Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva (9 page)

BOOK: Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva
9.7Mb size Format: txt, pdf, ePub

Mientras se lanzaba hacia la cumbre, tumultuoso y agitadamente, la distancia que se abría a sus pies no le había inquietado excesivamente, pero ahora que se encontraba suspendido el abismo le encogía el corazón y le paralizaba la mente. Tenía los dedos blancos del dolor y la tensión. Hacía rechinar los dientes, que se golpeaban de forma incontrolada. Los ojos le giraban en las órbitas con oleadas procedentes de los más cimbreantes extremos del vértigo.

Con un enorme esfuerzo de voluntad y fe, simplemente se dejó caer y se dio un impulso hacia arriba.

(1). Cresta de plumas de adorno,

(2). Conjunto desordenado.

(3). Dignidad eclesiástica inferior a la de obispo.

Se sintió flotar. Y alejarse. Y luego, en contra de toda intuición, subir. Y subir.

Echó los hombros atrás, bajó los brazos, miró hacia arriba y se dejó arrastrar tranquilamente, cada vez más alto.

Al cabo de poco, en la medida en que tales términos tuviesen algún sentido en aquel universo virtual, salió a su encuentro un saliente al que podía agarrarse y trepar.

Alzó los brazos, se agarró, trepó.

Jadeó ligeramente. Aquello requería cierto esfuerzo.

Se sentó en el saliente, sujetándose bien. No estaba seguro de si para no caerse o para no elevarse, pero necesitaba aferrarse a algo mientras inspeccionaba el mundo en que se encontraba.

La altura, que se movía y giraba, le hizo rodar y le volvió la mente del revés hasta que, con los ojos cerrados y gimoteando, se encontró abrazado a la espeluznante pared de la gigantesca montaña.

Poco a poco fue recobrando la respiración. Se repitió que sólo estaba en una representación gráfica del mundo. En un universo virtual. En una realidad simulada. Podía salir de ella en seguida, en cualquier momento.

Salió de ella.

Se encontraba sentado frente a un terminal informática en una silla giratoria de color azul, imitación de cuero, rellena de gomaespuma.

Se tranquilizó.

Estaba pegado a la pared de una cumbre increíblemente alta, colgado en un angosto saliente sobre un abismo de tales dimensiones que la cabeza le daba vueltas.

No era sólo que el paisaje se extendiese a tanta distancia de sus pies: deseó que dejara de girar y oscilar.

Le hacía falta un asidero. No en la pared de la roca, que era una ilusión. Tenía que encontrar algo a lo que agarrarse para dominar la situación, para ser capaz de mirar al mundo físico en que se encontraba al tiempo que se desprendía emocionalmente de él.

Se agarró bien mentalmente y entonces, igual que había salido de la pared de la cumbre, desechó la idea de altura y se encontró allí sentado, sano y salvo. Miró al mundo. Respiraba bien. Estaba tranquilo. De nuevo dominaba la situación.

Se hallaba en un modelo topológico cuadridimensional de los sistemas financieros de la Guía, y muy pronto alguien o algo querría saber por qué.

Y allí lo tenía.

A través del espacio virtual, se acercó en picado una pequeña bandada de malignas criaturas de ojos acerados, cabecitas puntiagudas y bigotes finos, que le preguntaron con displicencia quién era, qué hacía allí, qué autorización tenía, qué autorización tenía su agente de autorización, qué medidas tenía de pernera interior del pantalón y así sucesivamente. Rayos láser se desplazaban por todo su cuerpo como si fuese un paquete de galletas en la caja de un supermercado. Las pistolas láser de combate se mantenían, de momento, en la reserva. Daba igual que todo aquello ocurriese en el espacio virtual. El hecho de que un láser virtual lo matase virtualmente a uno en el espacio virtual era tan eficaz como en la propia realidad, porque se estaba igual de muerto.

Los lectores láser se excitaban cada vez más a medida que le recorrían las huellas dactilares, la retina y el contorno folicular por donde su cuero cabelludo iba quedándose desnudo. Sus averiguaciones no les gustaban nada. El parloteo y los gritos con que formulaban preguntas insolentes y muy personales iban subiendo de tono. Un pequeño raspador quirúrgico se le aproximaba a la piel de la nuca cuando Ford, conteniendo el aliento y rezando muy poquito, sacó del bolsillo el Ident-i-Klar de Van Harl y lo agitó delante de las criaturas.

Al momento, todos los láser se concentraron en la pequeña tarjeta y, retrocediendo, acercándose y penetrando en su interior, estudiaron y leyeron hasta la última molécula.

Entonces, con la misma brusquedad, se detuvieron.

Toda la bandada de pequeños inspectores virtuales se puso en posición de firmes.

—Nos alegramos de verlo, míster Harl— dijeron al unísono—. ¿Podemos servirle en algo?

Ford esbozó una lenta y maliciosa sonrisa.

—¿Sabéis que me parece que sí?

Cinco minutos después había salido de allí.

Unos treinta segundos para hacer el trabajo y tres minutos con treinta segundos para borrar las pistas. Podía haber hecho lo que hubiese querido en la estructura virtual, o casi. Podía haber traspasado a su nombre la propiedad de toda la compañía, pero dudaba de que la operación hubiera pasado inadvertida. De todas formas, no le apetecía. Habría supuesto responsabilidades, pasarse las noches trabajando en el despacho, sin mencionar pesadas y largas investigaciones para descubrir fraudes ni una buena cantidad de tiempo en la cárcel. Quería algo que nadie notara salvo el ordenador: ésa era la parte que le llevó treinta segundos.

Lo que le llevó tres minutos y treinta segundos fue programar el ordenador para que no notase que había notado algo.

Debía negarse a saber lo que Ford se traía entre manos, y entonces él le dejaría racionalizar tranquilamente sus propias defensas contra la información que alguna vez surgiese. Era una técnica de programación diseñada a partir de esos bloqueos mentales un tanto psicóticos que, según se ha observado, se manifiestan invariablemente en algunas personas completamente normales cuando las eligen para un cargo político de importancia.

El otro minuto lo consumió en descubrir que el sistema del ordenador ya tenía un bloqueo mental. Enorme.

No lo habría descubierto si no se hubiese dedicado a crear su propio bloqueo mental. Se encontró con un verdadero montón de lógicos y refinados procedimientos de rechazo, así como métodos secundarios de distracción, justo donde pensaba instalar el suyo. El ordenador rechazó todo conocimiento de ellos, claro está, y luego se negó rotundamente a aceptar que incluso hubiese algo cuyo conocimiento debiera rechazarse, y era tan convincente en todos los aspectos que Ford hasta llegó a pensar que debía de haber cometido un error.

Era impresionante.

Estaba tan impresionado, en realidad, que no se molestó en instalar sus propios procedimientos de bloqueo mental, limitándose a establecer llamadas entre los que ya existían, que luego se conectaban entre sí al ser interrogados, y así sucesivamente.

Se dispuso entonces a quitar los pocos códigos que había instalado y, para su sorpresa, descubrió que no estaban. Maldiciendo, los buscó por todas partes pero no encontró ni rastro de ellos.

Estaba a punto de empezar a instalarlos de nuevo cuando comprendió que no los encontraba porque ya estaban funcionando.

Esbozó una sonrisa de satisfacción.

Intentó descubrir cómo funcionaba el otro bloqueo mental del ordenador, pero naturalmente debía de estar protegido por un bloqueo mental. En realidad, era tan bueno que no pudo encontrar ni rastro de él. Se preguntó si no serían figuraciones suyas. Si no habría imaginado que tenía relación con algo del edificio, algo que ver con el número trece. Hizo unas cuantas pruebas. Sí, evidentemente se lo había imaginado.

Ya no había tiempo para rutas caprichosas, estaba claro que se había desencadenado una importante alerta de seguridad. Ford subió a la planta baja para tomar un ascensor directo desde allí. Tenía que arreglárselas para devolver el Ident-i-Klar al bolsillo de Harl antes de que lo echaran en falta. Pero no sabía cómo.

Al abrirse las puertas, apareció una numerosa cuadrilla de guardias y robots de seguridad que esperaban el ascensor esgrimiendo armas de peligroso aspecto.

Le ordenaron que saliese.

Encogiéndose de hombros, Ford dio un paso al frente. Empujándole groseramente, entraron en el ascensor para bajar a los niveles inferiores y seguir buscándolo.

Qué divertido, pensó Ford, dando a Colin una palmadita amistosa. Era el primer robot verdaderamente útil que había encontrado jamás. Colin iba delante de él, flotando en un estado de éxtasis gozoso. Ford se alegró de haberle puesto nombre de perro.

Estuvo muy tentado de marcharse en aquel preciso momento y confiar en que todo saliese bien, pero pensó que habría más posibilidades de éxito si Harl no descubría la falta de su Ident-i-Klar. Tenía que devolverla sin que se enterasen, como fuese.

Se dirigieron a los ascensores directos.

—¡Hola!— saludó el ascensor al que subieron.

—¡Hola!— contestó Ford.

—¿Adónde puedo llevaros hoy, amigos?— preguntó el ascensor.

—Al piso veintitrés.

—Parece un piso bastante solicitado— comentó el ascensor.

—Humm— murmuró Ford, sin gustarle el cariz que tenía aquello.

El ascensor iluminó el número veintitrés en el panel de los pisos y salió zumbando hacia arriba. A Ford le extrañó algo del panel, pero no logró determinarlo y lo olvidó. Le preocupaba más la idea de que el piso a que se dirigía estaba muy solicitado. No había pensado verdaderamente en cómo enfrentarse a lo que estuviera pasando allí porque ignoraba con qué iba a encontrarse. Pero tenía que estar preparado.

Ya habían llegado.

Las puertas se abrieron.

Calma siniestra.

Pasillo vacío.

La puerta del despacho de Harl estaba envuelta en una ligera capa de polvo. Ford sabía que aquel polvo consistía en billones de minúsculos robots moleculares que habían salido de la madera para ensamblarse entre sí, reconstruir la puerta, desmontarse y volver a penetrar en la madera, donde esperarían a que se produjeran nuevos desperfectos. Ford se preguntó qué clase de vida era aquélla, pero no por mucho tiempo, porque en aquel momento le preocupaba mucho más su propia vida.

Respiró hondo y echó a correr.

9

Arthur se encontró un poco perdido. Tenía ante sí toda una Galaxia, y se preguntó si no sería ruin de su parte el quejarse de que le faltaban dos cosas: el mundo en que había nacido y la mujer que amaba.

Había que fastidiarse, pensó, y sintió necesidad de orientación y consejo. Consultó la Guía del autoestopista galáctico. Buscó «orientación» y encontró: «Véase CONSEJO». Miró «consejo» y la Guía dijo: «Véase ORIENTACIÓN». últimamente hacía muchas cosas por el estilo, y se preguntó si no le tendría más locuras reservadas.

Se dirigía al extremo confín oriental de la Galaxia donde, decían, se hallaba la verdad y la sabiduría, sobre todo en el planeta Hawalius, tierra de oráculos, profetas y adivinos, pero también de pizzas para llevar, porque la mayoría de los místicos eran absolutamente incapaces de prepararse la comida,

Parecía, sin embargo, que sobre aquel planeta había caído una especie de calamidad. Mientras Arthur paseaba por el pueblo donde vivía la mayor parte de los profetas, en las calles se respiraba cierto aire de desánimo. Se cruzó con un profeta que estaba cerrando su negocio con aire abatido y le preguntó qué ocurría.

—Ya no vienen a vernos— contestó el profeta en tono áspero mientras clavaba una tabla sobre la ventana de su cabaña.

—Ah. ¿Y por qué?

—Sujete el otro extremo de la tabla y se lo mostraré.

Arthur sostuvo el extremo sin clavar de la tabla y el viejo profeta se escabulló en las profundidades de la cabaña, de donde volvió a aparecer unos momentos después con una pequeña radio Sub-Etha. La encendió, movió un poco el dial y la colocó en un pequeño banco de madera donde solía sentarse a decir profecías. Luego volvió a sujetar la tabla y siguió dando martillazos.

Arthur se sentó a escuchar la radio.

-...se confirmará— decía la radio—. Mañana, el Vicepresidente de Poffla Vigus, Roopy Ga Stip, anunciará su intención de presentarse a la Presidencia. En un discurso que mañana pronunciará en...

—Ponga otra emisora— le dijo el profeta. Arthur apretó el botón de preselección.

-... se nego a hacer comentarios— dijo la radio—. La semana próxima, el número total de desempleados en el sector de Zabush será el peor desde que se empezó a llevar la cuenta. Un informe que se publicará el mes que viene dice que...

—Busque otra— gritó malhumorado el profeta. Arthur volvió a apretar el botón.

-... lo negó categóricamente— dijo la radio—. El mes próximo, la boda real entre el príncipe Gid de la dinastía Soofling y la princesa Hooli de Raui Alfa será la ceremonia más espectacular que se haya visto jamás en los Territorios Bianyi. Nuestra enviada especial Trillian Astra nos envía su crónica desde allí.

Arthur pestañeó.

De la radio surgió el clamor de multitudes vitoreantes y el bullicio de una banda militar. Una voz muy familiar dijo:

—Pues bien, Krart, la escena que se desarrolla aquí, a mediados del mes que viene, es absolutamente increíble. La princesa Hooli está radiante, con un...

El profeta dio un manotazo a la radio, lanzándola del banco al polvoriento suelo, donde cacareó como un gallo desafinado.

—¿Ve con lo que tenemos que luchar?— gruñó el profeta—. Venga, sujete esto. Eso no, esto. No, así no. Con esto hacia arriba. Al contrario, estúpido.

—Estaba escuchando eso— se quejó Arthur, cogiendo torpemente el martillo del profeta.

—¡gual que todo el mundo. Por eso este sitio parece un pueblo fantasma.

Escupió en el polvo.

—No, me refiero a que me parecía alguien conocido.

—¿La princesa Hooli? Si tuviera que ir por ahí saludando a todos los que conocen a la princesa Hooli, me harían falta unos pulmones nuevos.

—La princesa no— repuso Arthur—. La periodista. Se llama Trillian. No sé de dónde ha sacado el Astra. Es del mismo planeta que yo. Me pregunto por dónde andará.

—Pues últimamente anda por todo el continuo. Aquí no recibimos las emisoras de televisión tridimensional, desde luego, gracias al Gran Arkopoplético Verde, pero se la oye en la radio; va pindongueando de acá para allá por el espacio-tiempo. Esa joven quiere encontrar una era sin sobresaltos donde sentar la cabeza. Todo eso acabará en llanto. Probablemente ya habrá terminado así.

Other books

Cómo mejorar su autoestima by Nathaniel Branden
Happy Are the Happy by Yasmina Reza
Lanie's Lessons by Maddie Taylor
The Family Hightower by Brian Francis Slattery
Sunset Boulevard by Zoey Dean
The Heart is a Lonely Hunter by Carson McCullers