Además, yo no me he comprometido solo con Conti; me he comprometido con el programa. En este negocio, las cosas son así.
Soy la productora de campo, así que me quedo hasta el montaje final.
Marshall también sonrió.
—Es usted valiente.
—No, la verdad es que no; solo soy ambiciosa.
Marshall se dio cuenta de que había alguien a su lado, y al volverse vio que les observaba; era Jeremy Logan. «Será profesor universitario —pensó mientras le saludaba con la cabeza—, pero no se parece a ninguno que haya conocido.»
—Perdonen que les interrumpa —dijo Logan—. Esperaba poder hablar un momento con el doctor Marshall.
—Por supuesto. De todos modos, tengo que hacer todo lo que pueda para tranquilizar a la tropa. Ya hablaremos luego, Evan.
Ekberg se fue. Marshall se volvió hacia Logan.
—¿Qué pasa?
—Parece que mucho. Vayamos a un sitio un poco más tranquilo y hablaremos.
Logan señaló la salida.
El laboratorio de Marshall quedaba a tan solo media docena de puertas del Centro de Operaciones. Aun así, el trayecto se hizo eterno. Marshall no podía quitarse de la cabeza la imagen destrozada de Peters, ni los delirios y los ojos desorbitados de Toussaint. Tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para no mirar hacia atrás.
Al llegar al laboratorio, levantó el teclado MIDI de una de las sillas, hizo señas a Logan de que se sentara y cerró la puerta con cuidado. Acto seguido se sentó frente a la mesa de laboratorio.
—¿Le parece lo bastante tranquilo? —preguntó.
Logan miró a su alrededor.
—Servirá. —Hizo una pausa—. Ya me he enterado de la noticia. ¿Cómo se lo está tomando la gente?
—Hay de todo. Aunque cunde el miedo. He visto a varios que están a punto de venirse abajo. A una mujer del equipo de maquillaje le ha dado un ataque de histeria y han tenido que sedarla. Si no pasa pronto esta tormenta… —Meneó la cabeza—.
La gente no sabe qué pensar, no sabe qué ocurre. Probablemente esto es lo peor de todo.
—Lo que yo quería saber es qué piensan ustedes; me refiero a los científicos.
Tengo la corazonada de que están tramando algo y necesito saber de qué se trata.
Marshall miró un buen rato a Logan, pensativo.
—Voy a decirle lo que no pienso. No pienso que a Peters pudiera destrozarle de esa manera un ser humano. Tampoco pienso que a Toussaint pueda haberle colgado por los tobillos un oso polar.
Logan cruzó una pierna encima de la otra.
—Pues quedan pocas opciones, ¿no?
Marshall vaciló, pero recordó que Logan ya le había hecho confidencias sobre el motivo de su presencia en la base y el malhadado episodio del equipo científico.
—Faraday tiene una teoría —empezó a decir después de un rato.
Expuso de manera sucinta lo que le había explicado Faraday: las características excepcionales del hielo XV en lo referente a su fusión, la posibilidad de que el animal se hubiera congelado instantáneamente dentro del hielo y la hipótesis, no del todo imposible, de que en vez de morir hubiese entrado en una especie de sueño criogénico.
Logan escuchó con atención. Marshall reparó en que no expresaba escepticismo en ningún momento. Al final, Logan asintió despacio.
—Muy interesante —dijo—, pero sigue sin responder a la pregunta más importante de todas.
—¿Cuál?
Se reclinó en la silla.
—¿ Qué es ?
—De eso también hemos hablado. ¿Le suena de algo el efecto Calisto ?
Sacudió la cabeza.
—Es una teoría biológica, sobre la turbulencia evolutiva. Según esta, cuando las especies se acomodan demasiado a su entorno (cuando dejan de evolucionar o empiezan a perjudicar a la ecoesfera), aparece un nuevo animal, una máquina de matar, para hacer una criba en la población y dar un empujón al proceso evolutivo. En términos ecológicos, un arma perfecta.
—Otra teoría fascinante, si no fuera porque resulta difícil imaginar que aquí arriba pueda ser necesario hacer una criba.
—Tenga en cuenta que estamos hablando de la ecología local tal como era hace miles de años, cuando se congeló el animal; por otro lado, con este clima, probablemente no hiciera falta una gran población para sobrecargar un hábitat tan desértico. En todo caso, siguiendo con la teoría, en términos generales el efecto Calisto es una aberración evolutiva, porque parece que esa máquina de matar es demasiado eficaz y acaba convirtiéndose en su peor enemigo. Lo mata todo y al final se queda sin sustento.
Logan volvió a asentir con la cabeza, todavía más despacio, como si encajase una pieza en un puzzle mental.
—Lo ha llamado «arma perfecta». Es interesante que use estas palabras, porque yo también me he topado con ellas. Resulta que esta mañana he encontrado un cuaderno que dejó uno de los científicos del primer equipo. Lo había escondido en su dormitorio.
Se dio unos golpecitos en el bolsillo de la camisa, sonriendo levemente.
—¿Esta mañana? ¿Y me lo dice ahora?
—No sabía que tuviera que decirle nada.
Marshall aceptó el argumento con un gesto de la mano.
—La verdad es que he esperado a decírselo porque cuesta casi tanto de leer como los textos en Lineal A de Hagia Triada.
Está escrito en clave.
Marshall arrugó el ceño.
—¿Y por qué haría eso el científico?
—Seguro que le pareció que no bastaba con esconder las notas, también tenía que encriptarlas. Acuérdese de que eran los años cincuenta, con la guerra fría al rojo vivo. La gente se tomaba muy en serio la seguridad. Probablemente no quisiera pasarse veinte años en la cárcel de Leavenworth. En cualquier caso, llevo todo el día desencriptándolo.
—¿También es criptoanalista?
Logan volvió a sonreír.
—Resulta muy útil para mi trabajo.
—¿Y dónde lo ha aprendido, si puede saberse?
—Una vez trabajé para… ¿Cómo se lo diría? Para los «servicios de inteligencia». Pero, en fin, el caso es que de momento solo he tenido un éxito limitado: palabras, alguna que otra frase suelta… Es polialfabético, una variante de la tabla de Vigenére pero un poco más complicado. Creo que lo combinó con la clave de algún libro, pero, claro, al limpiar las habitaciones se llevaron todos los libros.
Metió una mano en el bolsillo, sacó un cuadernito (arrugado y polvoriento, con una capa de moho) y lo dejó sobre la mesa de laboratorio, junto a Marshall.
Después lo abrió y sacó un papel doblado.
—De momento he conseguido descifrar esto. —Lo desdobló y le echó un vistazo—. Hay un par de entradas de aspectos cotidianos, con comentarios sobre lo mala que es la comida, lo espartano que es el alojamiento y lo poco idóneas que son las condiciones de trabajo. Me las saltaré. Por ejemplo:
«Hemos tenido que trabajar muy deprisa. Está todo lleno de material sonar sin desembalar». O esto: «El secretismo lo dificulta todo enormemente. Solo han informado a Rose».
—¿Rose? —repitió Marshall.
—¿No se acuerda? Entonces era el oficial al mando de la base Fear. —Logan leyó el papel por encima—. Vamos allá: «Es horrible. Maravilloso, pero horrible.
Es realmente el arma perfecta, suponiendo que podamos controlar su poder, que será…».
Dos palabras que aún no he descifrado… «desafío». Hacia el final, la caligrafía se hace más rápida y nerviosa: «Ha matado a Blayne. Qué horror, por Dios, tanta sangre…». Y hay otra que aún no entiendo del todo: «Los tunit tienen la respuesta». Está claro que «tunit» está mal descifrado. Tendré que analizarlo más a fondo.
—No está mal descifrado. Los tunit son los nativos de aquí.
Logan levantó de inmediato la cabeza.
—¿Está seguro?
—Totalmente. Vinieron a vernos justo después de que hiciésemos el descubrimiento en la cueva de hielo. Nos instaron claramente a irnos de aquí.
Los ojos de Logan se entrecerraron un poco.
—No me suenan de nada los tunit, y eso que conozco muchas tribus de Alaska: los inuit, los aleutianos, los ahtena, los ingalik…
—Prácticamente se extinguieron hace mil años, cuando sus tierras fueron conquistadas y tuvieron que refugiarse en el yermo. Con el paso de los años, los pocos que quedaban murieron o fueron absorbidos por la población mayoritaria. Me han dicho que este es el último poblado que queda.
Logan se rió entre dientes.
—Ya sabía que no me equivocaba acudiendo a usted. ¿Se da cuenta de lo que eso significa? —Dio una palmada a la hoja de papel—. Podría ser la respuesta que buscábamos.
—¿Cree que hay alguna relación entre los científicos muertos y lo que ha estado atacando la base? No puede ser. El animal que descubrimos llevaba más de mil años congelado debajo de un glaciar. Las pruebas sobre eso son absolutamente irrefutables.
—Sí, me doy cuenta, pero no creo en las coincidencias. —Logan hizo una pausa—. Solo hay una manera de averiguarlo.
Marshall estuvo un buen rato sin contestar, hasta que asintió despacio con la cabeza.
—Cogeré el SnoCat —dijo—. Es la única forma de salir con esta tormenta.
—¿Sabe conducirlo?
—Sí, claro.
—¿Y sabe dónde está la aldea tunit?
—Tengo una idea aproximada. No queda lejos, a unos cincuenta kilómetros al norte.
Logan dobló el papel, lo metió otra vez en el cuaderno y se lo guardó en el bolsillo.
—Le acompaño.
Marshall sacudió la cabeza.
—Es mejor que vaya solo. Los indios ven nuestra presencia con muy malos ojos. Recelan de nosotros. Cuantos menos vayamos, mejor.
—Es peligroso. Si se hace daño, no habrá nadie que le ayude.
—Seguro que en el Cat hay una radio. Tendré cuidado. Al menos los tunit ya me conocen. A usted, en cambio, no. Aquí aprovechará mejor el tiempo, poniendo al día a mis colegas.
—Tal vez los que mandan no se tomen muy bien que se lleve el SnoCat.
—Por eso no se lo diré. Iré lo más rápido que pueda. En estas circunstancias, incluso dudo que se den cuenta.
Logan frunció el entrecejo.
—Supongo que es consciente de que los indios podrían ser culpables de lo que ha pasado. Lo ha dicho usted mismo: no nos quieren aquí. Podría meterse en la boca del lobo.
—Sí, es verdad, pero si pueden aclarar en alguna medida, por pequeña que sea, lo que está pasando, vale la pena arriesgarse.
Logan se encogió de hombros.
—Me parece que se me han acabado los argumentos.
Marshall se levantó.
—Entonces, venga a despedirme.
Señaló la puerta con la cabeza.
Pareció que Conti contestara antes de que Fortnum llamase a la puerta.
—Adelante.
El técnico entró y cerró la puerta sin hacer ruido. Conti estaba al fondo de la sala, en la zona de proyección improvisada, absorto en el vídeo que se reproducía en la pantalla LCD gigante. Pese a verse movida y con rayas, la imagen se reconocía enseguida: el
Hindenburg
en llamas, derrumbándose en la base aérea de Lakehurst.
—Ah, Alian —dijo el director—. Siéntate.
Fortnum se acercó y tomó asiento frente a la pantalla, en uno de los cómodos sillones.
—¿Cómo está Ken?
Conti juntó las puntas de los dedos. Todavía miraba la pantalla.
—Seguro que se recupera—contestó.
—No es lo que he oído. Está fuera de sí.
—Es temporal. Ha sufrido una conmoción muy fuerte. De eso precisamente quería hablarte. —Conti apartó la vista del reportaje el tiempo justo para mirar a Fortnum—. ¿Tú cómo vas?
Fortnum había dado por supuesto que Conti le llamaba para hablar del estado de Toussaint, pero al parecer el director quería hablar de trabajo. Se dijo que no era sorprendente; con los directores importantes como Conti, el trabajo siempre era lo primero.
—He logrado media docena de reacciones pasables ante la muerte de Peters.
Ahora mismo las estoy renderizando.
—Muy bien, muy bien. Un punto de partida excelente.
¿Punto de partida? Fortnum tenía la impresión de que eran los planos finales (de bastante mal gusto) para un documental sobre un documental, un estudio de un proyecto trágicamente echado a perder.
La imagen de la pantalla se fundió en negro. Conti cogió un mando a distancia y pulsó un botón, para que volviera a empezar el noticiero: el
Hindenburg
deslizándose serenamente hacia su amarradero, como un enorme puro plateado flotando sobre los prados de Nueva Jersey. De repente brotaban llamas en su parte inferior y empezaban a ascender columnas de humo oscuro.
El dirigible reducía su velocidad, se detenía en el aire durante un momento angustioso y luego empezaba su caída hacia el suelo, mientras el fuego devoraba su piel y dejaba a la vista una tras otra sus anchas costillas negras.
Conti señaló la pantalla.
—Fíjate. El encuadre es horrible y la cámara no deja de temblar. La puesta en escena brilla por su ausencia. Aun así, probablemente sea la imagen más imperecedera que se ha captado en celuloide. ¿Te parece justo?
—Creo que no le sigo —contestó Fortnum.
Conti hizo un gesto con la mano.
—Aquí estamos nosotros, perfeccionando año tras año nuestra técnica, haciendo tomas cada vez más sutiles y bonitas y preocupándonos constantemente de la iluminación de tres puntos, los insertos no diegéticos y los raccords de mirada. ¿Y todo para qué? Luego resulta que aparece alguien con una cámara de cajón en el lugar y el momento adecuados y en cinco minutos rueda algo más famoso que todas nuestras horas de cinta juntas, planificadas al milímetro.
Fortnum se encogió de hombros.
—Es así.
—No necesariamente.
Conti toqueteaba el mando.
—Sigo sin ver adonde va.
—Es muy simple: que es posible que por una vez, por una sola vez, el destino haya puesto en el sitio adecuado a alguien con los conocimientos y los medios necesarios.
Fortnum frunció el ceño.
—Se refiere a lo que destrozó a Josh Peters. A esa cosa sobre la que deliraba Ken.
Conti asintió despacio.
—¿Así que se lo cree? ¿Ya no le parece un sabotaje?
—Digamos que no descarto ninguna posibilidad; y si hay una oportunidad, pienso aprovecharla. De lo contrario, seríamos tontos.
Fortnum se quedó callado. «No puede estar hablando de… No, claro que no. Ni siquiera Conti tiene suficiente sangre fría para eso.» La película terminó y Conti volvió a ponerla pulsando el mando.