Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva (10 page)

BOOK: Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva
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Blandió el martillo y se asestó un fuerte golpe en el pulgar. Empezó a hablar en varias lenguas.

El pueblo de los oráculos no era mucho mejor.

Le habían dicho que si buscaba un buen oráculo lo mejor era dirigirse al que consultaban los demás oráculos, pero estaba cerrado. A la entrada había un letrero que decía: «Ya no sé nada. Pruebe en la puerta de al lado, pero sólo es una sugerencia, no un consejo oficial del oráculo.»

«La puerta de al lado» era una gruta a unos centenares de metros de distancia, y Arthur se puso en camino hacia ella.

Humo y vapor ascendían, respectivamente, de una fogata y de un puchero abollado suspendido sobre las llamas. Del puchero también salía un olor desagradable. Al menos, Arthur supuso que salía del puchero. Tendidas de una cuerda, se secaban al sol las vejigas infladas de una especie de cabra típica de la región y de ahí podía venir el olor. A una distancia inquietantemente escasa, había una pila de cadáveres de aquella especie de cabras y el tufillo también podía venir de allí.

Pero el olor podía proceder igualmente de la anciana ocupada en espantar las moscas de la pila de cadáveres. Era una tarea imposible porque cada mosca tenía más o menos el tamaño de un tapón y la anciana sólo utilizaba una raqueta de tenis de mesa. Además parecía cegata. De vez en cuando acertaba a una mosca con alguna de sus desenfrenadas paletadas y, tras un ruido sordo y sumamente gratificante, la mosca salía proyectada por los aires y acababa aplastada contra una roca a unos metros de la entrada de la cueva.

A juzgar por su semblante, daba la impresión de que la anciana vivía para esos momentos.

Arthur contempló durante un rato ese extraño ejercicio desde respetuosa distancia, y al fin tosió suavemente para tratar de llamar su atención. Pero, lamentablemente, la tos, suave y cortés, supuso la inhalación de atmósfera local en mayores cantidades que hasta entonces y, en consecuencia, Arthur sufrió un acceso de ronca expectoración que le derrumbó contra la roca, sofocado y anegado en lágrimas. Luchó por recobrar el aliento, pero cada nueva respiración empeoraba la cosas. Devolvió, medio ahogándose otra vez, se revolcó en el vómito, siguió rodando unos metros, logró al fin incorporarse con las manos y las rodillas y, jadeante, se arrastró en busca de aire más fresco.

—Disculpe— dijo, recobrando un poco el aliento—. De verdad que lo siento muchísimo. Me siento como un perfecto idiota y...

Hizo un gesto de impotencia hacia el pequeño montón de vómito esparcido ante la entrada de la cueva.

—¿Qué puedo decir? ¿Qué podría decir?

Al menos, eso llamó la atención de la anciana. Miró hacia él con aire receloso, pero como estaba medio ciega le resultaba difícil encontrarlo entre el paisaje velado y rocoso.

—¡Hola!— dijo Arthur, agitando la mano para ayudarla.

Al fin lo vio, gruñó para sus adentros y siguió matando moscas.

Por el modo en que se producían corrientes de aire cada vez que ella se movía, resultaba horrorosamente evidente que la principal fuente del mal olor procedía, en realidad, de la propia anciana. Las vejigas puestas a secar, los putrefactos cadáveres y la sopa malsana quizá aportasen violentas contribuciones a aquella atmósfera, pero la presencia olfativa más importante era la de la anciana.

Logró dar otro buen palmetazo a una mosca, que se estrelló contra la roca derramando sus entrañas de una forma que la anciana, si es que alcanzaba a ver a esa distancia, consideró claramente satisfactoria.

Tambaleándose, Arthur se puso en pie y se limpió con un puñado de hierba seca. No sabía qué más hacer para anunciar su presencia. Estuvo a punto de marcharse, pero le pareció vergonzoso dejar el vómito delante de la casa de aquella mujer. Se preguntó que podría hacer para limpiarlo. Recogió unos puñados de hierba seca y áspera que crecía aquí y allá.

Pero le dio por pensar que, si se acercaba al sitio donde había devuelto, en vez de limpiarlo terminaría ensuciándolo más.

Justo cuando se debatía por decidir cuál era la mejor forma de proceder, empezó a darse cuenta de que la anciana finalmente le estaba diciendo algo.

—¿Cómo dice?— gritó Arthur.

—He dicho que si le puedo ayudar— dijo ella con una voz tenue y estridente que Arthur apenas alcanzó a oír.

—Pues, he venido a pedirle consejo— repuso él, sintiéndose un poco ridículo.

La anciana se volvió a mirarlo con expresión miope y luego le dio la espalda, dio un palmetazo a una mosca y falló.

—¿Sobre qué?

—¿Cómo dice?— repitió Arthur.

—He dicho sobre qué— casi gritó la anciana.

—Pues bueno, en realidad sólo quería una especie de consejo general. El folleto decía...

—¡Ja! ¡El folleto!— replicó la anciana con desprecio. Ahora parecía agitar la paleta más o menos al azar.

Arthur sacó el arrugado folleto del bolsillo. No sabía muy bien por qué. Ya lo había leído, y suponía que la anciana no querría leerlo. Lo abrió de todos modos para tener algo que mirar durante unos momentos, con el ceño fruncido y aire pensativo. El artículo del folleto seguía haciendo gala de ingenio sobre las antiguas artes místicas de los profetas y sabios de Hawalius, y exageraba disparatadamente sobre las plazas hoteleras del planeta. Arthur seguía llevando un ejemplar de la Guía del autoestopista galáctico pero, al consultarlo, comprobó que los artículos se volvían cada vez más confusos y paranoides, exhibiendo gran profusión de x, j y {. Algo no iba bien.

No sabía si se trataba de su aparato o de que en el núcleo mismo de la organización de la Guía algo o alguien andaba muy mal o simplemente sufría alucinaciones. Fuera lo que fuese, se sentía menos inclinado que de costumbre a confiar en ella, lo que significaba que no se fiaba ni un ápice, pues solía utilizarla para mirar algo mientras se comía el bocadillo sentado en una piedra.

La mujer se había vuelto y ahora se dirigía hacia él. Sin que se notara mucho, Arthur intentó calcular la dirección del viento, inclinándose a uno y otro lado mientras ella se acercaba.

—Consejo— dijo la anciana—. Consejo, ¿eh?

—Pues sí— repuso Arthur—. Sí, eso es...,

Volvió a mirar el folleto con el ceño fruncido, como para asegurarse de que no había leído mal y había acabado estúpidamente en el planeta que no era o algo así. El folleto decía lo siguiente: «Los simpáticos habitantes de la zona se alegrarán de compartir con usted el conocimiento y la sabiduría de los antiguos. ¡Ahonde con ellos en los turbulentos misterios del pasado y el futuro!» También había unos cupones, pero Arthur estaba demasiado avergonzado para cortarlos o tratar de ofrecérselos a nadie.

—Conque consejo, ¿eh?— repitió la mujer—. Sólo una especie de consejo general, dice usted. ¿Sobre qué? ¿Sobre qué va a hacer en la vida, esas cosas?

—Sí— admitió Arthur—. Esa clase de cosas. Para serle absolutamente franco, es un problema con el que me encuentro a veces.

Con pequeños y rápidos movimientos, trataba desesperadamente de mantenerse contra el viento. Le sorprendió que la anciana le diera súbitamente la espalda y se dirigiese hacia la cueva.

—Entonces tendrá que ayudarme con la fotocopiadora.

—¿Con qué?

—Con la fotocopiadora— repitió la anciana, pacientemente—. Tendrá que ayudarme a sacarla fuera. Funciona con energía solar. Pero tengo que guardarla en la cueva, para que los pájaros no se caguen encima.

—Entiendo.

—Yo que usted respiraría hondo— murmuró la anciana al entrar con paso firme en la penumbra de la cueva.

Arthur siguió su consejo. En realidad, casi aspiró una cantidad excesiva de aire. Cuando pensó que tenía suficiente, contuvo el aliento y pasó al interior.

La fotocopiadora era un aparato viejo colocado sobre un carrito desvencijado. Estaba justo a la entrada del oscuro antro. Las ruedas estaban firmemente atascadas en direcciones opuestas, y el suelo era accidentado y pedregoso.

—Salga a respirar— le dijo la anciana. Arthur se estaba poniendo rojo al tratar de mover el aparato.

Asintió aliviado. Decidió que si a ella no le daba vergüenza, a él tampoco le daría. Salió, respiró unas cuantas veces y volvió a entrar para seguir levantando y empujando la maquina. Tuvo que repetir la operación varias veces hasta que al fin consiguieron sacarla.

El sol daba de plano. La anciana desapareció de nuevo en las profundidades de la cueva y volvió con unos paneles metálicos que conectó a la máquina para recoger la energía solar.

Miró al cielo con los ojos entornados. Brillaba el sol, pero había un poco de niebla y calma.

—Tardará un poco— anunció la mujer.

Arthur dijo que no le importaba esperar.

La anciana se encogió de hombros y, con paso resuelto, se acercó a la fogata. Sobre las llamas burbujeaba el contenido del puchero. La mujer lo removió con un palo.

—No querrá almorzar, ¿verdad?— preguntó a Arthur.

—Ya he comido, gracias— contestó Arthur—. No, de verdad. Ya he almorzado.

—No me cabe duda— confirmó la anciana. Siguió dando vueltas con el palo. Al cabo de unos minutos sacó un trozo de algo, lo sopló para que se enfriara un poco y se lo llevó a la boca.

Masticó con aire pensativo.

Luego se dirigió despacio al montón de cadáveres de los animales semejantes a cabras. Escupió sobre ellos el trozo que tenía en la boca y volvió renqueante al puchero. Intentó quitarlo del trípode del que colgaba.

—¿Puedo ayudarla?— se ofreció Arthur, poniéndose cortésmente en pie y apresurándose hacia ella.

Juntos descolgaron el puchero del trípode y lo bajaron por la pequeña cuesta que descendía desde la cueva hasta una hilera de pequeños y nudosos árboles que bordeaban una hondonada con mucha pendiente pero poco profunda, de la que emanaba toda una nueva gama de olores repulsivos.

—¿Preparado?— inquirió la anciana.

—Sí— dijo Arthur, aun sin saber para qué,

—A la una— dijo la anciana.

—A las dos— prosiguió la anciana.

—Y a las tres— concluyó la anciana.

Justo a tiempo, Arthur comprendió qué se proponía. Juntos arrojaron el contenido del puchero a la hondonada.

Al cabo de un par de horas de incomunicativo silencio, la anciana decidió que los paneles solares habían absorbido la energía suficiente para que funcionase la máquina y desapareció en la cueva para buscar algo. Al fin salió con unos montones de papeles que fue pasando por la máquina,

Entregó las copias a Arthur.

—Entonces, éste es, humm, su consejo, ¿verdad?— dijo Arthur con aire de duda.

—No. Es la historia de mi vida. Mira, lo acertado de cualquier consejo que pueda dar una persona debe juzgarse con respecto a los aciertos que esa persona haya tenido en la vida. Ahora bien, si echas un vistazo a ese documento, verás que he subrayado todas las decisiones importantes que he tomado a lo largo de mi vida. Hay un índice, con referencias. ¿Lo ves? Lo único que te aconsejo es que tomes precisamente las decisiones contrarias de las que yo he tomado, y quizá no acabes al final...— hizo una pausa y se llenó los pulmones para proferir un buen grito—... ¡en una apestosa cueva como ésta!

Cogió la raqueta de pimpón, se remango, se dirigió con paso resuelto al montón de cadáveres de la especie de cabras y se lió a cazar moscas con un derroche de fuerza y vigor.

El último pueblo que visitó Arthur se componía únicamente de postes sumamente altos. Llegaban tan arriba que desde el suelo era imposible saber qué había al final, y Arthur tuvo que trepar a tres antes de encontrar uno en cuya cúspide hubiera algo más que una plataforma cubierta de excrementos de pájaros.

No era cosa fácil. Se subía escalando unos breves tacos de madera clavados al poste que ascendían en lentas espirales. Cualquier turista menos dispuesto que Arthur habría tomado un par de fotos para luego dirigirse inmediatamente al Bar & Grill más próximo, donde además podía comprar una variedad de tartas muy dulces y pegajosas para ir a comérselas delante de los ascetas. Pero la mayoría de los ascetas ya se habían marchado, sobre todo a consecuencia de eso. En realidad se habían marchado a establecer lucrativos centros de terapia en los mundos más prósperos del meandro noroccidental de la Galaxia, donde la vida resultaba unos diecisiete millones de veces más fácil y el chocolate era simplemente fabuloso. Daba la casualidad de que los ascetas no conocían el chocolate antes de entregarse al ascetismo. La mayoría de los clientes que asistían a sus centros de terapia lo conocían demasiado bien.

En lo alto del tercer poste, Arthur se detuvo a tomar un respiro. Estaba sofocado y con mucho calor, porque cada poste medía unos quince o veinte metros. El mundo parecía girar vertiginosamente a su alrededor, pero eso no le inquietaba mucho. Sabía que, lógicamente, no moriría hasta que llegase a Stavrómula Beta, por lo que había adoptado una despreocupada actitud ante las situaciones de extremo peligro personal. Sentía cierto vértigo encaramado en lo alto de un poste a veinte metros de altura, pero lo combatió comiéndose un bocadillo. Estaba a punto de embarcarse en la lectura de las fotocopias que contaban la vida de la adivina, cuando sufrió un fuerte sobresalto al oír una tosecilla a su espalda.

Se volvió con tal brusquedad que soltó el bocadillo, y éste cayó dando vueltas por el aire y pareció bastante pequeño cuando aterrizó en el suelo.

A diez metros detrás de él había otro poste y, entre las tres docenas que formaban aquel bosque de postes dispersos, era el único cuya cima estaba ocupada. Por un anciano que, a su vez, parecía ocupado en profundos pensamientos que le hacían fruncir el entrecejo.

—Disculpe— dijo Arthur. El anciano no le hizo caso. Quizá no le oyó. Había un poco de brisa. Arthur había oído la tosecilla por pura casualidad.

—¿Oiga?— gritó Arthur—. ¡Oiga!

El anciano desvió al fin la vista hacia él. Pareció sorprendido de verlo. Arthur no sabía si estaba sorprendido y contento de verlo, o sólo sorprendido.

—¿Está abierto?— le preguntó Arthur.

El anciano arrugó el ceño sin comprender. Arthur no sabía si es que no le entendía o no le oía.

—Voy para allá. No se vaya.

Bajó a gatas de la estrecha plataforma y descendió rápidamente por los tacos en espiral. Al llegar al suelo estaba completamente mareado.

Se dirigió al poste en el que estaba sentado el anciano y de pronto se dio cuenta de que el descenso le había desorientado y ya no estaba seguro de cuál era.

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