—Pueden usar mi camión —dijo otra voz.
Todos se volvieron. Era Carradine, sentado en una silla de plástico que solo se apoyaba en las patas traseras. Hasta entonces Ekberg no había reparado en su presencia; no estaba segura de si había escuchado todo el rato o había entrado en mitad de la conversación.
—Ya me he ofrecido antes —añadió el camionero—. Mi tráiler es la única manera de salir con este tiempo.
Wolff suspiró de irritación.
—Ya lo discutimos, y es demasiado peligroso.
—¿Ah, sí? —contestó Carradine—. ¿Y quedarse aquí no?
—No cabría todo el mundo.
—Podría meterles en la caravana de la señora Davis. —El camionero bajó la voz—. Como ya no la necesita…
—Tiene razón—dijo González—. ¿Cuánto personal tienen? ¿Treinta y tres, treinta y cuatro? Con el equipo científico, siguen sin llegar a cuarenta. Cabrían todos en la caravana.
—¿Y si se pierde? —preguntó Wolff.
—Yo no me pierdo nunca —contestó Carradine—. Gracias al GPS.
—¿Y si tiene una avería? ¿Y si se le pincha una rueda?
—Los camioneros sobre hielo siempre llevan neumáticos de repuesto y material de sobra. Y aunque no pudiera arreglarlo… para eso inventó Dios la radio CB.
—Es demasiado peligroso, y punto —dijo Wolff—. Ya le dije antes que no y vuelvo a decírselo.
—La situación ha cambiado —gruñó González.
Wolff se giró a mirarle.
—¿En qué sentido?
—En que ahora se impondrá mi criterio.
Wolff se quedó muy serio.¿Que…?
—Nos enfrentamos a algo que rebasa las condiciones impuestas para su estancia. Su documental se ha ido al traste. Han muerto tres personas. No hay ninguna razón para agravar esta tragedia. —Se volvió hacia Carradine—.
¿Cuánto tardará en preparar el tráiler?
El camionero se levantó.
—Máximo media hora.
González miró a Marcelin.
—Quiero que acompañes al señor Carradine a su camión. No corras ningún riesgo. Volved aquí al primer indicio de problemas.
Marcelin asintió.
—Después quiero que tú y Phillips empecéis a evacuar al equipo de rodaje.
Usaremos este comedor como centro de reunión.
Tráelos en grupos de seis. Con cuidado, ciñéndote a las normas.
—Sí, señor.
Marcelin se descolgó el MI6 e hizo una señal con la cabeza a Carradine. El camionero se levantó, a la vez que se sacaba una pistola grande de la cintura.
Marcelin se acercó a la puerta, la abrió y, tras echar una rápida mirada al pasillo, salió. Carradine le siguió, dejando la puerta bien cerrada.
González metió una mano en uno de los profundos bolsillos de su uniforme de campaña y sacó dos radios. Lanzó una de ellas a Wolff y la otra a Sully.
—Con esto pueden ponerse en contacto conmigo. He preprogramado la frecuencia de emergencia. —Se levantó y también cogió un MI 6—. Cierren con llave cuando salga. Volveré en cinco minutos.
—¿Adonde va? —preguntó Wolff.
—A la armería. Voy a necesitar más potencia de fuego.
—¿Por qué?
—Porque me voy de caza.
Después de que González se fuera y cerrara la puerta, Wolff fue a echar el cerrojo y se quedó un rato en silencio, mirándola.
Después se volvió, bastante bruscamente, y fue al centro de la sala.
—¿Qué? —espetó, sin dirigirse a nadie en particular.
—Yo no puedo irme. —Quien hablaba era Sully, el climatólogo. Le temblaba un poco la voz—. Soy el jefe de la expedición. No puedo dejar aquí todos nuestros experimentos. Además, Evan ha desaparecido.
Ekberg dio un respingo al oírlo.
—¿Ha desaparecido? Pero si no hace ni dos horas que he hablado con él…
Sully asintió, cariacontecido.
—Desde entonces no le ha visto nadie. No está en su laboratorio ni en su habitación.
—Ya volverá —dijo Logan.
Todos se volvieron hacia el profesor.
—¿Perdón? —preguntó Sully.
—Se ha llevado prestado el SnoCat.
—¿En plena tormenta? —preguntó Ekberg—. ¿Adonde ha ido?
—Al norte, a la aldea tunit.
—¿Por qué? —quiso saber Sully.
Logan miró uno por uno a sus inquisidores.
—Para buscar respuestas. Vayamos a buscar a Faraday y hablemos de ello.
En su laboratorio.
Sully suspiró y sacudió la cabeza.
—De acuerdo. Cuando vuelva González con la potencia de fuego.
—Y cuando vuelva, quizá tenga algo que decir sobre sus planes. —Wolff miró a su alrededor—. ¿Y el resto?
—¿Lo pregunta en serio? —Era Hulee—. Yo me voy.
Se oyeron murmullos de aquiescencia en toda la sala. Wolff miró a Conti.
—¿Emilio?
Conti no respondió. Había estado callado desde que preguntó sobre el animal, mirando al vacío.
—¿Emilio? —volvió a preguntar Wolff.
Ekberg vio que Conti tomaba conciencia lentamente de que hablaban con él.
—¿Perdón?
—¿Estarías listo para irte dentro de media hora?
Conti parpadeó y frunció el ceño.
—Yo no me voy a ningún sitio.
—¿No has oído a González? Está dando órdenes a todo el mundo de que se vaya al sur en el camión de Carradine.
El productor sacudió nerviosamente la cabeza.
—Yo tengo que acabar un documental.
Los párpados de Wolff se contrajeron de incredulidad.
—¿Cómo dices? Ya no hay documental.
—En eso te equivocas.
Conti medio sonrió, como si fuera un chiste que solo conocía él.
—Emilio, Ashleigh está muerta. Y dentro de una media hora todo tu equipo estará camino de Fairbanks.
—Sí—murmuró Conti—. Ahora depende todo de mí.
Wolff levantó un brazo, haciendo un gesto de exasperación.
—¿No me has oído? ¡No tienes equipo!
—Lo haré yo solo. A la manera de antes, la clásica. Como Georges Méliés, Edwin Porter y Alice Guy Blaché. Fortnum se irá con los demás. Estoy seguro.
Lanzó una mirada a Ekberg. Ella entendió qué significaba y qué le estaba pidiendo. A pesar de lo que le había dicho a Marshall en el Centro de Operaciones, a pesar de su entrega incondicional tanto a Conti como a su carrera, sintió un escalofrío de miedo solo de pensarlo. Aun así sostuvo la mirada de Conti y asintió despacio sin rehuirla.
El anciano chamán señaló unas pieles de caribú amontonadas al otro lado de la hoguera.
—Siéntese —dijo.
Marshall, aunque dolorosamente consciente de que el tiempo apremiaba, también se daba cuenta de que aquel encuentro (al margen de los frutos que pudiera dar) no admitía prisas. Se sentó.
—¿Cómo sabía que vendría? —preguntó.
—De la misma manera que supe que estaban irritando a los antepasados. Me lo dijo mi guía espiritual.
El chamán cogió los objetos esparcidos frente a él, los puso en un saquito de cuero y apretó con fuerza la cuerda.
—¿Y los demás? ¿Adonde han ido?
Usuguk tendió una palma hacia el norte.
—Con nuestros hermanos de la orilla del mar.
—¿Otro campamento tunit? —preguntó Marshall.
Usuguk sacudió la cabeza.
—Inuit. Somos los últimos de nuestro pueblo.
—¿No quedan otros tunit?
—Ninguno.
Marshall miró al viejo chamán por encima del fuego. «Así que es verdad.»
—¿Cuándo volverán?
—Tal vez nunca. A la orilla del mar la vida es mucho más fácil. Ha sido difícil retenerles aquí desde que murieron sus madres y sus padres.
Marshall se quedó un momento sentado, poniendo orden en sus pensamientos.
Costaba creer que aquel pequeño y triste campamento fuera el último vestigio de una tribu de nativos americanos. Pensaba consternado que su llegada al glaciar pudiera ser en parte responsable de dispersarlos, aunque solo fuera temporalmente.
—Las marcas que hizo fuera de la base… —dijo por fin—. ¿Para qué servían?
—Eran un conjuro de protección. Para obligar al
kurrshuq
a no hacerles daño.—El chamán sostuvo la mirada de Marshall—.Su presencia aquí significa que el conjuro no ha funcionado.
Marshall volvió a titubear. Pese a haber hecho un camino tan largo, no sabía exactamente cómo empezar, ni qué preguntar.
Respiró hondo.
—Escúcheme, Usuguk. Sé que hemos provocado ansiedad y dificultades para ustedes, y lo siento mucho. No era nuestra intención.
El tunit no dijo nada.
—Ahora tenemos problemas, problemas muy graves. Y he venido con la esperanza de que pueda ayudarnos.
Tampoco esta vez respondió Usuguk; su expresión era impasible, casi taciturna.
—La montaña —prosiguió Marshall—, la que nos dijo que era mala… Mientras llevábamos a cabo nuestros experimentos, encontramos algo en ella. Un animal, más grande que un oso polar, metido en el hielo. Lo… lo recortamos del hielo y ahora ha desaparecido.
Cuando Marshall pronunció estas palabras, la expresión del chamán cambió.
En sus curtidas facciones surgió algo parecido a la conmoción.
—No sabemos muy bien qué es. Solo puedo decirle que ha provocado graves daños. Ha provocado la muerte.
—Cuando remitió, la conmoción dejó paso a la misma mezcla de miedo y tristeza que Marshall recordaba de su primer encuentro.
—¿Por qué ha venido a verme? —preguntó el tunit.
—Hace cincuenta años, la base albergó a una expedición científica que tuvo un final trágico. La mayoría de los científicos murieron, pero hemos recuperado uno de sus diarios y contenía las siguientes palabras: «Los tunit tienen la respuesta».
Usuguk miró la hoguera sin moverse. Marshall esperó, dudando entre hablar y quedarse callado. Después de un minuto más o menos, el chamán tendió un brazo, hurgó despacio entre una serie de objetos rituales y cogió el mango de hueso de lo que parecía una especie de tambor: un aro fino, de unos treinta centímetros de diámetro, con una piel tensada. Empezó a golpearlo lentamente contra la palma de su otra mano, girando el instrumento a cada golpe: atrás, adelante, atrás, adelante… Acompañaba cada golpe con una letanía rítmica que fue adquiriendo fuerza, hasta llenar toda la casa de nieve como el humo de la hoguera. Al cabo de unos minutos dejó de cantar. Su expresión había recuperado la serenidad. Dejó el tambor en el suelo, deshizo el cordel de la bolsa de cuero, metió la mano y sacó dos bolas grasientas de materia blanda, una azul y otra roja. Las echó al fuego con cuidado, una tras otra. Se elevó una cinta de humo bicolor, con los bordes violáceos.
—Tashayat kompok
—murmuró el chamán, examinando el humo—. Como desees.
A Marshall no le pareció que se dirigiera a él. Contuvo el impulso de mirar su reloj.
—¿Sabe qué quiso decir el científico? —preguntó—. ¿Eso de que los tunit tienen la respuesta?
Usuguk no dijo nada. Seguía contemplando el fuego.
—Sé que es usted un hombre de mundo —añadió Marshall—. Lo demuestra su dominio del inglés. Si puede ayudarnos, si sabe algo de esto, dígamelo, por favor.
—No es mi lugar. Ustedes mismos se han echado encima la oscuridad. Yo ya he hecho todo lo que podía. Realicé un largo viaje para avisarles: un sol, una luna y un sol. Pero ustedes no me hicieron caso.
—Si es así, le pido disculpas, pero considero que una muerte violenta es un precio demasiado alto para nuestra ignorancia.
Usuguk cerró los ojos.
—El círculo que han empezado ustedes, deben completarlo ustedes. Hasta el Círculo de la Muerte puede ser hermoso.
—La muerte de Josh Peters no tuvo nada de hermoso. Si sabe algo, aunque le parezca insignificante o que no venga al caso, su deber es ayudarnos, como un ser humano a otros seres humanos.
—Ustedes pertenecen al mundo —contestó despacio Usuguk—. Yo, al espíritu.
Hace tiempo que he dejado esa vida atrás, y no puedo volver.
Marshall se quedó sentado, pensando en qué podía decir todavía. Finalmente carraspeó.
—Voy a contarle algo: yo también dejé atrás una vida. La de mi mejor amigo.
Usuguk abrió los ojos.
—Fue hace doce años. Estaba en los Rangers del ejército, destinado en Somalia. Mi unidad llevaba tres días recibiendo fuego rebelde. Se luchaba en cada casa, en cada habitación. Mi amigo estaba estableciendo un puesto de avanzada. Las órdenes eran confusas. El se adelantó al destacamento. Vi cómo cruzaba una plaza. Estaba oscuro. Pensé que era un francotirador enemigo y disparé. —Marshall se encogió de hombros—. Desde entonces juré no volver a coger un arma de fuego.
Usuguk asintió despacio. Se hizo otro silencio en la cabaña que solo rompían el chisporroteo de la hoguera y el lúgubre lamento de la ventisca.
—No fue un
frag
[1]
—dijo el chamán, abriendo los ojos.
Marshall le miró con cara de sorpresa.
—¿Ha sido usted militar?
Usuguk hizo caso omiso de la pregunta.
—Fue un error.
—Mi unidad nunca había sufrido bajas por fuego amigo. Me ordenaron mentir y echar tierra sobre el asunto, y como yo me negué, mi superior hizo que me licenciaran con deshonra. Tuve… tuve que dar la noticia de la muerte de mi amigo a su mujer.
Usuguk gruñó en voz baja. Después metió una mano en su bolsa de medicinas y sacó unos objetos pequeños. Tras alisar las pieles que tema delante, los derramó sobre ellas y examinó cómo habían caído.
—Dice que juró no volver a coger un arma de fuego. No es un juramento que se haga a la ligera. ¿Y ahora qué piensa hacer?
Marshall respiró hondo.
—Si anda suelto algo que quiere matarnos a todos, haré todo lo que esté en mi mano para matarlo antes yo a él.
Usuguk miró el fuego. Después volvió hacia Marshall su rostro lleno de surcos, inescrutable.
—Le acompañaré —dijo—. Pero ahora las únicas vidas que quito son solo las necesarias para alimentar a los míos. Ya han pasado mis días de cazador.
Marshall asintió con la cabeza.
—Entonces cazaré por los dos.
La intención de Penny Barbour había sido llevarse todos los datos cruciales para la expedición: una imagen de la red, las bases de datos, las muestras y los diarios de laboratorio de sus colegas, pero al final no se llevó nada. Los dos soldados, Marcelin y Phillips (que a pesar de sus MI6 parecían nerviosos), no le dieron tiempo. Barbour, Chen y los otros cuatro asignados al grupo recibieron órdenes de abrigarse tanto como pudieran y coger algún tipo de identificación.