Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (20 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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Pura tenía que acercarse y entregarle la carta que le había escrito. No se trataba de un impulso osado sino de la contestación a la nota que esa tarde, mientras leían un capítulo de
Les miserables
con las cabezas muy próximas, Blasco le había deslizado en la palma de la mano por debajo de la mesa. Pura aguardó a que terminara la clase y que sus primas y el profesor se retiraran para encerrarse en su habitación a leerla. Abrió el papel y sólo encontró una línea
“Je l'adore”.
La nota de Pura, aunque más extensa, era igualmente inflamada.

Pura se detuvo junto a Blasco y le preguntó a Laura acerca del nuevo óleo de Turner colgado detrás de ellos, una flamante adquisición realizada en la casa de remates
Christie's
en Londres por el agente de Laura, lord Edward Leighton. Se concentraron en el cuadro y, mientras Laura destacaba los aspectos del paisaje inglés, Pura introdujo la nota en el bolsillo de la levita de Blasco. Laura notó el intercambio, pero, sin variar el tono de voz, prosiguió con su exposición acerca de los efectos de la luz y de la perspectiva en la pintura. Minutos después, como resultaba evidente que a nadie le interesaba Turner y su destreza para pintar paisajes, Laura se excusó y los dejó solos.

Las notas amorosas en francés continuaron, y también las declaraciones con doble sentido, las lecturas de libros románticos, las miradas de soslayo y las más atrevidas y directas. Pronto, Eulalia, Dora y Genara, también alumnas del profesor Tejada, se convirtieron en cómplices y, con estratégicas ubicaciones, se encargaban de ocultar a la pareja de los quevedos de la abuela Celina, que siempre bordaba durante las clases, un ojo en la labor, otro sobre sus nietas. Celina, sin embargo, se percató de que en la mesa de estudio se escuchaban con mayor frecuencia suspiros, sonrisitas estúpidas y palabras susurradas, y que, cuando levantaba la vista, se topaba con mejillas sonrojadas, ojos chispeantes, labios húmedos y manos trémulas. Algunos carraspeos nerviosos y ciertos comentarios más bien explícitos por parte de la señora Celina dieron la voz de alerta a Blasco, que no deseaba perder la gracia de los Lynch. De inmediato cortó con la fluida correspondencia, las miradas intencionadas y las frases con doble sentido para volverse un circunspecto y exigente profesor de francés. Pura, convencida de que su amado Blasco había dejado de quererla, le confesó a su prima Genara que eso de «morir de amor» era posible.

Mario Javier, apiadándose del estado lastimero de su amigo Blasco, le comentó que la mulata coja que vendía confituras a la salida de misa en San Ignacio y que espantaba las moscas con un plumero, también hacía de estafeta sentimental. Blasco, que desde sus días en el colegio jesuíta de Fontainebleau no iba a misa, se presentó el domingo siguiente en la iglesia cuando las beatas todavía decían el rosario y se apostó en la puerta para ver entrar a la familia de José Camilo Lynch. Eulalia y Dora le habían asegurado que sus tíos frecuentaban la misa de diez. Previamente, había engatusado con varias monedas a Ña Micaela, la mulata coja que vendía confituras.

—Y, dígame, señorito Blasco, ¿cuál es la moza a la que tengo que entregar el mensajito?

—Su nombre es Pura Lynch. Yo se la señalaré a la salida de misa.

—¡Ni falta que hace, señorito! La conozco bien, la más grande de La Eugenia Victoria Montes, que las conozco a todas. Ya se imaginará la de añares que hace que estoy aquí vendiendo mis delicias.

—Y no se olvide de envolver dos confituras de coco con la nota insistió Blasco, Genara aseguraba que eran la perdición de su prima.

Para Blasco, los únicos que participaban de la misa esa mañana eran los Lynch, la única que contaba, Purita, hermosa en su vestido de blonda amarilla y mantilla de encaje blanco. Sus manos enguantadas que sostenían un breviario de tapas nacaradas temblaban y, aunque la mantilla le ocultaba el rostro, Blasco no tenía dificultades en imaginar el movimiento nervioso de sus labios y el bailoteo de sus pestañas.

Con sólo mirarlo una vez, Pura supo que Blasco aún la amaba. Primero la sorpresa de encontrarlo en la puerta de San Ignacio la hizo trastabillar pero una mano rápida de su padre la sostuvo. Más tarde, al sentir los ojos de Blasco sobre la nuca, no le quedó duda de que estaba allí por ella. Blasco no habría sabido si el sacerdote daba el sermón o rezaba el Padrenuestro; todos sus sentidos se dedicaban a mirar, oler, percibir, saborear a esa criatura perfecta a escasos metros de su banco. Por fin el sacerdote pronunció las ansiadas palabras
“Ite, misa est”
y la feligresía comenzó a dispersarse. Blasco se escabulló hacia el atrio, cruzó la calle del Potosí y se ubicó bajo un tilo frente al puesto de Ña Micaela, que lo miró de soslayo mientras pregonaba y sacudía el plumero sobre la mercadería.

Pura salió del templo junto a su familia y, aunque saludaba a parientes y amigos, el entrecejo fruncido a causa del persistente sol y sus continuos movimientos de cabeza dieron la pauta a Blasco de que lo buscaba con afán. Ña Micaela vendía sus confituras sin prestar atención a los movimientos de la muchacha, tanto que Blasco pensó que no la llamaría. A su debido tiempo, Pura pasó cerca del puesto y la mulata la saludó cordialmente.

—No voy a comprar nada hoy, Ña Micaela —se disculpó Pura.

—Si no quiero que me compres naa, niña Tengo algo pa'ti, algo que un caballero me ha confiao pa'que te lo dé.

Pura se aproximó al puesto, aferró el pequeño envoltorio y dio la espalda al gentío antes de abrirlo dos confituras de coco, sus preferidas, y una nota en francés. Lágrimas le asaltaron los ojos y sintió deseos de pronunciar el nombre de su amado.

—Allí está el mozo, que te va a gastar de tanto mirarte.

Pura se llevó una confitura a los labios y la mordió sensualmente, cerró los ojos e hizo una mueca de placer cuando el dulce se diluyó en su boca. Blasco seguía los movimientos y gestos de Pura con cara de tonto y la boca hecha agua.

Las misas de diez en San Ignacio se sucedieron sin interrupción al igual que las dos confituras de coco y las notas en francés. Cada domingo, Blasco se sometía al mismo suplicio, contemplar a la distancia a su adorada Pura mientras ella saboreaba el dulce. De noche, solía tener sueños eróticos y despabilarse con el sexo entumecido. Durante las clases de francés, vestía su disfraz de respetable profesor, y ya no resultaban necesarios los carraspeos nerviosos ni las frases intencionadas por parte de la abuela Celina. Las alumnas y el profesor se comportaban con decoro indiscutible. No obstante, cuando la doméstica traía la bandeja con el servicio del té, Pura deslizaba subrepticiamente en el plato con masas la confitura de coco, la que no había comido a la salida de misa, y tanto Eulalia como Dora y Genara sabían que no podían tocarla. Esa era de Blasco.

CAPÍTULO XII.

Un rubicón en tierra adentro

El general Roca, como de costumbre, se levantó con el toque de diana y mató el tiempo estudiando mapas y escribiendo informes y telegramas. A media mañana, recibió al cronista del periódico
La Pampa,
Remigio Lupo, para acordar la información que enviaría a Buenos Aires. No resultaba fácil llenar las columnas cuando la división a su cargo hacía días que se encontraba varada a la orilla del Colorado. No pasaba nada de interés. Los problemas acuciantes no tenían que ver con indios y malones sino con la escasez de víveres, el frío y las pestes, viruela y disentería especialmente. Lo primero se debía a que el capitán Guerrico no había podido remontar el río Negro como consecuencia de una bajante y, por ende, surtir de caballos y vacas a la tropa. Comían lo que cazaban, mulitas, gamos, avestruces, liebres y toda clase de aves pequeñas que los indios amigos unidos a las tropas les enseñaban a reconocer.

Roca paseó su mirada sobre el campamento y admiró el paisaje, un poco agreste. El vivac resultaba un cuadro pintoresco, en especial por las mujeres y niños que seguían a la tropa arrastrando toda clase de avíos y animales. La resistencia y fidelidad de esas mujeres eran admirables. A Roca ya lo habían sorprendido durante sus años en el Fuerte Sarmiento, donde se las conocía como cuarteleras. «Algunas son más decididas y valientes que muchos de los soldados», rumió, mientras veía aproximarse a Delia, una que lo veneraba porque Roca le había conseguido al hijo mayor un ascenso en el cuadro de suboficiales.

—La Cata y la Pituca han estao generosas hoy, mi general —expresó Delia, refiriéndose a sus gallinas—. Aquí le traigo tres huevos pa'que le hagan un gúen regúelto.

Después de tantos días de mal comer, la idea de un revuelto parecía lo más cercano a una comida en Versalles. Pero Roca estaba convencido de que el buen ejemplo a la tropa era esencial para mantener la autoridad, si sus chinos sufrían, él también.

—Mil gracias, doña Delia, pero creo que sería mejor que usted preparase un revuelto para los niños. Ellos son los que deben estar bien alimentados.

—Ya tengo pa´los gurises, mi general.

—Entonces —insistió Roca—, lleve esos huevos a la tienda de los enfermos. Quizás alguno en convalecencia los necesita para recuperarse pronto y seguir sirviendo a la Patria. Yo lo voy a apreciar más de ese modo.

—Como usté mande, mi general —dijo la mujer, y enfiló hacia donde se le había indicado

Roca volvió al carricoche y se dejó caer en la butaca. Todo el buen humor con el que había dejado Carhué dos semanas atrás se disipaba rápidamente por culpa de esa demora imprevista a orillas del Colorado, que amenazaba con dar por tierra su plan de alcanzar la isla Choele-Choel en el día de la Patria, el 25 de mayo. También amenazaba con desalentar a la tropa que, inactiva, se pasaba el día haciendo cebo, según la expresión de Gramajo. La demora alteraba además su paz interior, porque, con tiempo de sobra, se dedicaba a pensar en Laura Escalante. De noche le venían las urgencias. Podría haber mandado a buscar a alguna china del campamento, pero de nuevo el ejemplo y la autoridad moral prevalecían y se quedaba con las ganas.

Solía apelar al recuerdo de su esposa y de sus hijos, en especial de María Marcela, que le había robado el corazón. Recreaba imágenes de su vida doméstica y en cierta forma lograba serenarse. Le venía a la mente el rostro de Clara, con su belleza serena y delicada y su elegancia aristocrática. Clara era hermosa en su maternidad y en su papel de ama de casa, que desempeñaba como ninguna. Laura Escalante, en cambio, envuelta en la exuberante feminidad que desplegaba, encarnaba una tentación a la que no deseaba resistir. Junto a ella, se sentía de nuevo joven, impetuoso y arrojado; en una palabra, junto a ella se sentía vivo. Laura poseía la virtud del Leteo, y, mientras en sus brazos los problemas se desvanecían, Clara, los niños y la casa eran parte de las responsabilidades que lo agobiaban.

Sacudió la cabeza. Lo fastidiaba pensar tanto en Laura Escalante, le estaba dando demasiada importancia cuando, en realidad, una mujer como ella constituía un tipo de conquista que comenzaba y terminaba en la cama; el resto del tiempo, un hombre en serio se ocupaba de los asuntos importantes, de lo contrario se le ablandaban las mollejas, como también decía Gramajo.

Abandonó el carricoche impulsado por un nuevo brío, acicateado por el convencimiento de que no seguiría aguardando. Dio órdenes a diestra y siniestra, y el campamento comenzó a moverse con el frenesí de un avispero. El sargento Bernardo Jaime fue enviado al fortín Mercedes para hacerse de ganado y, dos días más tarde, el 14 de mayo, se reemprendió la avanzada. El primer escollo lo representó el Colorado, y no resultó tarea fácil vadearlo; fue necesario romper la barranca a fuerza de pico y pala para cruzar la impedimenta.

Superado el Colorado, la avanzada prosiguió sin contratiempos de seriedad, a excepción del desagradable régimen de carne de yegua, el frío y las pestes, que no aflojaban. En esta última etapa, Roca prefería la montura y sólo regresaba al carricoche cuando detenían la marcha para el descanso nocturno. Durante la jornada se dedicaba a compenetrarse con esa tierra regada por tanta sangre india y cristiana. Aunque la expedición no se encontraba terminada, ya la consideraba territorio de la República.

Fotheringham, gran amigo de Roca, su mano derecha en el comando de las tropas, a cargo de un escuadrón de reconocimiento, le envió un chasque con una esquela donde le aseguraba que ya había llegado al río Negro, que se había encontrado con el capitán Guerrico, con el sargento Jaime y su provisión de yeguas y caballos, y que sólo faltaba él. Le señalaba el mejor camino a tomar, el que, según su experiencia, recorrería en cinco días.

A marcha forzada se movió la columna a cargo del general Roca, que iba firme en su montura, con una excitación que aumentaba a medida que se hacía camino y los planes seguían viento en popa.

La tarde del 24 de mayo, con un cielo azulino magnífico apenas muteado por nubes blancas, Roca avistó el río Negro, su Rubicón, como muchos de sus detractores se habían burlado. «Claro que éste es mi Rubicón», se dijo, y sonrió, una sonrisa ancha y franca que pocos le conocían.

CAPÍTULO XIII.

La gente de los carrizos

El confinamiento y el silencio a los que Laura se sometió operaron favorablemente en su ánimo. Se resignó a que debería vivir sin Nahueltruz Guor y a aceptar su indiferencia. Repasar los penosos eventos de los últimos días en Río Cuarto o achacarse que debería haber actuado de esta o aquella manera sólo convertían el martirio en un estado permanente que terminaría con su cordura. Ella quería seguir viviendo. El pasado estaba tan muerto como Riglos, y, si bien de buena gana habría hecho lo que Guor le hubiese ordenado para ganarse su cariño y consideración, Laura se repetía que ya no pensaría en esa posibilidad. Lo había perdido y comenzó a aceptar esa pérdida.

Las circunstancias de la vida fueron moldeándola como a cualquiera, ella no escapó a la regla general. Sus escritos y actividades de beneficencia la satisfacían, mientras el cariño de su familia y amigos llenaba el vacío dejado por Nahueltruz. La publicación del capítulo final de
La verdad de Jimena Palmer
había significado un relevante incremento en la tirada de
La Aurora;
Mario Javier aseguraba que, por primera vez desde la apertura de la editora, obtendrían ganancias. Además, la promesa del nuevo folletín de Laura Escalante,
La gente de los carrizos,
atraía nuevos suscriptores. Eduarda y Ventura parecían los más impacientes.

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