Indias Blancas (67 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

BOOK: Indias Blancas
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Laura se sacudió las manos de Julián y lo miró fijamente. No había despecho ni rabia en sus ojos sino convicción y seguridad, lo que lo desalentaron aun más.

—Nunca he cometido locuras —pronunció la muchacha—. Lo que la gente ha juzgado descabellado, han sido actos meditados y conscientes, decisiones fundadas en mis convicciones. Siempre he actuado libremente, guiada por mis creencias, y si he escandalizado a media Buenos Aires, me tiene sin cuidado; prefiero ser criticada por mis actos a comportarme de acuerdo con las reglas de otros, a engañarme, a fingir lo que no soy. Llegaría a despreciarme por ser hipócrita. He decidido ser la mujer de Nahueltruz Guor y nada me hará torcer mi decisión.

Riglos se dijo que habría sido fácil denunciar el paradero de Guor y echarle la milicia encima. Muerto el perro, acabada la rabia. Pero se trataba de la peor solución: si Laura se enteraba de que él había guiado a Carpio y a sus hombres hasta Guor, jamás lo perdonaría, la perdería para siempre. No dudaba de Carpio, él sabría guardar silencio acerca de la fuente de información; el problema lo encarnaba Loretana. Ése era un cabo suelto que no podía darse el lujo de soslayar. La ambición la volvía peligrosa e imprevisible. De ninguna manera dependería de sus caprichos ni se sometería a sus veleidades, no le serviría en bandeja la posibilidad de amenazarlo y chantajearlo con un asunto de vital importancia. Se alejó hacia el patio, la mano en el mentón, la mirada en el suelo. Meditaba. Se le ocurrió que, después de todo, el gran amor que Laura profesaba por el indio podía convertirse en su talón de Aquiles.

—Laura —dijo, volviendo al dormitorio—, hasta hace un momento no sabía si confesarte esto porque temo que cometas una locura. Ahora, sin embargo, creo que es mejor que te lo diga. Yo sé adonde se oculta el cacique Guor.

Laura se puso de pie de un brinco y ahogó un gemido. María Pancha se acercó a paso rápido.

—¡Dónde está! —se desesperó—. ¡Llévame con él! ¡Quiero verlo! ¡Necesito verlo! ¡Él me necesita! ¡Lo sé, él me necesita!

—¡Laura, por favor! No hagas que me arrepienta de haberte confesado que conozco su paradero. Temía que reaccionaras intempestivamente. Por favor, serénate.

María Pancha tomó a Laura por la cintura y la guió hasta la silla, donde la obligó a beber unos sorbos de agua. Volvió sus ojos inquisidores a Julián que, incómodo, evitó a la negra y se concentró en el bienestar de Laura.

—¿Cómo supiste adonde está Nahuel?

—Eso no tiene importancia. Lo sé, es lo que vale ahora.

—Quiero verlo, de inmediato —insistió ella—. Por favor, dime adonde está.

—No, Laura, por el bien tuyo y el de Guor no debes conocer el lugar adonde se oculta. Carpio mantiene vigilada la pulpería y la casa de Javier. En el estado en el que te encuentras, la desesperación te jugaría una mala pasada y te precipitarías a su lado. Apenas asomes la cabeza en la calle, te seguirán. Sin intención, te convertirás en su condena.

—No, no, por Dios, no —sollozó.

María Pancha seguía atentamente los razonamientos de Riglos, mientras se decía: «Aquí hay gato encerrado». Su filantropía no la convencía.

—¿Qué hacemos, entonces? —se inquietó Laura—. Tenemos que ayudarlo.

—Sí, Laura, sí, vamos a ayudarlo —concedió Riglos—. Iré a verlo, quiero hablar con él y buscar la mejor manera de resolver este problema.

—¿Irás ahora?

—No, iré esta noche, si encuentro la posibilidad.

—¡Oh, esta noche! Las horas serán eternas —suspiró Laura. De inmediato, con nuevas ínfulas, se puso de pie y buscó papel, pluma y tinta. Le escribiría a Nahuel, anunció.

—¿Sabe leer? —se sorprendió Riglos.

La habitación se sumió en un silencio en el que sólo se distinguía el rasgueo de la pluma sobre el papel. Riglos salió nuevamente al patio, en parte para rehuir a la incrédula María Pancha; también en busca de aire fresco y de una oportunidad para serenarse.

Laura ensobró la carta y se la entregó a Julián, que la guardó en el bolsillo del pantalón.

—Gracias, Julián. Una vez más, estoy en deuda contigo. ¿Cómo podré pagarte? Prepararé un lío con ropas limpias, medicinas, comida y un odre de vino, y María Pancha lo llevará a tu habitación antes de que salgas esta noche.

Riglos la besó en la mejilla y dejó la habitación precipitadamente. María Pancha anunció que iría por agua fresca y salió detrás de él. Cruzó el corredor a tranco rápido, pues temía perderlo de vista. Se detuvo a la entrada de la cocina al verlo en actitud sospechosa. No había nadie, sólo Riglos, que tomó la carta de su bolsillo y la ocultó entre las leñas del fogón que en breve arderían para cocinar el almuerzo. Apareció Loretana y hablaron en voz baja. Dejaron la pulpería pocos minutos después.

María Pancha se acercó a la trébedes y recuperó la carta de entre la leña fresca. La abrió.

Villa del Río Cuarto, 13 de febrero de 1873

Amor mío, el portador de la presente es el doctor Julián Riglos, en quien puedes confiar plenamente. Tú ya sabes que es un gran amigo mío. Él ha ofrecido ayudarnos...

María Pancha devolvió la carta al sobre y la escondió bajo el escote de su vestido. «Abusaste de la paciencia que te tiene el doctor Riglos, Laura, —se dijo—. Él no te quiere como un padre. Te ama desde, hace años como un hombre ama a una mujer». Tomó una jarra con agua fresca y, mientras se encaminaba al dormitorio, resolvió: «Quizá sea por el bien de todos».

Esa tarde, Laura se presentó en lo de Javier por primera vez desde la muerte de Racedo. Apenas cruzó el vestíbulo, percibió tensión e incomodidad en el ambiente. Sin palabras, doña Generosa le palmeó la mejilla y le apretó el hombro en la actitud de quien da el pésame a una viuda; Mario, siempre tímido y huidizo, se quitó la gorra y bajó la cabeza en señal de saludo. El general Escalante, que leía en la sala, bajó el periódico y la contempló brevemente. Laura, flanqueada por María Pancha y doña Generosa, lo enfrentó sin amilanarse. Aunque el general se lamentaba de haberla golpeado, su terquedad y rencor le impedían un acercamiento. Se levantó del sillón y abandonó la sala.

—Me alegro de que hayas venido —aseguró doña Generosa.

—Vengo a visitar a Agustín.

—Sí, por supuesto. Está en su recámara con el padre Marcos.

Las tres mujeres pasaron al interior de la casa. Llegó Riglos, que le indicó a la criada de doña Generosa que deseaba entrevistarse con el general Escalante. José Vicente se presentó al cabo.

—General —pronunció Riglos—, necesito discutir un asunto muy delicado con usted. Se trata de Laura.

El semblante saludable de Agustín y la sonrisa con que la recibió le devolvieron algo de alegría. Donatti la saludó cariñosamente y le cedió su silla junto a la cabecera. A Agustín, en cambio, lo alarmó el estado de su hermana, que en tres días parecía haber sufrido los efectos de una enfermedad devastadora: tenía el rostro muy delgado, los ojos enrojecidos y hundidos y no presentaba el aspecto aseado y cuidado de costumbre.

—¿Por qué no has venido a verme estos días? Te ves cansada.

—No me he sentido bien. El calor, supongo. Cosas de mujer —dijo por fin, y desestimó el asunto con un ademán.

—Tampoco ha venido Nahueltruz.

—Probablemente tuvo que regresar de improvisó a Tierra Adentro —interpuso el padre Marcos.

—Agustín —habló Laura, y se movió hacia delante en la silla—, hace tiempo que quería darte esto —y desenvolvió su mantilla de la que extrajo el cuaderno de su tía Blanca Montes, el ponchito y la cajita con el guardapelo—. Pocos días después de mi llegada, Carmen, la abuela de Blasco, me entregó estas cosas. Me dijo que Lucero te las mandaba, que habían pertenecido a Uchaimañé.

Pronunció lenta y claramente las últimas palabras y aguardó casi con miedo la reacción de su hermano. La sorpresa y la emoción colmaron el rostro demacrado de Agustín y le confirieron una vitalidad que parecía perdida para siempre. Luchó por incorporarse entre las almohadas, y Laura y el padre Marcos se pusieron de pie y lo ayudaron. El sacerdote, tan sorprendido como Agustín, admiraba los objetos con igual emoción.

—Tu madre escribió sus memorias en este cuaderno. Días atrás terminé de leerlas.

—¿Esto fue escrito por mi madre? —preguntó Agustín, mientras repasaba y acariciaba las hojas que no podía leer a causa de la vista nublada de lágrimas.

—Este era su guardapelo —prosiguió Laura, y abrió la cajita—, con los mechones de sus dos hijos, el tuyo y el de Nahueltruz.

El padre Marcos y Agustín levantaron el rostro y la contemplaron fijamente, la sorpresa dibujada en sus expresiones.

—Tía Blanca lo llevaba al cuello para tener a sus hijos cerca del corazón —y no alcanzó a decir: «Agustín, tu madre te amó muchísimo» porque se le estranguló la voz.

Con mano temblorosa, Agustín abrió el guardapelo y miró fijamente el contenido hasta que Laura le mostró el ponchito.

—Esto lo tejió para ti poco antes de morir.

Agustín besó el poncho y lo presionó contra su mejilla. Laura acababa de entregarle el tesoro más preciado, los objetos que más estimaría hasta el día de su muerte. Y lo hacía feliz haberlos recibido de manos de su hermana, a quien tanto quería. Los ánimos se fueron apaciguando, las lágrimas se secaron y poco a poco recuperaron el dominio y hablaron sin que les fallara la voz. Agustín expresó que se alegraba de que Laura se hubiera enterado de que Nahueltruz Guor era su medio hermano.

—Quizás así te sea más fácil comprender lo que tengo que decirte —añadió—. Mi madre tenía un tío, su nombre era Lorenzo Pardo.

—Sí, de hecho lo menciona en sus memorias.

—Murió a principios del año pasado —prosiguió Agustín—, en la ciudad de Lima.

—Lo siento.

—Yo también sentí su muerte. Tío Lorenzo es uno de los recuerdos más lindos de mi infancia.

—Tu tío Lorenzo —habló el padre Marcos— te quería como si fueras su propio hijo.

—Lo que le pedía me lo concedía, y más —reconoció Agustín—. En realidad, lo que más me agradaba de tío Lorenzo era que parecía preferir mi compañía a la de los mayores. Eso me gratificaba y me hacía sentir importante. Antes de morir, me nombró heredero universal de sus bienes. Su fortuna, si bien no tan cuantiosa como años atrás, es importante. Como entenderás, por el voto de pobreza que hice al ordenarme, no puedo aceptar un centavo de esa herencia para beneficio personal. Por eso, he legado la mitad a la congregación a la que pertenezco y la otra mitad a mi hermano, a Nahueltruz.

Agustín detuvo su exposición y la contempló con resquemor. Había debatido noches enteras si debía incluir a Laura en el legado. Luego de sopesar pro y contras y de analizar las circunstancias, decidió dejarla fuera. El motivo principal: Laura se convertiría en una mujer muy rica el día que el general Escalante muriese.

—Ah, para eso los notarios de San Luis aquella mañana —rememoró Laura con nostalgia.

—Sí. ¿No te importa que te haya excluido? —aventuró a preguntar Agustín—. ¿No estás enojada conmigo? Nahueltruz y su familia son tan pobres —justificó—, y tú serás tan rica cuando muera papá. Después de todo, Nahueltruz es tan sobrino de tío Lorenzo como yo, y él necesita tanto ese dinero... No te importa, ¿verdad?

—¡No, no me importa! —exclamó Laura, entre lágrimas y sonrisas—, ¡claro que no me importa! Estoy feliz por Nahueltruz y por su gente. ¡Claro que no me importa! ¿Cómo pensaste que iba a enojarme contigo? —Y habría gritado a los cuatro vientos: «¿Cómo pensaste que iba a enojarme cuando yo misma daría mi vida por ese hombre? ¡Porque lo amo, lo amo!».

Pero calló.

En cambio, se desmoronó sobre el pecho de Agustín y lloró amargamente como cuando niña y Magdalena o el general la reprendían. Ahora también esperaba que su hermano mayor la consolara y le dijera que todo iba a estar bien.

CAPÍTULO XXV.

Un gran embuste

Esa madrugada, camino al escondite de Guor —el rancho de una tal Higinia, le había dicho Loretana—, Julián Riglos seguía buscando justificativos para no denunciarlo al teniente Carpio. El riesgo de granjearse el odio eterno de Laura seguía contando entre las consideraciones principales, sumado a Loretana y su volatilidad. No obstante, debía admitirlo: no tenía las agallas para cargar en su conciencia con la muerte de un hombre, por cierto, la muerte cruenta de un hombre. Porque bien sabía Riglos lo que le aguardaba al cacique Guor en manos de la milicia. Historias espeluznantes de martirios sangrientos le erizaron la piel. Era frecuente que los estaquearan, los brazos en cruz y las piernas separadas, para dedicarse por horas a martirizarlos: los sajaban, les quemaban el pecho y los testículos con brasas, les arrancaban las uñas de pies y manos, les cortaban la lengua y, por último, los castraban.

También se preguntaba lleno de resquemores qué sería de Laura si llegara a conocer el martirio de Guor. La juzgaba capaz de cualquier extremo, quitarse la vida o perder la cordura. Definitivamente la idea de entregarlo a manos del teniente Carpio era desacertada.

«No obtendré fácilmente el amor de Laura, —se convenció—, pero si consigo separarla del salvaje y convertirla en mi mujer, quizás algún día entienda que esto que haré es por su bien y a lo mejor sienta por mí lo que hoy siente por ese indio».

—Me imagino que la señorita Laura no sabe de la escapada de esta noche, ¿no, dotor? —Loretana, ubicada en la montura de Julián, quebró el silencio y lo sacó bruscamente de sus cavilaciones.

—La señorita Laura sí está enterada de la “escapada” de esta noche. Loretana, no harás un negocio de esto —advirtió Riglos.

—Yo preguntaba nomá. Curiosidad, que lo dicen. Con que cumpla su palabra y me lleve pa'la ciudad estoy más que contenta.

—¿Estás segura de que éste es el camino al rancho de esa mujer? —se inquietó Julián, y levantó la lámpara de cebo para echar luz al camino.

—Tan segura como que me llamo Loretana Chávez.

Prudencio, el cochero de Riglos, cabalgaba a la par de su patrón fuertemente armado. Cerca del rancho, Julián le indicó que aguardara a cierta distancia, atento al menor ruido. Loretana, que no deseaba enfrentar a Guor, decidió permanecer junto a Prudencio.

El rancho presentaba un aspecto fantasmagórico. Su silueta, recortada en la noche apenas iluminada por la luna, no invitaba a entrar. El interior se hallaba sumido en la oscuridad; no se percibía ningún sonido. Riglos avanzó hacia la galería y empujó la puerta, que rechinó. Levantó la lámpara. A un costado, sobre el suelo, distinguió un jergón de paja vacío, pero revuelto. Avanzó con paso inseguro y se detuvo junto a una mesa, donde apoyó la lámpara. Alguien lo sujetó por detrás y le colocó el antebrazo alrededor del cuello.

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