—¡Ahhh!
No fue una palabra, sino un informe grito de protesta, un intento de articular algo que ni siquiera podía comprender. Una energía encadenada hizo poner en pie a Índigo de un salto y recorrer la cueva a grandes zancadas; no se detuvo hasta que no estuvo a punto de chocar con la pared opuesta. Apretó las palmas de las manos contra la roca y sintió cómo el calor subterráneo que brotaba del corazón del volcán, allá en las profundidades, palpitaba a través de sus dedos. Cerró los ojos para protegerse de la oleada de furia que amenazaba con trastornar su mente.
El poder del fuego. Jasker le había dicho muchas cosas sobre la naturaleza de sus poderes mágicos, la energía que extraía de los palpitantes mares de magma situados en el centro de la tierra. El fuego era su elemento: era hermano de las salamandras, primo de los dragones, señor de las llamas y del humo, y del magma fundido. Le había contado su gran ambición: establecer contacto con los titánicos espíritus del fuego, surgidos de la misma Ranaya, que dormían en lo más profundo de los inactivos conos de los volcanes; aprovechar su terrible poder y orquestar su definitiva venganza sobre el Charchad y todo lo que éste representaba. Pero aunque había llevado su mente y su espíritu hasta los límites de la resistencia de cualquier ser humano, Jasker no había podido despertar aquellos tremendos poderes. Y...
Y no era suficiente.
Lo que ardía en el interior de Índigo era más que fuego, más que la furia contenida de las Hijas de Ranaya hundidas en su profundo letargo. Desde su primer encuentro con el hechicero no había consultado la piedra-imán, ya que no la necesitaba: sabía sin el menor asomo de duda lo que le diría. Al norte. Al valle llamado Charchad. Al incandescente y putrefacto corazón de la corrupción que era su misión, y sólo suya, erradicar del mundo.
Una amarga sensación de hastiada futilidad la inundó entonces, una sensación de inutilidad que ningún tipo de buena voluntad podía despejar. Se sentó en el suelo, apoyó la espalda con desánimo contra la pared, y sacó el broche de Chrysiva para contemplarlo. El apagado estaño de la pequeña figura de pájaro centelleó a la luz de las velas, y recordó una antigua creencia de las Islas Meridionales, según la cual en el momento de la muerte el ánima abandonaba el cuerpo en la forma de una blanca y espectral ave marina que echaba a volar sobre el mar, cantando una última y hermosa canción, para seguir al sol y finalmente unirse a él. Si hubiera podido ver el ave del ánima de Chrysiva, pensó, no hubiera visto una orgullosa gaviota blanca, sino un pobre y lisiado gorrión.
Una lágrima cayó de improviso sobre el broche de estaño y se estremeció allí durante un momento antes de deslizarse sobre la mano de Índigo. Había empezado a llorar sin darse cuenta; se pasó rápidamente la mano por los ojos y cerró con fuerza los párpados. Llorando no conseguiría nada. Era la cólera lo que debía recuperar ahora, la rabia que había tenido controlada, pero que ardía en su interior, corroyéndola, desde que pusiera los pies en Vesinum. El broche era el foco de su cólera, ya que simbolizaba toda la inocencia, la esperanza, la
vida
que el Charchad había corrompido en aquella región. Y en el origen de esta corrupción, el suelo del que se alimentaba, estaba el demonio que ella, por su proceder, había soltado sobre el mundo.
Su mano se cerró sobre el broche en un repentino e involuntario gesto, mientras la rabia estallaba en su mente con una ardiente desesperación que la hizo sentir mareada. El símbolo de Chrysiva; y el suyo también, ¿no era acaso un amargo y conmovedor emblema de la maldición que había hecho caer sobre sí misma? Había prometido conservar el pequeño pájaro de estaño y guardarlo. Y mantendría esa promesa a toda costa, ya que el broche era ahora para ella lo que había sido en una ocasión para Chrysiva: un símbolo de algo perdido que lucharía por recuperar, sin importarle a qué precio.
Se oyeron pisadas en el túnel: Índigo levantó la cabeza rápidamente y pudo ver a Jasker que penetraba en la cueva. La carga del hechicero había desaparecido, y sus ojos estaban vacíos de toda emoción. Detrás de él,
Grimya
avanzaba con la cabeza gacha y arrastrando la cola; su mente estaba cerrada y parecía reacia a encontrarse con la mirada de la joven. Se recluyó en el extremo más alejado de la caverna, donde se dejó caer en el suelo y pareció no desear otra cosa que dormir.
—Ya está. —Jasker tomó el odre de agua y se llenó una copa—. Su cuerpo y su alma están con Ranaya.
Índigo se puso en pie. Una arista afilada del broche le había producido un corte en la mano allí donde lo había apretado con demasiada fuerza, pero no se dio cuenta.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Estará amaneciendo, más o menos. Quizá sea un poco más tarde. —Jasker levantó los ojos con rostro inexpresivo—. ¿Por qué?
—Quinas.
Se dio cuenta ahora del dolor que sentía en su mano y éste hizo que sus pensamientos adquirieran mayor nitidez. El hombre estudió su rostro durante unos segundos, luego dijo:
—Dudo de que esté dispuesto a cooperar con nosotros todavía. Dejémoslo un poco más: que su prisión nos facilite el trabajo.
—No. —Sacudió la cabeza—. Ya he esperado bastante, Jasker. En nombre de Chrysiva, quiero lo que Quinas pueda darnos... ¡ahora!
El hechicero siguió contemplándola.
—¿Es por Chrysiva? —repitió en voz baja—. ¿O por vos?
—Por ella, por mí, por nosotros, ¿cuál es la diferencia? —Se volvió, hundiendo la cabeza entre los hombros llena de rabia; al cabo de un instante se giró de nuevo—. Dijisteis que podíais hacerlo hablar, lo
prometisteis.
¡Si ahora no tenéis el valor de hacerlo, decidlo, y haré el trabajo yo misma!
—Índigo. —Se adelantó y posó ambas manos sobre sus hombros. Furiosa por su intento de apaciguarla, probó a desasirse, pero él la sujetó con fuerza, obligándola a mirarle.
—Muy bien —dijo el hombre al fin—. Puesto que vuestra paciencia se ha agotado, iremos ahora y haremos lo que deba hacerse. Hubiera preferido esperar, pero no importa.
La muchacha temblaba bajo sus manos, con todos sus músculos en tensión.
—Cada minuto que lo retrasemos puede significar la muerte de otro ser inocente como Chrysiva —replicó vehemente—. ¿Es eso lo que queréis?
—Sabéis que no.
—Entonces...
—Entonces no hay nada más que decir.
Los ojos de Jasker eran muy elocuentes ahora, y lo que vio allí hizo que se sintiera avergonzada, aunque luchó violenta y silenciosamente contra aquella sensación. Por fin el hechicero la soltó y dio un paso atrás.
—Si estáis lista, venid conmigo —dijo—. Aunque preferiría que me dejarais hacer esto solo.
Ella le dirigió una tosca mirada y él se encogió de hombros.
—Vamos, pues.
Grimya alzó
la cabeza cuando se dirigían hacia la boca del túnel. Índigo se detuvo y se volvió para mirar a la loba.
«¿Grimya?
¿Quieres venir con nosotros?»,
preguntó en silencio.
«No. »
La respuesta fue tajante y desconsolada.
«No quiero verlo. »
Se produjo una pausa.
«Hay tinieblas aquí. Índigo; una oscuridad cruel que no puedo comprender y que no me gusta. Por favor..., ¿estás segura de que esto es lo correcto?»
«Claro que sí. »
Podía simpatizar con la ingenuidad de
Grimya,
que daba pie a tales temores. Forzó una sonrisa, pero no resultó convincente.
«Duerme un rato. Regresaré pronto. »
«Lo sé. Pero cuando... »
La loba vaciló.
«Cuando ¿qué?»
Había un ligero matiz de impaciencia en los pensamientos de Índigo.
«No importa. » Grimya
la miró, entristecida pensó ella.
«Intentaré dormir, tal y como sugieres. »
Se tumbó de nuevo con la cabeza vuelta hacia el otro lado, mientras Índigo seguía a Jasker fuera de la cueva.
—Es más fuerte de lo que había esperado.
El hechicero regresó al lugar donde aguardaba Índigo en la parte superior de la ladera que descendía hasta el estrecho pozo que se hundía en las montañas. Su torso desnudo estaba cubierto por una película de sudor, y sus manos y brazos estaban ennegrecidos hasta los codos por el humo. Sus ojos eran como pedacitos de hielo petrificado en el interior de sus cuencas; y cuando sonrió, su gesto no poseía el menor vestigio de humanidad.
—Unos cuantos minutos más —prosiguió—, y creo que notaremos un cambio.
No deseando encontrarse con sus ojos. Índigo miró detrás de él al lugar donde Quinas yacía con los miembros extendidos sobre el suelo del pozo. El capataz seguía consciente —a Jasker le preocupaba que perdiera sus facultades mentales—, pero la boca le colgaba abierta; respiraba con dificultad, en silencio, como un pez varado en la playa, y sus ojos carecían de expresión a causa de la conmoción sufrida.
Lo que la muchacha había presenciado en aquel lugar caluroso y claustrofóbico, lleno de vapores de sulfuro, había puesto a prueba su determinación de conseguir información a cualquier precio. Jamás hubiera creído que un ser humano pudiera ser capaz de infligir torturas como las que Jasker había hecho sufrir a Quinas, y mucho menos con tal inflexible y desinteresada dedicación. El hechicero había recurrido a los más sutiles matices de su arte, y durante algo más de tres horas Quinas se había retorcido, aullado y padecido bajo el contacto del fuego en todas sus manifestaciones imaginables. Se había abrasado, sangrado, sofocado; se había balanceado sobre el abismo de la demencia total y se lo había traído de vuelta con la mente intacta, pero monstruosamente lleno de cicatrices. Su cuerpo era ahora una carcasa maltrecha, el pelo quemado, la piel llena de ampollas, los dedos fundidos unos con otros allí donde la carne se había derretido y reformado. Y durante todo aquel proceso, Jasker se había comportado como si fuera de piedra, como el experto, preciso y por completo indiferente orquestador del tormento de su víctima. Los peores asesinatos cometidos por los seguidores de Charchad, no importaba lo demenciales o depravados que pudieran ser, no eran más que una pálida sombra en comparación.
Índigo sabía que debía sentir náuseas por lo que había presenciado. No compartía la locura de Jasker, ni su personal necesidad de venganza. Ninguno de sus seres queridos había sido víctima de Quinas. Hubiera debido interceder, pedir misericordia y justicia, y rogar al hechicero que buscara otro modo. Pero incluso ahora, al contemplar el armazón destrozado de un hombre que se estremecía sobre el ardiente suelo de piedra, le resultaba imposible encontrar algo de piedad en su corazón por él; sólo hallaba un núcleo lleno de odio y repulsión, duro como el diamante.
Por fin sus ojos se encontraron con los del hechicero, y sintió un destello de satisfacción en su interior.
—¿Unos minutos?
Él se encogió de hombros descuidadamente.
—Quizá debiera de haberlo puesto en práctica antes; pero tengo aún otro pequeño truco guardado en mi manga...
—Utilizadlo, Jasker. —Sintió cómo un hilillo de sudor se deslizaba por su espalda y la sensación le produjo una oleada de furia—. Hacedlo hablar.
El hombre le sonrió de nuevo.
—Lo mejor será que os mantengáis bien alejada del fondo del pozo. Y si os queréis marchar.. —Unas cejas enarcadas hicieron una muda pregunta, e Índigo negó con la cabeza.
—Muy bien. Pero tened cuidado; el calor puede resultar mayor de lo que esperáis.
Se giró y empezó a descender por la ladera. Quinas volvió la cabeza para contemplarlo, y la joven vio cómo los músculos del rostro del capataz se tensaban llenos de agitación, aunque intentó mantener el temor alejado de su rostro.
Jasker sonrió de nuevo. Levantó los brazos como si fuera a abrazar a su amante; al cabo de un instante el calor aumentó en la caverna y estalló como una tormenta, una muralla de abrasador y sofocante color rojo que hizo que Índigo se tambaleara hacia atrás, jadeante al sentir que el aire le era arrebatado de los pulmones.
En las sombras del otro extremo de la cueva surgió de la nada una nube de humo negro y fétido, y algo cobró vida en su interior.
La criatura era tres veces más alta que Índigo, pero tan delgada como un arbolillo. No era ni un dragón ni una salamandra gigante, aunque su reluciente forma mostraba elementos de ambos seres. Unos ojos sorprendentemente humanos los contemplaron desde un afilado rostro de reptil; alas membranosas estaban dobladas sobre un cuerpo que parecía derretido y que palpitaba muy despacio; y una mano —una mano humana, pero cubierta de escamas en lugar de piel— se extendió en un gesto que imitó al de Jasker.
Entre aquel ser elemental y el hechicero chisporroteó una lengua de fuego, e Índigo vio cómo el segundo retrocedía involuntariamente cuando un rayo de energía se estrelló contra su brazo extendido. Quinas tenía la cabeza totalmente echada hacia atrás y los ojos a punto de saltarle de las órbitas, mientras intentaba descubrir el origen de aquella nueva amenaza. Y de nuevo, Jasker sonrió.
—Hermana del magma, hija de la tierra fundida: se te da la bienvenida.
El monstruo siseó, y el sonido retumbó en el limitado espacio de la cueva. A los oídos de Índigo el silbido tenía la distorsionada pero inconfundible forma de una palabra concreta:
comida;
y sintió cómo el estómago se le revolvía.
El hechicero dio dos pasos hacia atrás, con mucho cuidado, y una cuerda de fuego apareció en sus manos. La tensó con fuerza; luego, con una inclinación de cabeza, señaló al hombre que yacía tumbado en el suelo y pronunció cinco sílabas en una lengua extraña que parecía compuesta de inflexiones más que de palabras.
El ser elemental se deslizó hacia adelante, el humo del que estaba formado moviéndose con él. Se cernió, balanceándose, sobre la cabeza de Quinas. Después, tan deprisa que los sentidos de Índigo apenas si registraron el movimiento, una lengua de fuego surgió veloz de su boca y cayó sobre el ojo derecho del capataz.
Éste lanzó un alarido y su cuerpo empezó a debatirse con violencia, pero inútilmente, ya que estaba bien sujeto. Índigo tuvo una momentánea visión de una piel ennegrecida y de carne fundida allí donde había estado el ojo, antes de que el ser se doblara de nuevo hacia adelante para volver a atacar...
—¡No, hermana! —Jasker levantó la cuerda de fuego, que brilló repentinamente con una luz azulada—. ¡Es suficiente!
La criatura lanzó un agudo silbido de protesta, pero se vio obligada a obedecer. Se echó hacia atrás y permaneció suspendida en el aire, balanceándose como una serpiente que intentara hipnotizar a su presa. El hechicero dio un paso hacia adelante.