Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (15 page)

BOOK: Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas
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Además los radiotelescopios no producen borrosidades y están más allá de los aguzados ojos de los telescopios ópticos. En la actualidad, los radiotelescopios pueden conseguir
más
detalles que los telescopios ópticos. En realidad, tales largas líneas de base de los radiotelescopios han llegado hasta donde les es posible en la superficie de la Tierra, pero los astrónomos sueñan ya con radiotelescopios en el espacio, conjuntados unos con otros y con pantallas en la Tierra, que conseguirían líneas de base aún más largas. Sin embargo, antes de que los radiotelescopios avanzasen hasta sus presentes niveles, se llevaron a cabo importantes descubrimientos.

En 1947, el astrónomo australiano John C. Bolton detectó la tercera fuente radio más intensa del firmamento, y demostró que procedía de la nebulosa del Cangrejo. De las fuentes radio detectadas en distintos lugares del firmamento, ésta fue la primera en ser asignada a un objeto realmente visible, parecía improbable que fuera una enana blanca lo que daba origen a la radiación, ya que otras enanas blancas no cumplían esta misión. Resultaba mucho más probable que la fuente en cuestión fuese la nube de gas en expansión en la nebulosa.

Esto apoyaba otras pruebas de que las señales radio procedentes del Cosmos se originaban principalmente en gases turbulentos. El gas turbulento de la atmósfera externa del Sol origina ondas radio, por lo cual se denomina «sol radioemisor», cuyo tamaño es superior al del Sol visible. Posteriormente se comprobó que también Júpiter, Saturno y Venus —planetas de atmósfera turbulenta— eran emisores de ondas radio.

Jansky, que fue el iniciador de todo esto, no recibió honores durante su vida, y murió, en 1950, a los 44 años de edad, cuando la Radioastronomía empezaba a adquirir importancia. En su honor, y como reconocimiento postumo, las emisiones radio se miden ahora por «janskies».

Mirando más allá de nuestra Galaxia

La Radioastronomía exploró la inmensidad del espacio. Dentro de nuestra Galaxia existe una potente fuente radio —la más potente entre las que trascienden el Sistema Solar—, denominada «Cas» por hallarse localizada en Casiopea. Walter Baade y Rudolph Minkowski, en el Monte Palomar, dirigieron el telescopio de 200 pulgadas hacia el punto donde esta fuente había sido localizada por los radiotelescopios británicos, y encontraron indicios de gas en turbulencia. Es posible que se trate de los restos de la supernova de 1572, que Kepler había observado en Casiopea.

Un descubrimiento más distante aún fue realizado en 1591. La segunda fuente radio de mayor intensidad se halla en la constelación del Cisne. Reber señaló por vez primera su presencia en 1944. Cuando los radiotelescopios la localizaron más tarde con mayor precisión, pudo apreciarse que esta fuente radio se hallaba fuera de nuestra Galaxia. Fue la primera que se localizó más allá de la Vía Láctea. Luego, en 1951, Baade, estudiando, con el telescopio de 200 pulgadas, la porción indicada del firmamento, descubrió una singular galaxia en el centro del área observada. Tenía doble centro y parecía estar distorsionada. Baade sospechó que esta extraña galaxia, de doble centro y con distorsión, no era en realidad una galaxia, sino dos, unidas por los bordes como dos platillos al entrechocar. Baade pensó que eran dos galaxias en colisión, posibilidad que ya había discutido con otros astrónomos.

La evidencia pareció apoyar este punto de vista y, durante algún tiempo, las galaxias en colisión fueron aceptadas como un hecho. Dado que la mayoría de las galaxias existen en grupos más bien compactos, en los que se mueven como las abejas en un enjambre, dichas colisiones no parecían nada improbables.

La radiofuente de Cisne se creyó que se hallaba a unos 260 millones de años luz de distancia, aunque las señales de radio fueran mucho más fuertes que las de la nebulosa del Cangrejo en nuestra vecindad estelar. Ésta fue la primera indicación de que los radiotelescopios serían capaces de penetrar a mayores distancias que los telescopios ópticos. Incluso el radiotelescopio de 75 metros de Jodrell Bank, pequeño según los actuales niveles, poseía mayor radio de acción que un telescopio óptico que le superase en medio metro.

Pero cuando aumentó el número de fuentes radio halladas entre las galaxias distantes, y tal número pasó de 100, los astrónomos se inquietaron. No era posible que todas ellas pudieran atribuirse a galaxias en colisión. Sería como pretender sacar demasiado partido a una posible explicación.

A decir verdad, la noción sobre colisiones galácticas en el Universo se tambaleó cada vez más. En 1955, el astrofísico soviético Víctor Amazaspovich Ambartsumian expuso ciertos fundamentos teóricos para establecer la hipótesis de que las radiogalaxias tendían a la explosión, más bien que a la colisión.

Esta posibilidad se ha visto grandemente reforzada por el descubrimiento, en 1963, de que la galaxia M-82, en la constelación de la Osa Mayor (un poderoso emisor de ondas radio, a unos 10 millones de años luz de distancia) es una
galaxia en explosión
.

La investigación de la M-82 con el telescopio Hale de medio metro, empleando luz de una particular longitud de onda, nos ha mostrado grandes chorros de materia de hasta 1.000 años luz de longitud, que emergen del centro galáctico. Por la cantidad de materia explosionando hacia el exterior, la distancia a que ha viajado, y su índice de recorrido, parece probable que la explosión tuviera lugar hace 1.500.000 años.

Ahora se tiene la impresión de que los núcleos galácticos son por lo general activos y que tienen lugar allí unos acontecimientos turbulentos y muy violentos, y que el Universo, en líneas generales, es un lugar más violento de lo que soñábamos antes de la llegada de la radioastronomía. La aparente profunda serenidad del firmamento, tal y como es contemplado por el ojo desnudo, es sólo producto de nuestra limitada visión (que ve sólo las estrellas de nuestra propia tranquila vecindad) durante un período limitado de tiempo.

En el auténtico centro de nuestra Galaxia, existe una pequeña región, todo lo más unos cuantos años luz de distancia, que es una radiofuente intensamente activa.

E, incidentalmente, el hecho de que las galaxias en explosión existan, y que los núcleos galácticos activos puedan ser comunes e incluso universales, no desestima necesariamente la noción de colisión galáctica. En cualquier enjambre de galaxias, parece probable que las galaxias mayores crezcan a expensas de las pequeñas, y a menudo una galaxia es considerablemente más grande que cualquiera de las otras en el enjambre. Existen indicios de que han logrado su tamaño colisionando con otras galaxias más pequeñas y absorbiéndolas. Se ha fotografiado una gran galaxia que muestra signos de varios núcleos diferentes, todos los cuales menos uno no le son propios sino que, en otro tiempo, formaron parte de galaxias independientes. La frase
galaxia caníbal
ha comenzado, pues, a ser empleada.

Los nuevos objetos

Al entrar en la década de 1960-1970, los astrónomos tenían razones para suponer que los objetos físicos del firmamento nos depararían ya pocas sorpresas. Nuevas teorías, nuevos atisbos reveladores..., sí; pero habiendo transcurrido ya tres siglos de concienzuda observación con instrumentos cada vez más perfectos, no cabía esperar grandes y sorprendentes descubrimientos en materia de estrellas, galaxias u otros elementos similares.

Si alguno de los astrónomos opinaba así, habrá sufrido una serie de grandes sobresaltos, el primero de ellos, ocasionado por la investigación de ciertas radiofuentes que parecieron insólitas, aunque no sorprendentes.

Cuásares

Las primeras radiofuentes sometidas a estudio en la profundidad del espacio parecían estar en relación con cuerpos dilatados de gas turbulento: la nebulosa del Cangrejo, las galaxias distantes y así sucesivamente. Sin embargo, surgieron unas cuantas radiofuentes cuya pequeñez parecía desusada. Cuando los radiotelescopios, al perfeccionarse, fueron permitiendo una visualización cada vez más alambicada de las radiofuentes, se vislumbró la posibilidad de que ciertas estrellas individuales emitieran radioondas.

Entre esas radiofuentes compactas se conocían las llamadas 3C48, 3C147, 3C196, 3C273 y 3C286. «3C» es una abreviatura para designar el «Tercer Catálogo de estrellas radioemisoras, de Cambridge», lista compilada por el astrónomo inglés Martin Ryle y sus colaboradores; las cifras restantes designan el lugar de cada fuente en dicha lista.

En 1960, Sandage exploró concienzudamente, con un telescopio de 200 pulgadas, las áreas donde aparecían estas radiofuentes compactas, y en cada caso una estrella pareció la fuente de radiación. La primera estrella descubierta fue la asociada con el 3C48. Respecto al 3C273, el más brillante de todos los objetos, Cyril Hazard determinó en Australia su posición exacta al registrar el bache de radiación cuando la Luna pasó ante él.

Ya antes se habían localizado las citadas estrellas mediante barridos fotográficos del firmamento; entonces se tomaron por insignificantes miembros de nuestra propia Galaxia. Sin embargo, su inusitada radioemisión indujo a fotografiarlas con más minuciosidad, hasta que, por fin, se puso de relieve que
no todo
era como se había supuesto. Ciertas nebulosidades ligeras resultaron estar claramente asociadas a algunos objetos, y el 3C273 pareció proyectar un minúsculo chorro de materia. En realidad eran dos las radiofuentes relacionadas con el 3C273: una procedente de la estrella, y otra, del chorro. El detenido examen permitió poner de relieve otro punto interesante: las citadas estrellas irradiaban luz ultravioleta con una profusión desusada.

Entonces pareció lógico suponer que, pese a su aspecto de estrellas, las radiofuentes compactas no eran, en definitiva, estrellas corrientes. Por lo pronto se las denominó «fuentes cuasiestelares», para dejar constancia de su similitud con las estrellas. Como este término revistiera cada vez más importancia para los astrónomos, la denominación de «radiofuente cuasiestelar» llegó a resultar engorrosa, por lo cual, en 1964, el físico americano, de origen chino, Hong Yee Chiu ideó la abreviatura «cuásar»
(cuasi-estelar)
, palabra que, pese a ser poco eufónica, ha conquistado un lugar inamovible en la terminología astronómica.

Como es natural, el cuásar ofrece el suficiente interés como para justificar una investigación con la batería completa de procedimientos técnicos astronómicos, lo cual significa espectroscopia. Astrónomos tales como Alien Sandage, Jesse L. Greenstein y Maarten Schmidt se afanaron por obtener el correspondiente espectro. Al acabar su trabajo, en 1960, se encontraron con unas rayas extrañas, cuya identificación fue de todo punto imposible. Por añadidura, las rayas del espectro de cada cuásar no se asemejaban a las de ningún otro.

En 1963, Schmidt estudió de nuevo el 3C273, que, por ser el más brillante de los misteriosos objetos, mostraba también el espectro más claro. Se veían en él seis rayas, cuatro de las cuales estaban esparcidas de tal modo, que semejaban una banda de hidrógeno, lo cual habría sido revelador si no fuera por la circunstancia de que tales bandas no deberían estar en el lugar en que se habían encontrado. Pero, ¿y si aquellas rayas tuviesen una localización distinta, pero hubieran aparecido allí porque se las hubiese desplazado hacia el extremo rojo del espectro? De haber ocurrido así, tal desplazamiento habría sido muy considerable e implicaría un retroceso a la velocidad de 40.000 km/s. Aunque esto parecía inconcebible, si se hubiese producido tal desplazamiento, sería posible identificar también las otras dos rayas, una de las cuales representaría oxígeno menos dos electrones, y la otra, magnesio menos dos electrones.

Schmidt y Greenstein dedicaron su atención a los espectros de otros cuásares y comprobaron que las rayas serían también identificables si se presupusiera un enorme corrimiento hacia el extremo rojo.

Los inmensos corrimientos hacia el rojo podrían haber sido ocasionados por la expansión general del Universo; pero si se planteara la ecuación del corrimiento hacia el rojo con la distancia, según la ley de Hubble, resultaría que el cuásar no podría ser en absoluto una estrella corriente de nuestra galaxia. Debería figurar entre los objetos más distantes, situados a miles de millones de años luz.

Hacia fines de 1960 se habían descubierto ya, gracias a tan persistente búsqueda, 150 cuásares. Luego se procedió a estudiar los espectros de unas 110. Cada uno de ellos mostró un gran corrimiento hacia el rojo, y, por cierto, en algunos casos bastante mayor que el del 3C273. Según se ha calculado, algunos distan unos 9 mil millones de años luz.

Desde luego, si los cuásares se hallan tan distantes como se infiere de los desplazamientos hacia el extremo rojo, los astrónomos habrán de afrontar algunos obstáculos desconcertantes y difíciles de franquear. Por lo tanto, esos objetos deberán ser excepcionalmente luminosos, para brillar tanto a semejante distancia: entre treinta y cien veces más luminosos que toda una galaxia corriente.

Ahora bien, si fuera cierto y los cuásares tuvieran la forma y el aspecto de una galaxia, encerrarían un número de estrellas cien veces superior al de una galaxia común y serían cinco o seis veces mayores en cada dimensión. E incluso a esas enormes distancias deberían mostrar, vistas a través de los grandes telescopios, unos inconfundibles manchones ovalados de luz. Pero no ocurre así. Hasta con los mayores telescopios se ven como puntos semejantes a estrellas, lo cual parece indicar que, pese a su insólita luminosidad, tienen un tamaño muy inferior al de las galaxias corrientes.

Otro fenómeno vino a confirmar esa pequeñez. Hacia los comienzos de 1963 se comprobó que los cuásares eran muy variables respecto a la energía emitida, tanto en la región de la luz visible como en la de las radioondas. Durante un período de pocos años se registraron aumentos y disminuciones nada menos que del orden de tres magnitudes.

Para que la radiación experimente tan extremas variaciones en tan breve espacio de tiempo, un cuerpo debe ser pequeño. Las pequeñas variaciones obedecen a ganancias o pérdidas de brillo en ciertas regiones de un cuerpo; en cambio, las grandes abarcan todo el cuerpo sin excepción. Así, pues, cuando todo el cuerpo queda sometido a estas variaciones, se ha de notar algún efecto a lo largo del mismo, mientras duran las variaciones. Pero como quiera que no hay efecto alguno que viaje a mayor velocidad que la luz, si un cuásar varía perceptiblemente durante un período de pocos años, su diámetro no puede ser superior a un año luz. En realidad, ciertos cálculos parecen indicar que el diámetro de los cuásares podría ser muy pequeño, de algo así como una semana luz (804 mil millones de kilómetros).

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