Inquisición (33 page)

Read Inquisición Online

Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Inquisición
8.41Mb size Format: txt, pdf, ePub

Al menos allí había más embarcaciones, oscuras siluetas contra el agua y el marco gris de las montañas que lo rodeaban todo. No tantas naves como hubiese imaginado, nada sorprendente en una tarde invernal tan poco propicia, pero más de las que podían divisarse en cualquier otro sitio en idéntica época del año. En medio de un anillo montañoso, Qalathar estaba protegida de la furia de las tormentas, viniesen de donde viniesen. Permanecí solo en cubierta hasta que el galeón comenzó a virar a babor, a través del desparejo conjunto de las islas Ilahi, rumbo a la capital de Qalathar. Ravenna estaría allí, en algún sitio, salvo que hubiese sido escondida por sus fuerzas leales. Pero eso me parecía improbable. No la imaginaba aceptando su confinamiento en las montañas mientras otros hacían el trabajo. Las montañas. Volví la mirada hacia la parte posterior del buque, en dirección al oeste, pero sólo se distinguían agua y nubes. Estábamos demasiado lejos para ver los enormes acantilados de Tehama que Ravenna me había descrito. Apenas se percibía una línea de nubes púrpura más oscuras en la distancia, con ocasionales destellos luminosos.

Ahora íbamos con viento a favor, de modo que no tardamos en deslizamos por la parte exterior de las islas Ilahi, inmensas masas rocosas emergiendo verticalmente del mar. Unas pocas tenían poblados al pie de sus cumbres, y me pregunté cómo se podría llegar hasta allí. No parecía haber ninguna clase de muelle, y algunas islas estaban rodeadas por todos lados de acantilados verticales. Sin duda eran lugares muy seguros para defenderse, pero muy incómodos para vivir. Comencé a desear que alguien se me uniese en cubierta, al menos durante unos minutos. No Mauriz, pues no tenía ánimos para soportarlo. Pero no me hubiese molestado la compañía de Telesta o de Palatina. En especial me hubiese agradado ver a Telesta...

Había podido aprovechar su biblioteca durante muy poco tiempo, apenas tres o cuatro días antes de que Mauriz perdiese la paciencia. Según nos había informado el comandante del puerto, no habría mantas con destino a Qalathar hasta dos semanas más tarde. Una terrible tormenta submarina entre Ilthys y Thetia había hecho imposible viajar desde el norte.

Mauriz no estaba habituado a verse frustrado de esa forma, y tampoco el resto de sus compañeros. Incluso Palatina parecía haber caído en el modo de ser thetiano, suponiendo que las cosas saldrían bien por el mero hecho de ser quien era.

Me pasé la mayor parte de los días siguientes en el consulado Polinskarn, huyendo del clima de reproches mutuos que sobrevolaba el consulado Scartari. Allí no había nadie merodeando y tenía el tiempo, la paz y la tranquilidad para leer el libro de Salderis.

Siempre me había parecido que su título era muy extraño para pertenecer a una obra científica. Fantasmas del paraíso sonaba más bien como una balada, o quizá como un oratorio thetiano. Pero, en cuanto empecé su lectura, familiarizándome con la teoría de la autora, pronto dejó de parecerme un título inapropiado. Todo mago digno de tal nombre sabía que la atmósfera estaba contaminada con restos de la magia de Tuonetar empleada hacia el fin de la guerra. Pese a sus avances tecnológicos, los habitantes de Tuonetar se habían visto forzados a depender más y más de la magia para ayudar a sus exhaustas tropas.

Lo que había descubierto Salderis, y no un mago, era que dichos residuos eran bastante más que eso.

Su teoría estaba formulada de una forma tan elegante que parecía imposible creer que le hubiera llevado tanto tiempo desarrollarla (y que nadie hubiese repetido jamás su hazaña). Se decía que había compuesto su obra para esa torre de marfil académica donde se decía que vivía. Y, sin embargo, algunos de sus pasajes parecían contradecir de modo tajante tal afirmación, empezando por el hecho evidente de que Salderis había realizado extensas prácticas oceanográficas a lo largo de muchos años.

El primer día mismo, la expedición a las islas del Fin del Mundo quedó atrapada en medio de la implacable fuerza del viento, que hizo imposible incluso abrir la puerta. Eso no hubiese sido tan malo de haber tenido víveres dentro del edificio. Desgraciadamente no era así. Los habitantes del Fin del Mundo están habituados al clima y guardan provisiones, pero, como éramos un grupo de forasteros ignorantes, nos vimos totalmente desprevenidos. Así que pasamos unas cuantas horas muy desagradables esperando a que cesase el viento. Éstas son tristes ruinas para alguien del Archipiélago y fueron denominadas islas de los Benditos por los primeros explorado res que llegaron aquí.

Por cuanto yo sabía, nadie había sido capaz de explicar por qué el Fin del Mundo había sido devastado, mientras que otros grupos de islas al parecer idénticas, como Ilthys, habían permanecido intactas. Salderis daba unas cuantas teorías, comentando que el efecto de las tormentas sobre la vida en las islas debía estudiarse al menos con tanto detalle como las tormentas mismas. Y seguía, pero dejaba un rastro detrás, del mismo modo que lo hacían siempre los escritores thetianos. Sin importar lo erudito que fuese su trabajo, el carácter del autor siempre salía a la luz. Eran muy escasas las menciones al Dominio, salvo en un pasaje.

Se ha sospechado durante mucho tiempo que el Dominio posee métodos para predecir las tormentas y que, de alguna forma, advierte de ellas a sus templos en toda la extensión del planeta. Sin embargo, muy pocos saben cómo lo consiguen. La Inteligencia Imperial ha sido muy generosa al revelarme, involuntariamente, lo poco que se sabe sobre las características de las montañas situadas al noroeste de Mons Ferranis. Es un secreto muy bien guardado, pero, al parecer, no todos los sacri son inmunes a los deseos que nos invaden al resto de los mortales, y en ocasiones es posible convencerlos de que lo cuenten.

Por cuanto puedo decir, el Dominio tiene acceso a algún tipo de observatorio volante o al menos a las imágenes que éste produce. Así puede contemplar todo el planeta desde arriba y ver las tormentas mientras se van formando. El valor científico que esto tiene es incalculable, pero el Dominio no está interesado en la ciencia ni en los creadores de este observatorio volante, sea lo que sea. El observatorio parece haber estado allí antes que las tormentas, lo que nos lleva a otro interrogante: ¿Están las tormentas y el observatorio relacionados de alguna manera? Los habitantes de Tuonetar eran sin duda los catalizadores de las tormentas, pero ¿fue su habilidad para observar el mundo desde arriba un factor decisivo para la aparición de las tormentas? Y, lo que es más crucial, dada la fecha de la primera supertormenta registrada, a mediados del verano de 2559, ¿es posible que los habitantes de Tuonetar utilizasen el sistema para ver el desarrollo de las tormentas?

Salderis no mencionaba la Historia y omitía también la versión de la guerra allí descrita. Ni siquiera el propio Dominio negaba que las tormentas hubiesen comenzado en tiempos de la guerra de Tuonetar, como efecto secundario de armas desconocidas. En su versión de los sucesos, la población de Tuonetar había intentado defenderse contra una incierta agresión thetiana. En todo caso, el resultado era el mismo.

Aquella tarde, tras concluir la lectura del libro de Salderis, me recliné en la silla y lo miré con atención, concentrado en la última página, aún abierta. Mi cuerpo estaba tieso y dolorido por llevar sentado en la misma posición prácticamente todo el día. No había estado fuera de la biblioteca más de media hora, y allí dentro no había sillas cómodas, al menos no para alguien poco acostumbrado a los muebles thetianos.

No importaba. Mi cabeza vagaba en un confuso mar de ideas que todavía intentaba captar con precisión. No había tenido tiempo de asimilar todas las teorías de Salderis, pero había leído sus palabras.

Resultó que el título del libro era totalmente apropiado, pero seguía luchando por aceptar el horrible concepto implícito en las últimas páginas. Hasta llegar a la conclusión Salderis no revelaba con exactitud lo que quería expresar denominando a la obra Fantasmas del paraíso. Era como si ella estuviese a punto de cruzar la línea que había entre la genialidad del resto de la obra y una cierta forma de demencia. Todo lo que quedaba de un mundo mejor... Acaso intentaba decir lo que me parecía? ¿O era que estaba cansado y veía cosas que no existían? No podía determinarlo en ese momento. Era indiscutible cuál era el contenido del libro, así como por qué resultaba tan peligroso para el Dominio. Pero su sentido implícito, lo que Salderis sugería entre líneas, me parecía peligroso para mí mismo. De pronto, la idea de interferir con las tormentas dejó de parecerme buena. Me enfrentaba a cosas que iban más allá de la experiencia humana. Los magos de Tuonetar que habían desarrollado el ciclo de tormentas empleaban magia humana a una escala planetaria. Lo que yo pretendía hacer era exactamente lo opuesto: emplear la magia planetaria en un campo que era demasiado pequeño para ser seguro. —¿Cathan?

No había oído entrar a Telesta. Levanté la mirada.

— Pareces exhausto— me dijo.

— ¿Cómo es posible? —protesté— , si no he hecho nada.
—Con la mente exhausta. Apenas te has movido en todo el día, pero has leído todo ese libro en unas pocas horas. La mayoría de la gente tarda muchas horas en acabarlo, por mucha voluntad que pongan.

— No me queda tanto tiempo.

— De todos modos es admirable. Ven, te ayudaré a incorporarte. Cerré el libro y me puse de pie cogiendo su mano. Me invadió de pronto una ola de mareo, pero conseguí mantener el equilibrio. —Gracias. A través de las ventanas el cielo se veía oscuro y llovía otra vez, aunque la tormenta no era tan terrible en Ilthys como lo hubiese sido en Lepidor.

— ¿Siempre te has dedicado a la oceanografía? —me preguntó mientras apagaba las antorchas de éter. Luego abandonamos el pequeño salón donde había estado trabajando y pasamos a la relativa comodidad de su estudio.

— Sí, pero sólo en el mar; desde los quince años más o menos. No era de ningún modo mi único interés, pero había pasado más tiempo en el mar que cualquiera de mis amigos, ya fuera buceando, navegando o nadando.

— Durante mucho tiempo me pregunté si no habíamos cometido un error contigo, si serías en verdad un Tar' Conantur. Todos tus familiares han estado siempre obsesionados por alguna actividad. Se dice que Perseus era como tú pero interesado en la música y la pintura. Palatina no ha dejado de pensar en instaurar una república desde que tuvo edad suficiente, mientras que Orosius... —Telesta hizo una pausa con la mirada perdida— Orosius lleva todo al extremo. Nunca me pareció que tú tuvieses esa clase de pasión por algo, como le sucede al resto de tu familia. Ahora comprendo que tu gran interés sólo estaba oculto. ¿Has conocido a Orosius? —pregunté. Me resultaba imposible llamarlo «mi hermano».

— Lo he visto unas cuantas veces —admitió al tiempo que guardaba en varios sobres papeles de su escritorio— Hace unos años trabajé en los Archivos Imperiales, justo después de su enfermedad, y alguna vez él iba allí. Los Archivos son un sitio muy lúgubre, y creo que Orosius los sentía como una especie de hogar espiritual. Ninguno de sus ministros vino jamás, por miedo a perderse. Pero en ocasiones me lo encontraba a él en los rincones más alejados. Era una persona... inestable. Y muy fría.

La voz de Telesta sonaba tranquila, pero me dio la impresión de que sus sentimientos hacia Orosius habían sido bastante más intensos que una mera incomodidad. Ella era cinco o seis años mayor que yo, y Orosius tenía trece años cuando enfermó. Había una explicación obvia sobre cómo podía haberle inspirado temor a una mujer seis años mayor, pero no me pareció que fuese el caso.

— No te preocupes —le dije. Estaba claro que Telesta no quería hablar al respecto.

— No me preocupo. Sé que es tu hermano, Cathan, pero muy pocas personas en Thetia sentirían pena si se muriese ahora mismo. Creo que no lo lamentaría nadie de su familia. Palatina lo odia, Arcadius se pavonearía con deleite y se apresuraría en ser designado emperador, y a Neptunia no le caería ni media lágrima.

Neptunia era la madre de Palatina, la tía de Orosius.

Descubrí que no deseaba pensar en Orosius. No mientras todavía tuviese las palabras de Salderis en mente. Me despedí y regresé al consulado Scartari en medio de la lluvia, con la cabeza llena de conjuntos de corrientes, ciclos de tormentas, tornados, e imágenes de islas desoladas en el Fin del Mundo, rocas estériles donde alguna vez había habido verdes junglas y cultivos. Ése era el

efecto que podían causar las tormentas desatadas en el sitio incorrecto, empleadas inadecuadamente.

Dos días después, Mauriz le pagó al capitán y propietario del galeón de carga una suma exorbitante para que nos condujese a Qalathar. El hombre se negó a llevar a más de diez personas de nuestro grupo, de manera que los marinos supervivientes de la destrucción del Lodestar se quedaron en Ilthys al cuidado del cónsul.

«Sarhaddon y Midian ya deben de haber llegado haciendo su entrada triunfal», pensé mientras miraba Tandaris, la capital de Qalathar, que empezaba a tomar forma en un lado de la colina enfrente de nuestro buque. Parecía que ya se había puesto el sol, ya que el cielo era de un gris oscuro uniforme y no se percibían claros entre las nubes. Volvía a llover, y empezaba a sentir las consecuencias de permanecer tanto tiempo en cubierta con la ropa húmeda. Había bajado al interior del galeón hacía una hora y media para cambiarme, y ahora estaba de pie en el castillo de popa, cubierto por un impermeable, observando las luces de Tandaris en medio de la oscuridad. —Habría sido agradable verla a la luz del día— comentó Palatina, de pie a mi lado— ¿Crees que siempre es así? ¿Estaba algo más sociable; había perdido de momento el deseo de estar solo y me alegró su llegada. Al igual que yo, llevaba un impermeable y tenía puesta la capucha, como un sacerdote. La diferencia estaba en que nuestras prendas eran gruesas y de confección más sencilla, mientras que los sacerdotes usaban túnicas livianas y fabricadas a medida y en relación con el clima del lugar.

— ¿Qué hay de las enfermedades tropicales? —pregunté. Qalathar parecía el tipo de lugar densamente poblado por molestos y sanguinarios insectos.

— A veces eres tan deprimente. Pero tú eres thetiano; no cogerás ninguna enfermedad grave.

Ea un comentario bastante pesimista por mi parte, pero lo cierto es que el tema me preocupaba. En la isla de la Ciudadela no había mosquitos ni fiebres peligrosas, pero casi todos, excepto Palatina, habíamos pasado algunos días deseando no haber ido allí tras contraer una u otra enfermedad desconocida. Palatina, por supuesto, nunca contrajo nada.

Other books

As I Die Lying by Scott Nicholson
Night Magic by Susan Squires
Unbound Surrender by Sierra Cartwright
SEALs of Honor: Markus by Mayer, Dale
Bare Bones by Bobby Bones
All That Matters by Yolanda Olson