Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (43 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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Estiró la mano y la apoyó sobre la cadera de Laura. Ahí la dejó a la espera de una reacción, pero ella, aunque no hizo ademán de rechazarlo, se mantuvo quieta y en silencio. Guor se movió hacia el costado y le pegó el cuerpo a la espalda; la rodeó con sus brazos y le susurró:

—Los celos están volviéndome loco.

—No te he dado motivos para sentirlos.

—Sí —replicó él, y su respuesta surgió con la cadencia de una súplica—. Siempre me das motivos.

—Te resulta fácil pensar mal de mí. Es ya una costumbre entre nosotros —remarcó.

—Las circunstancias estuvieron siempre en nuestra contra.

Laura habría querido decirle que desde un principio habían sabido que él, por indio, y ella, por cristiana, se verían obligados a enfrentar la hostilidad de la gente, en especial la de su entorno. A ella, sin embargo, nada la había amedrentado. En medio de la incertidumbre, el claro e inequívoco deseo de ser la mujer del cacique Nahueltruz Guor había operado como vela de tormenta. Pero no habían estado unidos. Una grieta que, desde el comienzo, los había debilitado, permitió a sus enemigos ganar la batalla: la desconfianza de Nahueltruz. Tiempo más tarde, su resentimiento hizo que esa grieta fuese aun más profunda e infranqueable. Si él no hubiera dudado de su amor, si no hubiera albergado tanto rencor después de lo sucedido en Río Cuarto, le habría hecho saber que aún estaba vivo y adonde se encontraba, y ella habría corrido a su lado abandonando a su esposo y a toda su familia para siempre.

Pero Laura no dijo nada de esto y tras dominar las ganas de llorar, exclamó:

—¡Oh, Nahuel! Si por un instante pudieras penetrar mi corazón y darte cuenta de que sólo hay amor para ti. ¿Es que acaso no me conoces? ¿Qué debo hacer para que creas en mí? Si yo pudiera cambiar tu naturaleza incrédula.. —dijo, con desánimo.

—Sería una grave afrenta para mí si entre Roca y tú hubiera habido algo —expresó él, sordo a las palabras de ella—. No con él, Laura, no con él —repitió en un murmullo de furia mal contenida.

—Shhhh. No hables más —pidió ella, y se dio vuelta para encontrarlo en la oscuridad.

Le tocó la cara como el ciego que reconoce a quien tiene enfrente. Sus manos supieron que Guor tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Ese contacto parecía haberlo apaciguado, porque enseguida se escuchó su respiración regular y moderada. Laura siguió el contorno de sus labios con el índice hasta introducirlo en su boca. Guor lo mordisqueó y succionó delicadamente, y ajustó sus brazos en torno a ella para pegarla aun más a su cuerpo.

—Ámame, Nahuel. Ya no me reclames más. Sólo ámame.

CAPÍTULO XXIII.

Meeting
político

Los defensores de Roca trabajaban denodadamente para imponer su candidatura, al tiempo que achacaban la tensa y compleja situación al presidente Avellaneda, que, a pesar de simpatizar con su ministro de Guerra, actuaba con blandura y tibieza. El presidente se justificaba diciendo que una política basada en la dureza terminaría por provocar un derramamiento de sangre. A esto respondían los roquistas que no eran ellos quienes planteaban una postura inflexible sino los tejedoristas.

La polémica “Liga de gobernadores”, que Juárez Celman, concuñado de Roca, y otros políticos, en especial Simón de Iriondo, el gobernador santafesino, habían montado tan magistralmente, se convertía día a día en el puntal más firme para el triunfo sobre Tejedor y Laspiur, que ya habían lanzado su candidatura oficialmente. En Buenos Aires, los roquistas contaban con el apoyo de los autonomistas de Alsina, entre ellos Carlos Pellegríni y Dardo Rocha, y de poderosos terratenientes como Antonio Cambaceres y Diego de Alvear. La fracción del autonomismo conocida como “lírica”, capitaneada por Martín de Gamza, simpatizaba con Tejedor, como también así el mitrismo. En cuanto al interior del país, la única provincia que lo apoyaba era Corrientes, con el gobernador Valentín Virasoro a la cabeza. No obstante, el hecho de contar con Buenos Aires resultaba suficiente incentivo: casi la mitad de los electores pertenecía a esta provincia.

Las decisiones que tomaban una y otra parte llevaban a suponer que el enfrentamiento armado sería, en última instancia, lo que definiría la contienda. Los ejércitos populares de Buenos Aires seguían creciendo y realizando sus ejercicios en algunas calles de la ciudad. Las mujeres donaban joyas y los hombres fuertes sumas de dinero para comprar pertrechos. Como ofensiva, Roca mandó llamar a varios regimientos y batallones que ocuparon la ciudad de tal modo que parecían haberla sitiado.

Se denunció que el gobierno nacional enviaba tropas y proveía de armas y municiones a aquellas provincias donde se sospechaba una posible rebelión. Sarmiento, en su conocido estilo histriónico y desenfrenado, hablaba de “diez mulatillos” que, desde los gobiernos provinciales, pretendían imponerle un presidente a la República. Las principales calles de la ciudad amanecían cubiertas de libelos que enardecían los ánimos en contra de Avellaneda y de Roca. La mañana de la fiesta en el Pohteama, en la cual se anunciaría oficialmente la fórmula Roca-Madero, un panfleto exigía la renuncia del general a su cargo de ministro de Guerra y Marina.

Otros proponían como salida alternativa elegir a un candidato de conciliación, ni Roca ni Tejedor, sino alguien neutral. Se barajaron los nombres de Juan Bautista Alberdi, que acababa de regresar de Europa, de Vicente Fidel López, de Bernardo de Irigoyen, de Rufino de Elizalde, de Rawson, de Gorostiaga. Cuando se le mencionaba esta posibilidad, Roca decía que él no disponía de su candidatura sino sus electores; éstos, por su parte, se oponían a respaldar otra candidatura que no fuera la de él. Los adeptos a Tejedor respondían que jamás lo reconocerían como presidente de la República, y así todo regresaba al punto de origen.

Aunque mostraba su aire más reposado y seguro, Roca albergaba dudas que minaban su determinación. En una carta le escribió a su concuñado Juárez Celman: «La guerra civil, que me horroriza porque nos hará retroceder veinte años, se nos viene, amigo, inevitablemente». En este estado de ánimo, el general se atavió cuidadosamente y partió, junto a su mujer Clara, a la velada del Pohteama. A la entrada del teatro lo recibió una fuerte custodia de soldados, que se extendía por toda la cuadra. Los “rifleros” habían estado repitiendo la frase «¡Muerte a Roca!» demasiado frecuentemente para dejar las chances libradas al azar.

Los soldados se cuadraron y exclamaron al unísono: «¡Buenas noches, mi general!», como si lo hubieran ensayado el día entero. Entre la tropa, su prestigio era indiscutido. Roca se había granjeado la admiración y el respeto de la soldadesca como también la de los oficiales con el correr de los años, pero no cabía duda de que la expedición al desierto había servido para consolidar la posición que ostentaba en ese momento. Además, como ministro de Guerra y Marina había incorporado cambios en el ejercito para promoverlo y mejorarlo; le había devuelto el prestigio que, como institución, había ido perdiendo a lo largo de los revoltosos años de la guerra entre unitarios y federales.

Respondió al saludo y les concedió una mirada suavizada y benevolente que jamás habría usado en el cuartel. Como solía recordarse, gran parte de lo que tenía se lo debía a sus fieles chinos, como él los llamaba. Posiblemente, terminaría por deberles también la presidencia de la República. Entró de mejor ánimo al salón. Allí lo recibió una oleada de vítores y aplausos, seguido por apretones de manos y palmadas en la espalda y toda clase de comentarios y saludos. Algunas personalidades presentes en la fiesta del Club del Progreso no se encontraban en el Pohteama, entre ellos Sarmiento. Roca estudió los semblantes de quienes lo saludaban tan calurosamente y trató de vislumbrar las verdaderas intenciones que escondían. Pensó también en los favores que tendría que devolver una vez instalado en la Rosada. El
métier
de político era, por lejos, el más difícil que le había tocado llevar a cabo.

Se encontró con amigos, Gramajo, Fotheringham y Wilde, y de inmediato buscó su compañía. El coronel Mansilla se acercó a saludarlo y Roca, mientras le devolvía el apretón de mano con cordial sonrisa, pensaba «Ni pienses que te daré el ministerio de Guerra y Marina, no a un extravagante como tú, Mansilla». Se aproximó Paul Groussac y, en un estilo parco y directo que agradó al general, le pidió una entrevista para
Le Courier de la Plata.
Acordaron la fecha y el escritor francés, luego de una breve venia, se retiró junto a Mansilla.

—Se comenta —dijo Gramajo— que Tejedor va a renunciar a su candidatura para no poner en riesgo la paz del país.

—¡Qué hecho tan enaltecedor! —proclamó Wilde sarcásticamente.

—¿Esperará que yo haga lo mismo? —se preguntó Roca, y sonrió con malicia.

—Es un irresponsable —acotó Fotheringham—. Su movida conseguirá lo opuesto, es decir, atizar aun más los ánimos, incrementar la violencia.

—Él lo sabe bien —manifestó el general—. Es, justamente, lo que desea alcanzar para después endilgarme la culpa. Su estrategia es clara el desprestigio. Presentarme como el monstruo que destruirá Buenos Aires fue un hábil recurso. Los porteños escuchan hablar de mí con el mismo horror que lo haría una beata si de Lucifer se tratase. Ahora me pregunto, ¿cómo pueden los porteños tragarse semejante infamia? ¿Con qué objeto me convertiría en el destructor de la provincia más importante y rentable del país? ¿De qué modo podría despojarla de su supremacía que no es política sino geográfica e histórica?

En contadas ocasiones Roca expresaba sus dudas y conflictos de manera tan abierta. Era evidente que se sentía entre amigos. Cuando el grupo comenzó a hacerse numeroso, volvió a refugiarse en su consabida parquedad y se dedicó a escuchar al resto. Sus adeptos no eran pocos ni carecían de prestigio y poder. Contaba con hombres de estirpe y fortuna como Diego de Alvear, Lezama, Saturnino Unzué, Carlos Casares, Benjamín Victorica y otros. Lo desalentaba que una personalidad como Bartolomé Mitre, a quien admiraba desde sus años mozos, se mostrase tan contrario a su candidatura. Sarmiento no le provocaba el mismo desencanto porque sabía que lo denostaba no por estar en desacuerdo con su ideología sino porque ansiaba ocupar la Rosada de nuevo, sus motivaciones eran mezquinas.

En otro sector del salón, un grupo de jóvenes comparaba a ambos candidatos, exaltando las bonanzas de uno y remarcando las falencias del otro. Estanislao Zeballos tenía la palabra.

—El general Roca —decía— representa las ideas nuevas y reformistas, las que van de acuerdo con el progreso que se impone en el mundo entero. Quiere superar los pleitos del pasado que imposibilitaron que nuestro país se consolidara Tejedor y su gavilla de carcamanes constituyen la vieja guardia, la que se aferra a concepciones que seguirán perpetuando los problemas que tanta sangre nos costó. ¿Para qué? ¿Con qué objeto?

—Con el objeto —habló Mario Javier— de mantener el control sobre los ingresos aduaneros y de no hacer participar al resto del país en ellos. Quizás el común de los porteños esté motivado por ideales románticos incitados por los mentores del conflicto, que, en realidad, luchan por cosas menos loables y más mundanas.

—¿Qué opina usted, doctor Zeballos? —habló Miguel Cañé, un joven abogado y periodista que congeniaba con Mario Javier—. ¿Es posible que triunfe Tejedor?

—Lo dudo. De todos modos, no debemos soslayar la posibilidad del fraude electoral —Zeballos esbozó un gesto elocuente y lanzó un suspiro antes de agregar—. Ya sea que gane el general Roca o el doctor Tejedor, lo cierto es que la guerra entre uno y otro bando resulta más que probable.

—Otra vez la vieja cantinela de unitarios y federales de la cual tanto hablan nuestros abuelos y padres —se quejó Cañé—. Una guerra que dilapidó la riqueza del país y trastornó el orden.

—La verdad, Miguel —opinó Mario Javier—, es que desde 1810 no ha existido demasiado
orden
en la Argentina. Nos ha costado como sociedad conjurar la anarquía en la que fácilmente caemos. No hemos logrado ponernos de acuerdo ni siquiera después de las armas. Me avergüenzo como argentino —apostilló.

—Estados Unidos, en cambio —apuntó Pedro Palacios, un polémico escritor de veinticinco años, que usaba el seudónimo Almafuerte—, terminó sus controversias internas con una guerra que duró como mucho cuatro años y que, si bien es cierto que provocó muchísimas bajas y pérdidas, en especial en los ejércitos del sur, dejó resueltas las cuestiones entre los adversarios. Ganó el norte y punto. Ahora el país se apresta para seguir adelante.

Almafuerte, que escribía para
El Pueblo,
diario montado por Roca para defenderse y contraatacar a
El Mosquito
y a
La Nación,
había publicado recientemente un artículo acerca de la guerra de Secesión en los Estados Unidos al cual Mario Javier había prestado especial atención, interesado en el paralelo que Palacios establecía entre la Argentina y el país del norte.

—Luego de leer su artículo —se dirigió Mario a Almafuerte—, me dediqué a investigar. No se crea, Palacios —apuntó—, que en los Estados Unidos se han resuelto
todas
las cuestiones rispidas entre norte y sur. La liberación de los negros sigue siendo un tema candente. Hay grupos de sureños que se dedican a matar a los negros liberados.

—Por supuesto que nada es tan concluyente como sería deseable —admitió Almafuerte—, pero lo que quiero apuntar es que no creo que Estados Unidos esté pensando en iniciar otra guerra para solucionar los mismos problemas de años atrás. Los argentinos, en cambio, sí.

—Me comentaron recientemente —dijo Zeballos a Mario Javier—, que usted fue cautivo de los ranqueles de Mariano Rosas.

—Es cierto —respondió, sin ocultar que no ahondaría en el tema por más interesado que pareciera el resto.

—He comenzado una nueva investigación —prosiguió Zeballos—. Pienso escribir acerca de los indios del sur. Si usted me hiciera el honor de venir a mi estudio, donde podría contarme su experiencia entre los salvajes y yo tomar notas, se lo agradecería profundamente. Seria un aporte invaluable para mí.

El doctor Zeballos no provocaba una buena impresión en Mario Javier, aunque admitía que el rosarino poseía una inteligencia notable y que su futuro se perfilaba como brillante. El año anterior había publicado
La conquista de quince mil leguas,
que la señorita Laura se había negado a publicar y que había servido como base para la campaña de Roca. Con apenas veintitantos años, se había convertido en el primer presidente del Instituto Geográfico Militar. A pesar de estos antecedentes, Mario no disfrutaba de su compañía, la vanidad de Zeballos lo distanciaba de él.

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