Infierno (20 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

BOOK: Infierno
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—Quinas. —Su voz era tranquila, persuasiva, escalofriantemente indiferente—. Habéis visto... —soltó una leve risita al darse cuenta de su involuntario y desagradable chiste— la forma en que a mi hermanita del magma le gusta alimentarse. Un mortal es un manjar exquisito que tardaría mucho tiempo en devorar; muchos días, quizá. De modo que os dejo elegir. Decidme lo que quiero saber, y recordad que poseo mis propios métodos para comprobar la verdad, y la enviaré de nuevo a dormir a la roca fundida de la que procede. Rehusad y aflojaré mi control sobre ella y dejaré que escoja un nuevo bocado antes de formular mis preguntas de nuevo; y lo haremos así una y otra vez. —Le dedicó una sonrisa—. Me da la impresión de que vos os cansaréis del juego mucho antes que ella o yo.

El ser silbó de nuevo, como para dar su aprobación, y Quinas miró una vez más al hechicero. El ojo que le quedaba estaba totalmente encarnado. Índigo no sabía si a causa de la sangre o por efecto de su curiosa lente. Su convulsionado cuerpo parecía estar totalmente fuera de su control. Cuando por fin intentó hablar no pudo hacer otra cosa que jadear, mientras su chamuscada boca se abría y cerraba espasmódicamente. Jasker aguardó, indiferente a sus esfuerzos, y por fin una voz que sonó como si la laringe que la formaba estuviera hecha jirones graznó:

—Con... testaré...

Índigo sintió cómo sus propios pulmones dejaban escapar un abrasador suspiro, y el hechicero asintió.

—Muy bien. —Tensó la cuerda de fuego otra vez—. Entonces, mientras mi hermanita aguarda para asegurarnos vuestra continuada cooperación, empezaremos.

No necesitaron volver a torturarlo. Quinas apenas podía hablar y cada palabra le producía nuevos dolores. Pero despacio, con voz titubeante, la información que deseaban les fue revelada, hasta que Jasker se convenció de que su prisionero no podía contarles nada más.

—Tenemos todo lo que puede facilitarnos —dijo,
y
regresó despacio hasta el lugar donde Índigo permanecía agachada cerca de la entrada de la cueva—. Y es suficiente.

—Sabemos que Aszareel sigue vivo y que reside en el valle de Charchad —repuso con calma.

—Sí. No sé cómo interpretar eso; ningún hombre normal podría sobrevivir en ese lugar durante más de unos pocos días. Pero es la verdad, por lo que sabe Quinas.

—Aszareel no es normal —apuntó Índigo con voz venenosa—. Es... —se interrumpió y meneó la cabeza.

El hombre se dejó caer sobre la roca a su lado y se cubrió los ojos con los dedos. Estaba agotado y, aunque el ser elemental se había ido, la cueva seguía resultando sofocante; el calor y los vapores estaban acabando con las pocas energías que le quedaban.

—Esa basura ya no nos sirve de nada —musitó cansino, señalando en dirección al pozo—. Hay una fumarola cerca; lo mataré y entregaré el cuerpo a las salamandras que viven allí. Podrán alimentarse durante un tiempo.

La cabeza de Índigo se alzó bruscamente y la muchacha contempló al capataz, que, por suerte para él, había perdido el conocimiento. Luego respondió llena de rencor:

—No. Lo llevaremos de regreso con nosotros. Quiero que viva un poco más aún.

—¿Para qué? No puede decirnos nada nuevo, y ya no lo necesitamos.

—No me importa. Quiero que viva. Quiero que
sufra.

Jasker la contempló, inquieto. Su propia sed de venganza personal estaba más que satisfecha: de hecho había encontrado desagradable gran parte de la tortura; prefería métodos más limpios cuando se trataba de desquitarse. Una ejecución rápida y la eliminación del cuerpo le parecían ahora lo más justo. Pero Índigo opinaba de otra manera. Para ella, la muerte de Quinas no sería suficiente.

Un tardío destello de humanidad intentó abrirse paso por entre el paralizante cansancio, e intentó razonar con ella.

—Dejadlo morir. Dejad que se vaya al infierno que merece y acabemos con esto.

Índigo no respondió de inmediato, sino que se quedó contemplando al hombre del pozo. Pero no veía el cuerpo destrozado de Quinas; en su mente, veía el rostro desfigurado de Chrysiva, y sintió cómo el pequeño broche de estaño le quemaba la piel bajo los pliegues de sus ropas. Entonces el rostro de la difunta se transformó y se convirtió en el de Fenran, su propio amor, desgarrado, sangrante, los ojos inexpresivos por el dolor y el horror. Finalmente sus facciones se deshicieron para transformarse en el semblante depravado y de ojos plateados de otro ser, uno que jamás había sido humano, pero que —sin embargo— derivaba su maligna existencia de la humanidad; un ser del que no se liberaría hasta que su misión hubiera terminado. Su Némesis.

—¡No! —exclamó con vehemencia.

Jasker suspiró. No tenía fuerzas para discutir más: que hiciera lo que quisiese, si es que ello aliviaba el terrible sufrimiento que la corroía interiormente.

—Muy bien —concedió resignado—. Haremos lo que queréis. —Se puso en pie—. Dudo, no obstante, que recobre el conocimiento durante algunas horas, y puede que para entonces...

—¿Para entonces pensáis que habré cambiado de opinión? —La cólera centelleó en los ojos de Índigo—. ¡No presumáis de conocerme, Jasker!

—Saia,
no presumo de nada. —Se volvió de nuevo hacia el pozo y luego se detuvo—. Sencillamente me siento un poco desconcertado al descubrir que vuestra capacidad para desquitaros excede incluso a la mía.

El broche pareció arder aún con más fuerza sobre su piel, e Índigo replicó:

—Tengo mis propias razones, Jasker.

—Sí. —Reconoció aquel punto con una irónica mueca de sus labios—. Estoy seguro de ello.

La muchacha volvió la cabeza mientras él iba a buscar a su prisionero.

10

G
rimya
se puso en pie de un salto cuando penetraron en la caverna principal. Por un instante. Índigo sintió la cálida oleada mental de su bienvenida: entonces la loba vio lo que transportaban, y la cordialidad se hizo pedazos para convertirse en un torbellino de sorpresa y confusión.

«¡Índigo!»
La angustia del animal fue como una cuchillada psíquica en la mente de la muchacha.
«¿Qué habéis hecho?»

La joven se quedó mirando con fijeza a su amiga. Por un instante vio un reflejo de la imagen, tanto física como mental, que representaba para
Grimya, y
los helados dedos del remordimiento se cerraron sobre su estómago. Luego arrojó aquel sentimiento a un lado, como si se tratara de una prenda gastada e inútil.

«Hicimos lo que era necesario»,
respondió lacónica.

«Pero el hombre sigue vivo... »

«Sí. Y así seguirá. »

«Índigo... »

—¡No!

No había sido su intención pronunciar la enojada réplica en voz alta, pero surgió antes de que pudiera evitarlo. Jasker la miró rápidamente, luego a la loba.

—¿No... ? —interrogó, con suavidad.

Índigo sacudió la cabeza con fuerza, rehusando explicarse, y el hechicero las observó con curiosidad mientras
Grimya
se daba la vuelta. Aventuró que se habían comunicado por un breve instante y no en muy buenos términos, lo cual había provocado la explosión de Índigo. A modo de experimentación envió una suave onda mental hacia
Grimya.
No obtuvo ninguna respuesta —ni siquiera pestañeó— y Jasker suspiró interiormente, dándose cuenta de que el animal o bien no podía o no quería responderle. La loba se dirigía ya hacia la salida de la cueva, con la cabeza gacha. Miró atrás en una ocasión, como si esperara que su amiga fuera a hablarle; pero la muchacha la ignoró, y
Grimya,
muy despacio y llena de desaliento, abandonó la cueva en silencio.

El hechicero depositó el cuerpo inconsciente de Quinas en el suelo, en un extremo de la cueva. Índigo se sentó, con la espalda vuelta hacia él y los hombros encogidos en una clara señal de que deseaba que la dejaran tranquila. Existía una peculiar mezcla de estar a la defensiva y de agresión en aquella postura, y Jasker sospechó que el equilibrio mental de la muchacha pendía de un hilo. Éste podía romperse en cualquier momento y arrojarla a una situación de agotamiento total o en las garras de una cólera incontrolable.

Con un sentido práctico, dijo en un tono tan casual como le fue posible ofrecer:

—Deberíamos comer. De nada sirve descuidar las necesidades físicas.

—No tengo hambre.

—Tampoco yo. —Dirigió otra rápida mirada a su prisionero—. Si os he de decir la verdad, no tengo el menor deseo de comer por el momento; estoy demasiado cansado. Pero me obligaré a hacerlo, porque es necesario. Y vos también deberíais tomar algo.

Ella volvió la cabeza, con una expresión llena de veneno.

—Maldita sea, Jasker, ¡he dicho que
no tengo hambre!
Parecéis mi vieja nodriza...

Se interrumpió en mitad de la frase y volvió la cabeza con brusquedad. A Jasker le pareció oír un débil gemido, como si la joven intentara contener las lágrimas. Suspiró a su vez y, demasiado cansado para proseguir con la cuestión, se dirigió a su pequeña reserva de alimentos y empezó a prepararse una improvisada comida. Sus existencias —jamás abundantes en el mejor de los casos, ya que la comida era escasa y se echaba a perder con rapidez— eran muy reducidas, pero consiguió reunir unos pocos restos de verdura medio seca y algunos pedazos de carne, que podía ablandarse, si era necesario, con un poco de agua. Cuando hubo terminado se volvió y advirtió que Índigo se había levantado y había atravesado la cueva para ir a contemplar a Quinas. Su expresión era fría y distante, pero a la vacilante luz de las velas le pareció detectar el anormal brillo de las lágrimas en sus ojos.

—Índigo. —Dejó la comida y se dirigió despacio hacia ella. La muchacha no se apartó cuando le pasó el brazo alrededor de los hombros y, animado, continuó hablando—: Índigo, seguís llorando a Chrysiva, y tenéis que comprender que entiendo perfectamente cómo os sentís. Pero, en venganza, le hemos sacado a esta criatura todo lo que era posible. —Miró al hombre inconsciente que tenía delante, sus cabellos quemados, la piel llena de ampollas, las manos destrozadas, el horripilante cráter negro y rojo que ocupaba el lugar en el que había estado su ojo derecho—. ¿No sería más sencillo ahora dejarle morir?

La joven cerró con fuerza los ojos y sus dientes se clavaron en su labio inferior.

—Sí. —Su voz sonaba extraña—. Sería más sencillo. Pero quiero que viva.

—¿Por qué?

—Porque... —Aspiró con fuerza—. Porque cada momento que sigue con vida, cada momento que sufre, significa una nueva venganza. ¿No lo comprendéis? —Levantó la mirada hacia él, y Jasker se quedó estupefacto ante la terrible expresión de sus ojos. La muchacha tenía el mismo aspecto que si hubiera abierto la puerta de un mundo tan perversamente maligno que le había arrebatado los últimos vestigios de humanidad a su alma, y hubiera decidido fría y deliberadamente penetrar por aquella puerta. Entonces, con un rápido movimiento, introdujo la mano en su túnica y le mostró algo que lanzó un apagado destello—. Ella me dio esto, Jasker. Era lo más valioso que poseía, y me lo dio como prueba de gratitud antes de que la matara. ¡Miradlo!
¡Miradlo!

Lo contempló, pero no intentó tocarlo. Índigo siguió hablando con voz ronca:

—Cada momento, Jasker, cada
momento
que Quinas sufra, ¡será por Chrysiva! —Su mano se cerró con fuerza alrededor del pequeño pájaro de estaño—. Y sufrirá. Ya lo creo.

—¿Por Chrysiva? —inquirió Jasker—. ¿O por alguna otra persona?

Ella se quedó como paralizada, mirándolo fijamente.

—¿Qué queréis decir?

—Sabéis lo que quiero decir. —La sujetó por los hombros; sus dedos se cerraron, inconscientemente, con tanta fuerza que la lastimaron, pero ninguno de los dos se dio cuenta de la violencia de aquel gesto—. No es por Chrysiva, ¿no es así. Índigo? Lo sé, porque yo también he sufrido esa pérdida. Es por Fenran.

Los ojos de la joven se abrieron de par en par. No se había dado cuenta de que él conocía el nombre de Fenran, y oír pronunciarlo en voz alta fue un choque que le trajo a la mente todos los recuerdos, todos los horrores, en la forma de una horda de aullantes demonios. Sintió un nudo en la garganta y dejó escapar un entrecortado sollozo.

—No —susurró—. No, es... —Empezó a temblar—. No podéis comprender, no podéis... —Las lágrimas se le agolparon en los ojos, ardientes y punzantes; y con ellas llegó un enorme y violento arrebato provocado por los sentimientos contenidos en su interior. Intentó controlar sus emociones, luchó por evitar que salieran a la superficie, hasta que, de repente, su autocontrol se hizo añicos para convertirse en un torrente de lágrimas.

—¡Índigo!

Jasker la sujetó mientras ella caía de rodillas. La muchacha extendió a ciegas los brazos hacia él, y el broche de estaño se desprendió de su mano al asirse al hombre en una desesperada y muda súplica de consuelo. Incapaz de razonar, sin detenerse a pensar, la abrazó con fuerza contra él y su visión se nubló al alzarse en su mente recuerdos que eran crueles parientes de los de la muchacha. Una cabellera larga, espesa y sedosa rozando su rostro, los contornos más menudos y flexibles de un cuerpo de mujer, la suavidad de su piel... Imaginación y anhelo se agolparon en el hechicero, y besó su rostro, sus hombros, la parte superior de su cabeza; sintió cómo ella le respondía y se aferraba a él como si ambos se pertenecieran y bajo la benevolente sonrisa de Ranaya no hubiera sido jamás de otra forma.

—No llores. —Su voz estaba ronca por la emoción; las palabras brotaron amortiguadas mientras apretaba su mejilla contra la de ella—. Mi amor, mi dulce rosa en un desierto yermo, no llores. —Y entonces pronunció un nombre que durante dos años no había sido más que una puñalada de silenciosa agonía en su corazón.

Algo en su interior se bloqueó, y la conmoción que le produjo su comportamiento aclaró su mente con la misma brusquedad como si alguien le hubiera arrojado un cubo de agua helada al rostro. Trastornado, bajó la mirada hacia Índigo. La muchacha permanecía en silencio, inmóvil, y supo que lo había oído y había comprendido el significado de lo que había dicho.

Ella levantó la cabeza, entonces, muy despacio. Las mejillas estaban húmedas a causa de las lágrimas y los ojos irritados. Sus manos, que le habían sujetado con fuerza los hombros, se soltaron lentamente y se restregó los nudillos por el enrojecido rostro.

—Jasker... —Se detuvo, luego se apartó de él y se dejó caer hasta quedar sentada en el suelo de la caverna—. Lo siento. Estaba...

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