— ¿Te refieres al gran buque Aeón> —pregunté intentando aparentar ignorancia— ¿Cómo podría haber justificado eso?, ¿afirmando que lo habían destruido?
— Jamás habrían hecho eso —sostuvo Telesta observándome con curiosidad, y por un momento sentí una helada puñalada temiendo haberme delatado. Pero entonces su expresión escéptica desapareció y yo evité exteriorizar mi alivio— Eso fue una invención. Valdur se vio obligado a crear semejante historia pues lo humillaba no contar con el Aeón. Me parece probable que el Aeón fuera destruido finalmente por Cidelis, pues desde entonces no ha sido mencionado nunca más, y algo tan grande sería imposible de ocultar. Ha pasado demasiado tiempo desde entonces para que siga sin haber noticias de él. Quizá...
Telesta no pudo acabar la frase, pues se oyó un golpe seco en la puerta, y apareció Persea.
— Lamento interrumpiros, pero tenemos más problemas. Sarhaddon acaba de llegar desde Taneth con una especie de orden del primado y se encuentra en la puerta.
— ¿Ha venido para arrestarnos? ¿Lo acompañan los sacri? —pregunté. Me había convencido a mí mismo de que no sucedería nada con ese mal tiempo. ¿Por qué se habrían arriesgado los sacri?
— No, ha venido sin guardia. Sólo lo acompañan dos sacerdotes. Desea verte, Cathan.
Esperé a Sarhaddon en la sala contigua al atrio donde Laeas y Persea se habían reunido con nosotros la primera noche. Las luces estaban encendidas, siguiendo órdenes del virrey, por lo que todo brillaba gratamente. El suelo había recibido una limpieza superficial para dar la impresión de que el palacio se encontraba en mejores condiciones de las reales.
Debido al estatus relativamente poco destacado de Sarhaddon, Sagantha había exigido que ninguno de nosotros estuviese allí para recibirlo cuando se le hiciese pasar. Así que permanecí de pie fuera de la vista en un rincón. Sagantha se quedó en su estudio, sin intención de hablar con Sarhaddon, quien bien podía ser una autoridad para el primado pero no tenía ninguna relevancia respecto al virrey, al menos hasta que no solicitase una audiencia formal.
Se percibió un súbito revuelo. Oí que la puerta se abría y los guardias daban paso a varias personas, ¿o era solamente una? La puerta volvió a cerrarse, demasiado pronto para permitir la entrada de tres personas. Quizá los otros dos esperaban fuera. Chorreaba agua sobre el suelo; alguien se quitó el impermeable.
— Vendrán a atenderlo en un minuto, dómine —dijo uno de los sirvientes— Espere aquí hasta entonces.
Entonces el huésped debió de quedarse solo, pues a partir de ese momento el silencio fue absoluto, salvo por el ruido de la lluvia.
¿Para qué habría venido? ¿Creería que yo podía perdonarlo?, ¿que alguno de nosotros podía perdonar lo que había hecho en Lepidor? Hubiese deseado sencillamente darle la espalda, pero Sagantha insistió en que lo recibiese para averiguar si venía a ofrecer alguna solución pacífica.
¡Solución pacífica! ¿En qué mundo vivía el virrey? ¿Un inquisidor, de quien Sagantha sabía que había participado en la invasión de Lepidor, trayendo un mensaje de paz? Sagantha sólo pretendía utilizarme para negociar una posible vía de escape, algo que lo beneficiase. Siempre político, forzaba a los demás a hacer por él el trabajo sucio.
El sirviente que lo había hecho pasar de forma tan fría apareció por la puerta en el extremo opuesto de la sala donde yo estaba. —¿Qué aspecto tiene?— pregunté.
— Lleva una túnica que no he visto nunca, pero más allá de eso se parece a cualquier otro inquisidor. Tiene esa mirada en los ojos que puede sentirse incluso debajo de la capucha. Los otros dos eran iguales, lobos disfrazados de corderos, o con lo que sean esas túnicas nuevas que llevan. Sólo se le ha permitido entrar a Sarhaddon, los otros dos esperan en la garita. —¿Algo más?
El hombre negó con la cabeza.
— Nada más que pueda observar a simple vista.
— Gracias.
Volvió a salir y yo esperé otro rato antes de ir a ver a Sarhaddon. Estaba sentado inmóvil bajo la luz del ventanal, vistiendo su túnica de inquisidor, aunque con los colores blanco y rojo, no los habituales blanco y negro.
Se volvió hacia mí en cuanto notó mi presencia, con los ojos ocultos bajo la capucha carmesí.
— Cathan —dijo solamente.
Me detuve a pocos pasos de él. —Sea lo que sea lo que tengas que decirme, habla ahora, antes de que se agote mi paciencia— le dije con una frialdad que ocultó mi ira. ¿Cómo se atrevía a estar ahí y saludarme como si fuésemos viejos amigos distanciados por las circunstancias? —Hay muchas cosas que debes perdonarme, Cathan— respondió— , pero... —No tiene ningún sentido hablar de perdón, Sarhaddon— lo interrumpí con furia— No he olvidado y nunca olvidaré. Y nada de lo que hagas cambiará lo que ahora eres, un demente fanático de tu retorcida fe. Si has venido en un inspirado intento por convertirme, entonces puedes ahorrarte el esfuerzo. —De ningún modo subestimaría tu inteligencia de esa manera. Has vivido muchas cosas, Cathan.— Con una hoguera dispuesta a ayudarme a seguir mi camino, por cierto. Escúchate, Sarhaddon. Puedo recordar lo que dijiste sobre los partidarios de la línea dura, los fundamentalistas, cuánto los despreciabas. ¿Cuánto tiempo te llevó cambiar de bando?, ¿un año? ¿O sólo unos días, cuando notaste de dónde venía el viento y te subiste al carro de Lachazzar?
Me intrigaba saber qué era lo que había sucedido, qué habían hecho para convertirlo en un zelote. O bien, si lo había sido siempre y aquel hombre al que había conocido en el viaje no era más que una ilusión.
— Olvidas que yo, a diferencia de ti, no tuve ninguna opción —dijo echando atrás la capucha. Me impactó ver lo rígido y demacrado que se había vuelto su rostro, como si le hubiesen quitado las ganas de vivir para reemplazarlas por... ¿Por qué? Sarhaddon era el único inquisidor al que había conocido antes de que lo fuese. Su expresión no parecía la de alguien para quien la vida se había convertido en un fardo. Más bien era la cara... ¿de un fanático? ¿de un obseso? Quizá de las dos cosas, si alguien lo mirase por primera vez.
— Fui enviado al seminario —prosiguió— , aislado del mundo durante aproximadamente un año. Estudié teología bajo la guía de algunas de las mentes más brillantes que he conocido y comprendí por qué el mundo tiene una sola fe, por qué es preciso ser fiel a esa fe. Todos y cada uno de los sacerdotes del seminario podrían haber sido luminarias en la Gran Biblioteca, pero se percataron de que la teología no es más que fórmulas vacías recitadas en las plegarias. De modo que muy poca gente cree de verdad, Cathan mientras que la mayoría sólo percibe el ritual y la ceremonia.
Lo observé con detenimiento durante un instante, sorprendido por la emoción de su voz, como si también eso se lo tuviesen que haber arrancado. Sin embargo, no habían necesitado hacerlo, porque el odio es una herramienta tan fuerte como el amor, e incluso más útil desde el punto de vista del Dominio. ¿Había sentido Sarhaddon amor? Me hice esa pregunta, aunque mi propia experiencia no me acreditara como experto.
— Nuestros caminos se han cruzado todo el tiempo. A bordo de esa manta, Etlae te envió en una dirección y a mí en la otra, pero lo que nos sucedió a ambos durante ese año fue más o menos lo mismo. También tú tendrías que haber ido a la Ciudad Sagrada, pero en lugar de Ravenna. De hecho, en dos ocasiones.
Esa manta. El Paklé, el buque que nos había conducido desde Pharassa hasta Taneth pero que fue abordado por sorpresa por
Etlae y el Estrella Sombría. Como la habíamos reconocido, Etlae tenía que mantenernos callados, obligando a Sarhaddon al silencio y dejándome a mí durante un año en la Ciudadela. Eso había sido idea de Ravenna, y estando presente también el rector de la Ciudadela, Ukmadorian, Etlae no tuvo más remedio que estar de acuerdo.
— Etlae no deseaba depender de mi silencio ni del tuyo. Deberías haberme acompañado, pero los heréticos interfirieron y te llevaron lejos, hasta su isla. Permanecí absorto, en silencio, mirándolo con inseguridad. Palatina y yo habíamos sido raptados al final de nuestra estancia en Taneth. Nuestros secuestradores eran hombres de Foryth. O al menos eso pensábamos, pero ¿había sido así? ¿O era todo apenas una coartada para aparentar que Palatina, por aquel entonces secretaria de Hamílcar, había sido el blanco de un nuevo y absurdo episodio de la enemistad entre esas dos grandes familias?
Si Sarhaddon estaba diciendo la verdad, y yo debía admitir que ahora todo parecía cobrar más sentido, entonces los secuestradores habían sido sacri, cuyas órdenes consistían en llevarme a ia Ciudad Sagrada. No era algo inusual que el heredero de un clan o una familia pasase un año bajo la disciplina religiosa, y, en la Ciudad Sagrada, yo no hubiera tenido escapatoria. Pero Ravenna había estado siguiendo mis pasos, junto con otros dos tripulantes del Estrella Sombría, y había intervenido a tiempo. —Antes de que vuelvas a llamarme fanático, Cathan, mírate a ti mismo— dijo Sarhaddon con voz tranquila— Mientras estaba en la Ciudad Sagrada, cambié de opinión y comprendí que es importante la existencia de una fe única para todo el mundo. Y tú te has convencido al mismo tiempo de lo contrario. —Eso no es cierto— objeté automáticamente— Me mostraron lo que ha hecho el Dominio a lo largo de los siglos. —Tu mente está tan cerrada como dices que está la mía.— En la voz de Sarhaddon no se percibían señales de rencor ni voluntad de intimidar— Durante aquel viaje cambió tu opinión sobre el Dominio, pero todavía pensabas que era, esencialmente, una fuerza del bien. Ahora te has propuesto que sea destruido. ¿No es eso igualmente extremado? —¿Acaso he intentado matarte alguna vez?— protesté— .Tu lógica y tus palabras son apropiadas, pero ¿qué podrías decirme de tus actos?
Midian, Lexan y yo intentamos disuadir a Etlae de condenarte. ¡Piensa, Cathan! ¿Qué hubiese ganado Lexan con tu muerte? Tu padre le habría declarado una guerra sin cuartel y, una vez recuperado Moritan, sería el fin de Lexan, sin lugar a dudas. Lexan deseaba eliminar a Lepidor como clan rival, no quería una enemistad que llevase a una guerra civil.
¿Cómo te atreves a afirmar eso? —casi le grité, consternado por su increíble arrogancia y la monstruosidad de sus mentiras— ¿Me dices que no estuviste involucrado en ello, que no pensabais matar a ese joven del Archipiélago, Tetrakea, si la lucha no acababa? ¿Me dices que no queríais encender la hoguera? Sueñas si pretendes que yo crea lo que intentas afirmar.
— Me ordenaron ofrecerte una última oportunidad.
— No te creo.
— Etlae no quería ver que se equivocaba. Estoy seguro de que todavía pensaba que la faraona estaba allí.
— Etlae era una fanática traicionera. Debería de haberse unido a la corte imperial y no al Dominio. Ella y Orosius se habrían llevado bien.
— ¿También estás implicado en una traición al emperador, Cathan?
— Traición, herejía, ¿cuál es la diferencia a los ojos del Dominio? Lachazzar cree que todos los gobernantes deberían someterse a su autoridad, aunque estoy seguro de que olvida eso, convenientemente, cuando negocia con el emperador. Supongo que ahora lo admiras. Un genuino e insobornable defensor de la fe, un primado iluminado.
— Un haletita —dijo Sarhaddon de pronto— No estoy de acuerdo con su deseo de iniciar una nueva cruzada. Lachazzar es fiel a sus ideas, pero no todos sus seguidores aceptan el modo en que emplea a los sacri. La mayoría de los sacri que murieron durante la cruzada eran inocentes de herejía. Perdimos a una generación entera devota al Dominio por ese motivo, y podríamos perder otra. Tú mismo lo has dicho: existen muchos en la jerarquía con deseos de que el Dominio dirija el mundo. ¿Para qué gobernar una tierra estéril?
— Esos sabios te enseñaron también a fingir y mentir —sugerí con amargura, alejándome de él— Lo que veo ahora ante mí es a un inquisidor, un fanático, tendiendo redes de engaños para convencerme. En Lepidor estabas preparado, y supongo que con mucho placer, para encender aquella hoguera siguiendo las órdenes de Etlae y quemar vivas a veintitrés personas. Sin juicio previo, ni siquiera haciendo un simulacro, sin confesión, desafiando incluso las leyes del Dominio... Sabias que por lo menos la mitad de esa gente era inocente, pero ni siquiera le dijiste a Etlae que no lo harías, que ella tendría que mandar que uno de los sacri llevase la antorcha. Puedes perdonarte a ti mismo, pero ninguno de nosotros lo hará jamás. Y nunca me convencerás de que hacías algo justo, por mucho que lo intentes.
— No fue justo, lo sé. Cuando llegué allí, ignoraba lo que Etlae planeaba hacer. Pensaba que tú habías sido acusado de herejía y enviado de regreso con nosotros a la Ciudad Sagrada. Ella nos dijo incluso que tu familia podría seguir gobernando mientras renovase su juramento de alianza con el Dominio y permitiese que Midian ejerciese su mandato con libertad.
— ¿Y tú lo creíste? —Tuve que creerlo. Llevaba sólo un mes fuera del seminario. Tú y yo éramos las únicas dos personas que conocían su doble vida. Tú eres un enemigo del Dominio, un hereje, pero a la vez un mago extremadamente poderoso y, como Ravenna, podríais haber sido reeducados como magos del Fuego. Eso era lo que yo quería que ocurriese, y lo que me dijeron que sucedería.
— Y sin embargo todavía no consigues explicarlo, ¿verdad? Todas tus excusas floridas, tus comparaciones, no pueden disfrazar el hecho de que estabas a punto de encender aquella hoguera.
— Como te dije, Etlae deseaba ofrecerte una última oportunidad —repitió, visiblemente conmovido por primera vez— Y te diré esto porque debo hacerlo: Etlae empleaba el terror como arma. No te permitía la menor oportunidad real de elección; estaba furiosa por lo cerca que habías estado de destruirla y porque todavía podías desafiarla.
Me clavó la mirada, iluminada por una especie de frío fervor. —Todos discutimos su decisión. Ella cedió y nos dijo qué hacer. Yo debía encender la hoguera y permitir que las llamas se extendieran por el lado. El mago era perfectamente capaz de controlarlas, como sabes— sostuvo haciendo un ademán en dirección a uno de los lados del oscuro pasillo— No discutas ese punto. Tú también eres un mago. Pasaste una noche en las celdas, esperando morir, y fuiste atado a un madero, observando cómo las llamas se aproximaban a ti. Entonces yo te hubiese ofrecido una oportunidad, no sólo para salvarte a ti, sino para salvar a los demás, pues yo era el único entre todos al que conocías de verdad. Habrías aceptado mi oferta porque implicaba salvar a todos los demás. Habrías accedido a cualquier cosa que ella exigiera para salvar sus vidas.