Carpio lo siguió, atento al paso vacilante de Racedo. En el portón del establo, se detuvieron en seco al avistar a la señorita Escalante entregada a los besos apasionados que le prodigaba un hombre enorme, con el pelo largo y negro y ropas de gaucho.
—¡Señorita! —soltó Racedo, y Laura dejó escapar un grito angustioso, mientras se cubría los pechos desnudos—. ¿Guor? —se pasmó el militar, y entrecerró los ojos en un intento por taladrar la penumbra.
Instintivamente, Nahueltruz colocó a Laura detrás de él, al tiempo que calculaba las posibilidades de escapar. Los militares se aproximaban. Racedo ya había sacado el facón y lo contemplaba con ojos de felino hambriento; una sonrisa irónica le temblaba en los labios.
—¡Mira adonde vengo a encontrarte, indio de mierda! —vociferó—. Y a usted también, señorita Escalante. Aunque si se convirtió en la puta de un indio creo que lo de
señorita
está de más.
—Se va a tragar esas palabras —prometió Nahueltruz, con acento profundo y medido.
—
Tú
te tragarás esto —amenazó Racedo, y blandió el facón—, pero antes me vas a ver gozar con la puta más linda de Río Cuarto.
—Coronel, me parece... —terció Carpio.
—¡No, Carpio! —bramó Racedo—. Este salvaje me debe una muy fulera. Me la voy a cobrar, ¡y con creces! ya vas a ver. Sujeta a la Escalante y mantente al margen si no quieres salir herido.
—Coronel, por favor —insistió Carpio, y levantó el tono de voz—. Estamos hablando de la hija del general Escalante.
—¡Hija del general Escalante! —se enfureció Racedo—. ¡Una puta como cualquier otra! —resolvió—. Diremos que Guor la vejó y asesinó, y que yo, en heroico acto, ajusticié a la bestia que osó poner sus manos sobre tan
inmaculada señorita.
Laura perdió el color del rostro y vitalidad en las piernas, y se aferró al brazo de Nahueltruz para no caer. Pero enseguida recobró las fuerzas, impulsada por una clara idea: escaparía y correría por ayuda. Si bien Nahueltruz era un hombre fuerte y, seguramente, hábil con el cuchillo, se trataba de dos militares, uno de ellos con arma de fuego —Laura ya había advertido el revólver en la cartera de Carpio—, los que lo amenazaban de muerte.
Racedo acortó la distancia blandiendo su cuchillo. Nahueltruz empujó a Laura hacia atrás, mientras desenvainaba el facón de cabo de oro y plata.
—Métete dentro del corral y no salgas —le ordenó.
Nahueltruz jaló su poncho de la montura y, haciéndolo girar en el aire, se lo enroscó en el antebrazo izquierdo. Aprestó su cuerpo para la lucha: inclinó la espalda hacia delante, separó las piernas, extendió los brazos y concentró la mirada en los ojos inyectados de su adversario. Racedo empezó a tirar mandobles para todos lados, sin regla ni tino; Nahueltruz los esquivaba con agilidad y aguardaba el momento para lanzar una finta certera y mortal. Carpio no pudo más que admirar la superioridad del indio y admitir la torpeza de su jefe.
Laura no perdía de vista al teniente Carpio, apostado en el portón del establo. Al notarlo ensimismado en la lucha, se deslizó por un costado hacia la salida. A pasos de lograr su propósito, Carpio volteó y se abalanzó sobre ella. La aferró por la cintura y le separó los pies del piso. Por un instante, al escuchar el alarido de Laura, Nahueltruz perdió la concentración, y Racedo le asestó un corte en el brazo derecho. Nahueltruz se quejó por lo bajo y apretó la herida con la mano; la sangre le escurría entre los dedos. Laura giró el rostro y mordió en el mentón al teniente Carpio, que aulló de dolor y soltó a su presa. Laura abandonó el establo a la carrera sin volver la vista atrás. Corrió hasta la pulpería y, mientras corría, se preguntaba qué debía hacer. Pediría ayuda a los parroquianos, los conduciría al establo, ellos separarían a Nahueltruz y a Racedo y sujetarían a Carpio. Al poner pie dentro de lo de doña Sabrina, encontró el lugar vacío, a excepción de Loretana, que, apoyada sobre la barra, ocultaba el rostro entre los brazos.
—¡Loretana! —exclamó—. Ven, ayúdame, el coronel Racedo quiere matar a un hombre en el establo, ¡lo va a matar!
Loretana se incorporó de súbito, los ojos llorosos y las mejillas moteadas. Laura le descubrió una expresión tan estúpida que desechó su ayuda y siguió de largo hacia la habitación de Julián Riglos.
Loretana se restregó los ojos en el mandil y disparó hacia el establo, arrepentida de su infamia, aterrada de que fuera demasiado tarde. Allí continuaba la pelea. Racedo sangraba de una herida en el hombro y Nahueltruz de una en el brazo derecho. La espantaron las expresiones de esos rostros perlados de sudor y contraídos en una mueca de rabia y desprecio; lucían ajenos al dolor y a la sangre.
El coronel Racedo tambaleó y Nahueltruz, en un movimiento veloz y fulminante, cubrió la corta distancia y le hundió el facón en el vientre. Racedo ahogó un gemido y contempló a su adversario con ojos desorbitados.
—Te dije que te ibas a tragar esas palabras —le recordó Guor cerca del oído.
Desde su posición, el teniente Carpio no lograba distinguir quién llevaba la delantera; resultaba una escena confusa de cuerpos entreverados. Sin embargo, cuando Racedo cayó de rodillas, soltó el cuchillo y se aferró a la camisa de Guor, no le quedaron dudas. Apuntó el arma y disparó.
Loretana, subrepticiamente ubicada detrás de él, lo empujó con fuerza, y Carpio se precipitó de bruces. Acto seguido, aferró un rastrillo y lo golpeó en la cabeza, dejándolo sin sentido. Se precipitó sobre Nahueltruz, que se hallaba inconsciente junto a Racedo. El disparo de Carpio lo había alcanzado en el costado derecho; la sangre manaba profusamente. La muchacha colocó el índice bajo las fosas nasales de Guor y, al percibir la tibieza de su respiración, soltó un suspiro de alivio. Se dijo: «Tengo que sacarlo de aquí antes de que esto se llene de milicos».
Guor abrió los ojos y llamó a Laura.
—Soy Loretana. Creo que Racedo está muerto. Carpio te hirió de bala. Tenemos que rajar de aquí antes de que lleguen los soldados y te fusilen sin más.
—Trae mi caballo —ordenó Guor, e intentó ponerse de pie.
Una punzada en los ijares lo hizo bramar; cerró los ojos y apretó los dientes aguardando a que el dolor mermase y el ritmo de la respiración se le compusiera. Loretana colocó el caballo junto a Guor y lo ayudó a incorporarse. Nahueltruz se colocó las riendas en la boca y mordió para soportar el suplicio que significaría montar. Ya sobre el caballo, escupió las riendas e inspiró profundas bocanadas de aire para controlar el mareo y la descompostura. Loretana se recogió la falda y, de un salto, se ubicó detrás de él.
—Por si pierdo el conocimiento —indicó Guor—, llévame a lo de la vieja Higinia.
Azuzó el caballo y dejaron el establo a todo galope.
Laura irrumpió en la habitación de Julián, que leía en la cama. Soltó el libro y se levantó.
—¡Laura! —exclamó, mientras se ajustaba el cinto de la bata.
—¡Julián, por favor! —suplicó.
—¿Qué pasa? ¿Dónde has estado todo el día?
—¡Ven, ayúdame! —suplicó y, aforrándolo por el antebrazo, lo arrastró hacia la puerta.
—¿Qué pasa? —se irritó Julián—. ¿Adónde quieres que vaya? ¿No te das cuenta de que ni siquiera estoy vestido?
—¡No podemos perder tiempo! —insistió Laura—. Racedo quiere matar a Nahueltruz. ¡quiere matarlo! —repitió, y fijó su mirada exaltada en la atónita de Riglos.
—Espérame afuera.
Julián se quitó la bata, se puso los pantalones y, a medio vestir, salió al corredor, donde Laura se paseaba de una punta a la otra, con el puño entre los dientes y el gesto de un enajenado. Al verlo, corrió hasta él, lo tomó de la mano y lo condujo hacia la calle.
—¿Racedo quiere matar a quién? —preguntó Julián, la voz agitada pues Laura lo obligaba a correr.
—A Nahueltruz Guor, al cacique Nahueltruz Guor.
—¿Quién es el cacique Nahueltruz Guor? —se inquietó, y un mal presentimiento le hizo menguar la marcha.
Laura no contestó y lo tironeó para que siguiera corriendo. En el establo, nada quedaba de la referida pelea, sólo los cuerpos de Racedo y de su asistente, el teniente Carpio. Riglos se acuclilló junto a Hilario Racedo y lo dio vuelta. La chaqueta verde ostentaba una macha oscura y viscosa a la altura del estómago; los labios morados y la palidez del semblante resultaban estremecedores. Le tomó el pulso del cuello.
—Está muerto —expresó, y Laura pegó un alarido.
Carpio se movió sobre la paja y se quejó. Riglos lo ayudó a apoyar la espalda sobre un fardo de alfalfa y le extendió su pañuelo para que limpiase la sangre que le bañaba la nuca.
—¿Qué pasó?
—Ese indio de mierda, Nahueltruz Guor, acuchilló al coronel Racedo. Alguien me asestó un golpe a traición cuando le disparé. Alcancé a herirlo.
—Racedo está muerto —pronunció Riglos, y Carpio insultó y golpeó el suelo con el puño.
Laura contemplaba la escena con incredulidad. Le costaba entender lo que estaba viendo y escuchando, todavía no reparaba en las consecuencias nefastas de la muerte de un militar a manos de un indio. Trastornada y confundida, aún buscaba a Nahueltruz en los rincones del establo y, asomada al portón, en las calles vacías del pueblo.
—¿Dónde está Nahueltruz? —preguntó por fin, y tanto Carpio como Riglos la miraron con sorpresa.
—Me debe de haber golpeado Blasco —barruntó Carpio.
Sin embargo, cuando segundos más tarde, el muchacho entró campante en el establo silbando y pateando una piedra, Riglos y Carpio se dieron cuenta de que se hallaba al margen de los sucesos.
—¿Qué pasa? —preguntó alarmado, y fijó la vista en el cuerpo inerte del coronel Racedo.
—¿Has visto a Nahueltruz? —se le abalanzó Laura.
—¡Blasco! —vociferó Carpio—. Corre al fuerte y diles a Grana y a Nájera que preparen un grupo de hombres y que vengan a buscarme. Salimos a cazar a un indio, el asesino del coronel Racedo.
Laura se quebrantó. Cayó de rodillas al suelo, se cubrió el rostro y, más que llorar, gritó convulsivamente «¡Nahuel, Nahuel!» con una angustia que dejó mudo a los demás. Riglos la sujetó por los hombros y la sostuvo en pie. La zamarreó, quería que volviera a sus cabales, nunca la había visto así, temía que colapsara.
—¡Basta! —ordenó—. ¡Cálmate! ¡Deja de llorar! ¿Quién es este Nahuel para que te pongas en este estado?
Se escuchó la risotada malévola de Carpio, y Riglos volteó enfurecido.
—Usted, doctor —habló Carpio—, debe de ser la única alma en Río Cuarto que no sabe que el cacique Nahueltruz Guor le calienta la cama a la señorita Escalante todas las noches.
Julián, demudado, volvió la vista hacia Laura y la contempló fijamente. Como la muchacha le mezquinaba los ojos y se obstinaba en ocultar el rostro, sintió miedo.
—¿Laura? —esbozó, más en tono de súplica que enojado.
Laura no lloraba ni se convulsionaba; la declaración de Carpio la había sofrenado más que sus sacudones y gritos. Sin palabras, le dio a entender que era cierto.
—¿Cómo pudiste? —le reprochó, en un hilo de voz que se oponía a la rudeza con que le apretaba los hombros.
—Estamos enamorados —interpuso ella, y lo miró a los ojos.
La seguridad y la osadía de su mirada, de su acento y de su cuerpo enfurecieron a Riglos hasta el punto de tener que recurrir a toda su voluntad para no cruzarle el rostro con una bofetada. Él la había esperado una vida; ella, en cambio, lo había traicionado con un indio. Se le descompuso el ánimo y empezó a respirar agriadamente; sabía que, si no abandonaba ese inmundo establo, caería de rodillas al suelo y lloraría como un niño.
—Julián —farfulló Laura, que sufría al verlo padecer.
Riglos levantó la mano para acallarla y apartó el rostro; en ese momento, le daba asco mirarla.
—No digas nada —musitó—. No te atrevas a hablarme. No ahora.
La tomó por el brazo y la sacó a la rastra. Laura optó por obedecer, no recordaba a Julián en ese estado, su perfil endurecido le daba miedo. Se mantuvo silenciosa, a pesar de que las angustias, las dudas y los miedos le azotaban el alma. Su mayor preocupación no eran Riglos ni Carpio ni la debacle que caería sobre ella; su única preocupación era Nahueltruz, herido y solo como estaba. Las lágrimas le bañaron el rostro y sollozó quedamente para no molestar a Julián.
Cerca de la pulpería, Riglos se detuvo al escuchar los cascos de varios caballos que avanzaban al galope. Eran los soldados del Fuerte Sarmiento, que, alertados por Blasco, concurrían al llamado del teniente Carpio. Laura bajó la vista y pensó que nada detendría los acontecimientos que sobrevendrían. Recién en ese instante experimentó como un peso insoportable la crudeza de la realidad: el coronel Racedo muerto, Nahueltruz un asesino.
Afortunadamente, la pulpería se hallaba vacía. Julián la cruzó de dos zancadas, Laura como barrilete por detrás. Abrió la puerta de la habitación y la empujó dentro.
—No te atrevas a salir de aquí —advirtió, y cerró con un golpe.
Necesitaba estar solo. Avanzó por el corredor y se confinó en su recámara, donde no se cuidó de sofrenar su rabia y dolor.
El paria
Nahueltruz Guor no perdió la conciencia mientras cabalgaban, pero, al llegar a lo de Higinia, cayó sobre el jergón como un peso muerto. Minutos más tarde, se había desvanecido.
Loretana se apresuró en armar una almohadilla y acomodársela bajo la cabeza. Miró a su alrededor, desorientada y asustada. Contaba con escaso tiempo, debía regresar a la pulpería o su repentina desaparición levantaría sospechas. Tomó la olla del fogón y corrió al río por agua. De vuelta en el rancho, encendió un fuego y la puso a hervir. Limpiaría la herida, había visto a su tía Sabrina hacerlo en varias ocasiones cuando algún cliente resultaba herido en una pelea. Buscó prendas limpias para hacer vendas, su enagua estaba inmunda. Se sorprendió al hallar calzones, camisetas y calcetines nuevos y fragantes, que, supuso, se trataban de un regalo de la señorita Laura. Obtuvo varios jirones de una camiseta.
Con el facón de Nahueltruz, le cortó la camisa a la altura de la herida. Embebió el trapo en agua caliente y limpió la sangre. Nahueltruz se quejaba y se rebullía sin abrir los ojos, sin recuperar la conciencia. Se trataba de un orificio pequeño entre las costillas por donde aún manaba sangre. Resultaba imposible vendarlo apropiadamente sin la asistencia de alguien fuerte. Protegió la herida con los trapos y tapó a Nahueltruz con la manta. Su aspecto la asustó: tenía la frente perlada, las mejillas arreboladas y los labios resecos. Llenó un cacharro con agua fresca y, levantándole la cabeza, trató de que bebiera. El agua se escurrió por sus comisuras, y Loretana no supo si Guor había tragado algo.