiado volumen de vacío o los diversos componentes en los que se filtrase la electricidad a través de un hueco muy pequeño.
Y también había otros inconvenientes. La válvula podía romperse o dejar pasar corriente y, en uno u otro caso, se hacía inservible. (En los primeros aparatos de radio y televisión continuamente se estaban cambiando las válvulas, y sobre todo en los televisores parecía casi necesario un reparador permanente.) Asimismo, las válvulas no funcionaban hasta que los filamentos se encontrasen lo suficientemente calientes, por lo que era necesaria una considerable cantidad de corriente y había que esperar un buen tiempo para que el aparato «se calentara».
En la década de 1940, varios científicos de los «Bell Telephone Laboratories» se interesaron por las sustancias llamadas «semiconductores». Estas sustancias, tales como el silicio y el germanio, conducen la electricidad de una manera moderada. Así, pues, el problema consistió en averiguar las causas de tal comportamiento. Los investigadores de «Bell Telephone Laboratories» descubrieron que esa peculiar conductividad obedecía a ciertas impurezas residuales mezcladas con el elemento.
Consideremos, por ejemplo, un cristal de germanio puro. Cada átomo tiene 4 electrones en su capa exterior y, según la disposición regular de los átomos en el cristal, cada uno de los 4 electrones se empareja con un electrón del átomo contiguo, así que todos los electrones forman pares unidos por lazos estables. Como esa distribución es similar a la del diamante, todas las sustancias como el germanio, silicio, etc., se denominan «diamantinas».
Si ahora agregamos un poco de arsénico a esa presunta disposición diamantina, el cuadro se complica no poco. El arsénico tiene 5 electrones en su capa exterior. Cuando el átomo de arsénico sustituya al de germanio en el cristal, podrá emparejar 4 de sus 5 electrones con los átomos vecinos, pero el 5.° «quedará suelto». Ahora bien, si aplicamos un voltaje eléctrico a ese cristal, el electrón suelto deambulará en dirección al electrodo positivo. No se moverá con tanta soltura como lo harían los electrones en un metal conductor, pero el cristal conduciría la electricidad mejor que los cuerpos aislantes, como el azufre o el vidrio.
Lo dicho no es muy sorprendente, pero ahora, nos encontramos con un caso bastante más extraño. Añadamos al germanio un poco de boro en lugar de arsénico. El átomo de boro tiene sólo 3 electrones en su órbita exterior, que pueden emparejarse con otros tantos del átomo vecino de germanio. Pero, ¿qué sucede con el cuarto electrón de este último átomo? ¡Este electrón se empareja con la «nada»! Y no está fuera de lugar el empleo de la palabra «nada», porque en ese lugar donde el electrón debería encontrar un asociado en el cristal de germanio puro parece realmente vacío. Si se aplica corriente eléctrica al cristal contaminado por el boro, el siguiente electrón vecino, atraído por el electrodo positivo, se moverá hacia ese vacío. Y, al obrar así, deja un vacío donde estaba, y el electrón vecino más alejado del electrodo positivo se apresura a ocuparlo. Por tanto, este vacío se traslada hacia el electrodo negativo, moviéndose exactamente como un electrón, aunque en dirección contraria. Resumiendo: se ha hecho conductor de corriente eléctrica.