Marshall subió muy despacio por los escalones de metal. Era una escalera estrecha y oscura, iluminada por un solo fluorescente. Las bombillas eran un bien escaso y ni siquiera la presencia del equipo de rodaje impedía que gran parte de la base permaneciera completamente a oscuras.
Nunca en su vida había estado tan cansado, pero no era un cansancio físico, sino un agotamiento emocional absoluto. También lo había visto en los semblantes tensos de los demás. Después de tantos esfuerzos y preparativos, aquella desaparición, brusca e inexplicable, había dejado estupefacto a todo el mundo.
En toda la base flotaba una pregunta: ¿quién había sido?
Se paró al final de la escalera, delante de una puerta cerrada, sin ventanas.
Miró su reloj: las ocho y cinco. Habían pasado quince horas desde que habían descubierto que el felino había desaparecido; quince horas interminables y horribles, cargadas de desconfianza, sospechas e incertidumbre. Y ahora, justo después de cenar, recibía un email de Faraday: «Ahora mismo en la sala de mapas».
Puso la mano en el pomo y lo empujó. Al otro lado apareció una sala larga y baja, que parecía la torre de control de un aeropuerto. Había ventanas en las cuatro paredes, con vistas al hielo infinito de la Zona. La sala estaba tan oscura como la escalera.
La poca luz se reflejaba en los visores de una docena de radares obsoletos, dispuestos en filas regulares. En cada rincón una pantalla antigua, de un metro y medio de alto, estaba colocada en diagonal; delante de cada pantalla había un proyector lleno de polvo que llevaba casi medio siglo en desuso.
Era el Puesto de Mando de los Mapas por Radar y de Vigilancia Aérea, más conocido como sala de mapas: el centro neurálgico de la base Fear y la construcción más alta del complejo. Al observar a su alrededor vio tres siluetas en la penumbra, sentadas en torno a una mesa de reuniones: Sully, Barbour y Chen.
Chen le saludó con un gesto lánguido. Sully, que tenía los codos apoyados en las rodillas, y la barbilla en las manos, levantó la vista al oír la puerta, pero la bajó enseguida al suelo.
Allí era donde se reunían tres veces por semana, sin falta, para contrastar el estado de las investigaciones. Ya no se acordaba nadie de quién había elegido la sala de mapas, pero a los pocos días de su llegada aquel entorno tan insólito ya había pasado a formar parte de un ritual fijo. Esta vez, sin embargo, no se trataba de ninguna formalidad. Faraday quería hablar urgentemente con ellos.
Entonces se abrió otra vez la puerta y entró Faraday con una carpeta fina bajo el brazo. Las facciones del biólogo no reflejaban su ensimismamiento habitual.
Pasó rápidamente al lado de los radares y se sentó entre Sully y Chen.
Al principio nadie dijo nada, hasta que Barbour carraspeó.
—¿Así, qué, tenemos que largarnos?
No hubo respuesta.
—Al menos es lo que me ha dicho el marica de Conti; él y su guardia de asalto.
—Solo quedan dos semanas para terminar el proyecto —dijo Marshall—. Aunque nos corten la subvención, la burocracia es lenta; así que tendremos tiempo de acabar.
No parecía que Barbour le hubiera oído.
—Ha metido sus manazas en todos mis cajones. Dice que hemos sido nosotros. Que estamos compinchados. Que queremos quedarnos el espécimen para la universidad.
—No le hagas caso, Penny —replicó Sully—. Le da a quien tiene delante.
—No me dejaba en paz. Y dale, una y otra vez… ¡Dios!
Barbour se tapó la cara con las manos. De repente le temblaba todo el cuerpo por el llanto.
Marshall se apresuró a pasarle un brazo por los hombros.
—Desgraciado —murmuró Sully.
—Quizá podamos encontrarlo nosotros —dijo Chen—. O a la persona que lo ha robado. No puede andar muy lejos. Es más, aún tiene que estar aquí. Entonces nos dejarían en paz y podrían recuperar su programa.
Barbour se sorbió la nariz y se quitó de encima el brazo de Marshall suavemente.
—Todo lo que podemos hacer ya lo está haciendo Wolff —dijo Sully—. Además, dudo que se fíe de nosotros. Lo ha dejado muy claro. No sé por qué tiene esta fijación contra nosotros. El que sí parece culpable es el doctor Logan. ¿Vosotros creéis que es una coincidencia que llegara justo ayer? ¿Y
por qué no estaba en la reunión?
—Es cierto, ¿por qué? —contestó Marshall, que se había hecho la misma pregunta.
—Antes, en mi habitación, me he metido en internet para matar el tiempo y he buscado a Jeremy Logan. Parece que es profesor de historia medieval en Yale.
El año pasado publicó una monografía sobre un trastorno genético que afectaba a la realeza del Antiguo Egipto. El año anterior, una monografía sobre un fenómeno espectral en Salem, Massachusetts. «Fenómenos espectrales»—dijo Sully con desprecio—. ¿A vosotros os suena a profesor de historia?
Como nadie contestaba, suspiró y miró a su alrededor.
—Pero, en fin, especulando no llegaremos a ningún sitio.
Wright, ¿para qué querías vernos? ¿Cuál es la teoría de turno?
Faraday le miró.
—No es una teoría —dijo—; solo unas fotos.
Sully gimió.
—¿Otra vez con las fotos? ¿Para eso nos has hecho venir? ¿Sabes que te has equivocado de profesión?
Faraday no le hizo caso.
—Después de que Evan nos diera la noticia del robo, y cuando por fin se me había pasado el susto, fui a la cámara. La puerta estaba abierta, como si ya no le importase a nadie. Así que hice unas fotos.
Sully frunció el ceño.
—¿Porqué?
—¿Por qué hice fotos? Para documentación. —Faraday hizo una pausa—. Parecía que Conti ya nos echara la culpa, así que pensé que quizá… que quizá encontrase alguna prueba de nuestra inocencia. No he tenido ocasión de imprimirlas hasta hace una hora, más o menos.
Abrió la carpeta, sacó media docena de fotos de quince por veinte y se las pasó a Sully. El climatólogo las miró por encima antes de dárselas a Marshall.
Era evidente que no le habían impresionado demasiado.
La primera foto era del interior de la cámara y estaba borrosa. Aparte de los trozos y bloques de hielo que cubrían el suelo, solo se veía el calefactor del fondo y el agujero grande entre las vigas. Marshall pasó a la segunda foto, que era más nítida: un primer plano del agujero propiamente dicho.
—¿Y? —preguntó Sully.
—La gente decía que el ladrón tenía que haberse metido por debajo de la cámara. —Faraday se quitó las gafas y se las empezó a limpiar con el puño de la camisa—. Y cortar el bloque de hielo con una sierra de arco.
—Sí, lo hemos oído todos. ¿Y qué?
—¿Has visto la foto del agujero? Fíjate en las estrías.
—¿Qué estrías?
—Las marcas de la sierra. Si hubieran entrado en la cámara desde abajo, las marcas deberían ir de abajo hacia arriba, pero al examinar de cerca los bordes del agujero he visto lo contrario:
Las marcas van de arriba abajo.
—Déjame ver. —Sully cogió las fotos a Marshall y las miró con atención—. Yo no veo nada.
—¿Me permites?
Marshall las recuperó y volvió a mirar el primer plano. Aunque la luz intensa de la cámara se reflejaba en la pintura plateada, vio enseguida que Faraday tenía razón: las astillas no apuntaban hacia arriba, sino que eran claramente descendentes.
—Quienquiera que haya entrado no lo ha hecho por debajo —dijo—. Han serrado desde dentro.
Sully hizo un gesto de impaciencia con la mano.
—Wolff os ha afectado. Veis alucinaciones.
—No, está muy claro. —Marshall miró a Faraday—. ¿Sabes qué significa?
Faraday asintió.
—Significa que quien ha robado el felino conocía la combinación de la cámara.
Hasta entonces Marshall nunca había pasado del umbral de la espaciosa suite de Conti, pero cuando el director le indicó con gestos que entrase entendió enseguida la razón de que no se hubiera adueñado solo de la vivienda del comandante, sino también de la del subcomandante. Las habitaciones del Nivel C, laberínticas pero espartanas, se habían convertido en un salón enorme y opulento. Los sofás de piel, las banquetas de terciopelo y las otomanas de felpa se alternaban sobre las caras alfombras persas. Las tristes paredes de metal estaban camufladas mediante cortinajes y cuadros posmodernos con marcos discretos.
El protagonismo recaía en una gigantesca pantalla LCD de cien pulgadas, situada al fondo, detrás de varias hileras de sillas que tapaban la base; un cine privado para ver copias de trabajo, películas y (Marshall estaba seguro de ello) los Grandes Éxitos de Emilio Conti.
El director estuvo amable, incluso parecía de buen humor; el único indicio de que llevara treinta y seis horas sin dormir eran las manchas de un negro azulado de debajo de los ojos.
—Buenos días, doctor Marshall —dijo, sonriendo—. Buenos días. Adelante, por favor. Las siete y media. Perfecto. Siempre agradezco la puntualidad. —Estaba viendo algo en la pantalla gigante, algo en blanco y negro y con un poco de grano, pero lo apagó enseguida con un mando a distancia—. Siéntese, por favor.
Acompañó a Marshall a través de la sala. Al otro lado de una puerta abierta se veía una mesita de reuniones, rodeada de sillas de oficina ergonómicas. En el rincón del fondo había una movióla con tiras de película colgando de las bobinas. Mientras la miraba fijamente, Marshall se preguntó si aquel anacronismo formaba parte del trabajo de Conti o era una pose de director.
Conti tomó asiento frente a la pantalla y le invitó por señas a hacer lo mismo.
—¿Qué le parece mi salita de proyección? —preguntó sin dejar de sonreír.
—Vi cómo la traían en avión —dijo Marshall, señalando la pantalla con la cabeza—. Supuse que era alguna herramienta imprescindible para hacer documentales.
—Y es imprescindible, desde luego —respondió Conti—. No solo para montar mi película, sino para conservar la cordura. —Movió las manos, señalando dos estanterías llenas de DVD, una a cada lado de la pantalla—. ¿Ve todo aquello? Es mi biblioteca de referencia. Las mejores películas que se han hecho: las más bonitas, las más innovadoras, las que más hacen pensar…
El acorazado Potemkin, Intolerancia, Rasbomon, Perdición, La aventura, El
séptimo sello…
Están todas. Nunca viajo sin ellas.
Pero son algo más que un simple consuelo, doctor Marshall; son mi oráculo, mi templo deifico. Hay quien busca inspiración en la Biblia, y otros en el I Ching. Yo tengo esto. Y nunca me falla. Esta misma, por ejemplo.
Conti reanudó la película pulsando de nuevo en el mando a distancia.
El eterno rictus de preocupación de Víctor Mature llenó toda la pantalla.
—El beso de la muerte.
¿La conoce?
Marshall sacudió la cabeza.
Conti bajó el volumen hasta que casi no se oía.
—Una obra maestra de 1947 olvidada. Esta película consagró a Henry Hathaway; aunque seguro que ya conoce a Hathaway:
La casa de la calle
92,13 Rué Madeleine…
El caso es que al protagonista de la película, Nick Bianco… —Conti señaló a Mature, cuyo semblante exagerado ahora aparecía enmarcado tras los barrotes de una cárcel—. Le mandan a Sing Sing por un delito leve, pero su abogado, que no tiene escrúpulos, le engaña.
Para obtener la libertad condicional, hace un pacto con el fiscal: acepta delatar a un asesino psicópata que se llama Tommy Udo.
—Parece interesante.
—Se queda usted corto. Aparte de ser una excelente película, es exactamente la solución de mi problema.
Marshall frunció el ceño.
—Me he perdido.
—Cuando descubrimos que el felino no estaba, casi me dio un ataque de pánico. Tenía miedo de que estuviera en peligro mi documental, e incluso toda mi carrera. Puede imaginar lo que sentí. Tenía que ser mi non plus ultra, lo que me elevara a la altura de Eisenstein.
«¿Por un documental en hora de máxima audiencia?», pensó Marshall. Decidió callárselo.
—Me he pasado la mitad de la noche dando vueltas, preocupándome y discurriendo qué hacer. Luego he recurrido a esto.
—Señaló las estanterías—. Y como siempre, me han dado la respuesta que necesitaba.
Marshall siguió escuchando, mientras Conti movía otra vez la cabeza en dirección a la pantalla.
—Resulta que
El beso de la muerte
es lo que se llama un «docunoir», un híbrido de documental y cine negro. Un concepto muy interesante. Muy revolucionario.
Cuando Conti se volvió hacia Marshall, la luz de la pantalla dibujó un claroscuro en el contorno de su cara.
—Ayer, en caliente, estaba seguro de que había sido un robo.
Pero he tenido tiempo de pensar y ya no me lo parece. Ahora estoy convencido de que ha sido un sabotaje.
—¿Un sabotaje?
Conti asintió.
—Por muy valioso que sea el felino, la logística necesaria para sacarlo de la base, para hacerlo desaparecer, no cuadra. —Empezó a enumerar con las puntas de los dedos—. Los ladrones (que tienen que ser como mínimo dos porque el activo pesa demasiado para una sola persona) necesitarían algún tipo de transporte. Sería imposible esconderlo. Y si alguien se fuera antes de tiempo, lo sabríamos.
—¿Y Carradine, el camionero? No solo tiene un medio de transporte, sino que ha sido de los últimos en llegar.
—Han registrado a fondo su cabina y puede responder de todos sus movimientos. Como le decía, robar el felino sería de una dificultad insuperable.
En cambio, si lo único que se quisiera fuese parar el documental y que el rodaje se fuera… —Se encogió de hombros—. Bastaría con tirar el cadáver por algún barranco y no se enteraría nadie.
—¿Quién podría querer hacer algo así? —preguntó Marshall.
Conti le miró.
—Usted.
Marshall se quedó sorprendido.
—¿Yo?
—Bueno, ustedes, los científicos. Podría ser usted en concreto, pero, bien pensado, creo que la opción más evidente es el doctor Sully. Parece bastante disgustado porque no le haya convertido en una de las estrellas de
Rescatando
al tigre.
Marshall sacudió la cabeza.
—Eso es absurdo. El documental tenía que emitirse ayer.
Hoy ustedes ya se habrían ido. ¿Qué falta hacía un sabotaje?
—Sí, es verdad, yo me habría ido hoy, pero la posproducción de un rodaje, aunque no hubiera problemas, llevaría varios días más, y no digamos desmontar los escenarios y llevarse el material. Cuando entregué a Sully una previsión de fechas, no pareció muy contento que digamos. —Conti miró inquisitivamente a Marshall. Ya no sonreía—. Sully parece un hombre impulsivo. Usted no. Por eso acudo a usted. A pesar de nuestro encontronazo del otro día, le tengo por una persona razonable. Se da cuenta de lo que está en juego, tal vez más que sus colegas. Así que… ¿dónde diablos está el felino?