Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (68 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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Al principio se movía con lentitud, esperaba encontrar pronto a uno de los habitantes de la ciudad pero después de pasar por más de media docena de cruces sin encontrar ni una sola alma en las calles, Cortés empezó a apresurar el paso y a frenar sólo cuando vislumbraba alguna señal de vida tras las fachadas. No fue lo bastante hábil para captar un rostro ni tan presuntuoso como para entrar sin que lo invitaran pero vio varias veces cortinas que se movían, como si algún ciudadano tímido pero curioso se retirara del alféizar antes de que él pudiera devolverle el escrutinio. Y no era esa la única señal de tales presencias. Algunas de las alfombras que quedaban colgando sobre las balaustradas todavía se agitaban, como si los que las batían se acabaran de retirar de sus patios; las parras dejaban caer sus hojas cuando los recolectores abandonaban la fruta y huían a la seguridad de sus habitaciones.

Parecía que por muy rápido que viajara (y se movía más rápido que cualquier vehículo), era incapaz de adelantar al rumor que impulsaba a la población a ocultarse. No dejaban nada atrás: ni animales, ni niños, ni restos de basura ni pinceladas de graffiti. Todos y cada uno eran ciudadanos modélicos y mantenían su vida fuera de la vista, tras colgaduras y puertas cerradas.

Tal vacío en una metrópolis construida de una forma tan clara para estar atestada podría haber dado sensación de melancolía si no hubiera sido por las estructuras en sí, que estaban construidas con materiales tan diversos en textura y color y a los que les prestaba tal vitalidad la luz que los recorría que, si bien estaban desiertos, las calles y las plazas tenían vida propia. Los constructores habían desterrado el gris y el marrón de su paleta y en su lugar habían encontrado tejas, piedras, pavimentos y azulejos de todos los tonos y matices concebibles, luego habían mezclado sus colores con una audacia a la que no se habría atrevido ningún arquitecto del Quinto. Calle tras calle iba presentando un fastuoso espectáculo de color: fachadas de color lila y ámbar, galerías pintadas en brillantes violetas, plazas diseñadas en ocre y azul. Y por todas partes, en medio de aquel derroche de tonalidades, un escarlata de una intensidad que hería los ojos; y un blanco igual de perfecto; y en algunos sitios, utilizado con más parquedad todavía, latigazos y motas de negro: un azulejo, un ladrillo, la veta de una losa.

Pero incluso semejante belleza podía llegar a aburrir y después de ver deslizarse a su lado mil calles iguales (todas igual de heroicamente construidas, todas con los mismos colores exuberantes), el simple exceso se convirtió en algo enfermizo y Cortés se alegró al ver surgir un rayo de una de las calles cercanas, su luminosidad suficiente para hacer palidecer el color de las fachadas durante apenas un instante. En busca de su fuente cambió de dirección y entró en una plaza en cuyo centro se encontraba una única figura, un nullianac, que con la cabeza echada hacia atrás arrojaba sus silenciosos rayos hacia un cielo apenas vislumbrado. Su poder era muchísimo mayor, por muchos órdenes de magnitud, que cualquier otra cosa que Cortés hubiera presenciado entre los de su especie. Esta criatura, y era de suponer que también sus hermanos, tenía un trozo del poder de Dios entre las palmas de su rostro y su capacidad de destrucción era ahora extraordinaria.

Al presentir que se aproximaba el viajero, la criatura abandonó sus ensayos y dejó flotando la plaza para ir en busca del intruso. Cortés no sabía qué daño podía hacerle en su condición actual. Si los nullianacs eran ahora la élite de Hapexamendios, ¿quién sabía qué autoridad les habían prestado? Pero nada podía obtenerse retirándose. Si no encontraba un guía, podría vagar por aquí para siempre sin llegar a encontrar jamás a su Padre.

El nullianac estaba desnudo pero no había sensualidad ni vulnerabilidad en ese estado. Su piel era casi tan brillante como su fuego, su forma carecía de medios visibles de procreación o evacuación: sin cabello, sin pezones, sin ombligo. Giraba, giraba y volvía a girar, buscaba la entidad cuya cercanía presentía pero quizá la nueva escala de sus poderes destructivos lo había hecho insensible porque no consiguió encontrar a Cortés hasta que su espíritu flotó a pocos metros de distancia.

—¿Me estás buscando? —le dijo Cortés.

El nullianac lo encontró entonces. Unos arcos de energía juguetearon entre las palmas de su cabeza y de sus crujidos surgió la voz muy poco melodiosa de la criatura.

—Maestro —dijo.

—¿Sabes quién soy?

—Por supuesto —dijo el otro—. Por supuesto.

Su cabeza zigzagueaba como la de una serpiente hipnotizada al acercarse a Cortés.

—¿Por qué estás aquí? —dijo.

—Para ver a mi Padre.

—Ah.

—Vine aquí para honrarle.

—Como lo honramos todos.

—Estoy seguro. ¿Puedes llevarme hasta Él?

—Está en todas partes —dijo el nullianac—. Esta es su ciudad y Él está en cada una de sus motas.

—Entonces si hablo al suelo, hablo con Él, ¿no es cierto?

El nullianac lo meditó unos momentos.

—No al suelo —dijo—. No le hables al suelo.

—¿Entonces a qué? ¿A los muros? ¿Al cielo? ¿A ti? ¿Está mi Padre en ti?

Los arcos de la cabeza del nullianac se pusieron más nerviosos todavía.

—No —dijo la criatura—. Yo jamás supondría…

—¿Entonces quieres llevarme a donde pueda ofrecerle mi devoción? No tengo mucho tiempo.

Fue este comentario más que cualquier otro lo que obtuvo la sumisión del nullianac, que inclinó la cabeza cargada de muerte.

—Te llevaré —dijo, se elevó un poco más y mientras hablaba le dio la espalda a Cortés—. Pero como bien has dicho, debemos apresurarnos. Sus asuntos no pueden esperar mucho.

2

Aunque Jude detestaba la idea de dejar que Celestine subiera las escaleras, sabiendo como sabía lo que aguardaba arriba, también sabía que su presencia sólo podría estropear las pocas posibilidades que tuviera aquella mujer de acceder a la sala de meditación, así que se quedó abajo de mala gana y escuchó con toda atención (como hacían todos) alguna indicación de lo que estaba sucediendo entre las sombras del rellano.

El primer sonido que oyeron fueron los gruñidos de advertencia de los gek-a-gek, seguidos por la voz de Sartori, que les decía a los intrusos que perderían la vida si intentaban entrar. Celestine le respondió, pero en voz tan baja que el sentido de lo que decía se perdió antes de alcanzar el final del tramo y a medida que pasaban los minutos (¿fueron minutos? quizá sólo espantosos segundos, a la espera de otro estallido de violencia), Jude ya no pudo seguir resistiendo la tentación y, tras apagar las velas que tenía más cerca, comenzó un lento ascenso. Esperaba que los ángeles hicieran algún movimiento para detenerla, pero estaban demasiado ocupados atendiendo el cuerpo de Cortés, así que Jude subió sin que nada la estorbara salvo su propia cautela. Celestine todavía no había cruzado la puerta, vio Jude, pero los oviáceos ya no le impedían el paso. A una orden del hombre que había dentro, las bestias habían retrocedido y esperaban, con los vientres en el suelo, la indicación que les permitiera hacer daño. Jude ya casi estaba a medio camino del rellano superior y podía captar fragmentos del intercambio que se estaba produciendo entre madre e hijo. Fue la voz de Sartori lo que primero oyó, un susurro consumido.

—Se acabó, mamá…

—Lo sé, hijo —dijo Celestine. Había conciliación en su tono, no reproches.

—Va a matarlo todo…

—Sí. Eso también lo sé.

—Tenía que conservar el círculo para Él… es lo que Él quería.

—Y tú tenías que hacer lo que Él quería. Lo entiendo, hijo. Créeme, es cierto. Yo también Le serví, ¿recuerdas? No es un delito tan grande.

Al oír aquellas palabras de perdón, se oyó un chasquido en la puerta de la sala de meditación, que se abrió de par en par. Jude estaba demasiado lejos para ver algo aparte de las vigas, iluminadas por una vela o por la aureola de tejido oviáceo que había asistido a Sartori en la calle. Con la puerta abierta, su voz se oyó con mucha más claridad.

—¿Podrías entrar? —le preguntó a Celestine.

—¿Quieres que entre?

—Sí, mamá. Por favor. Me gustaría que estuviéramos juntos cuando llegue el final.

Un sentimiento conocido, pensó Jude. Al parecer le daba igual sobre qué pecho sollozaba y posaba la cabeza, siempre que no lo dejaran morir sólo. Celestine dejó de mostrar ambivalencia, aceptó la invitación de su hijo y entró. La puerta no se cerró ni tampoco volvieron los gek-a-gek a ocupar su lugar para bloquearla, pero Celestine desapareció de inmediato en el interior y Jude sintió grandes tentaciones de seguir subiendo para contemplar lo que allí se desarrollaba; tuvo miedo, sin embargo, de que cualquier otro avance fuera percibido por los oviáceos, así que se sentó sigilosa en las escaleras, entre el maestro que se encontraba en el piso de arriba y el cuerpo del piso de abajo. Allí esperó, escuchando el silencio de la casa; de la calle; del mundo. Mentalmente, le dio forma a una plegaria.

Diosa,
pensó,
soy tu hermana, Judith. Se acerca un gran fuego, Diosa. Ya se encuentra casi sobre mí y tengo miedo.

Arriba oyó hablar a Sartori, su voz ahora tan baja que Jude no pudo captar ninguna de sus palabras, ni siquiera con la puerta abierta. Pero sí oyó las lágrimas en las que se convirtieron y aquel sonido quebró su concentración. Perdió el hilo de la plegaria. No importaba. Ya había dicho suficiente para resumir sus sentimientos.

El fuego ya casi se encuentra sobre mí. Tengo miedo.

¿Qué quedaba por decir?

3

La velocidad a la que Cortés y el nullianac viajaban no hizo disminuir la escala de la ciudad que atravesaban, más bien al contrario. A medida que transcurrían los minutos y las calles continuaban pasando a su lado apenas sospechadas, miles y miles, los edificios levantados con la misma chillona piedra de colores, todos construidos para oscurecer el cielo, todos tendidos hasta el horizonte, la magnitud de aquella labor empezó a parecer no épica, sino descabellada. Por muy atractivos que fuesen sus colores, por muy satisfactoria que fuese su geometría y exquisitos sus detalles, la ciudad era la obra de una locura colectiva: una visión compulsiva que se había negado a dejarse aplacar hasta no haber cubierto cada milímetro del Dominio con monumentos dedicados a su propio descontento. Y tampoco había ninguna señal de vida en ninguna calle, lo que llevó a Cortés a sospechar algo que terminó por expresar en voz alta, no en forma de afirmación sino de pregunta.

—¿Quién vive aquí? —dijo.

—Hapexamendios.

—¿Y quién más?

—Es su ciudad —dijo el nullianac.

—¿No hay ciudadanos?

—Es su ciudad.

La respuesta era muy clara: aquel lugar estaba desierto. La agitación de las parras y las cortinas que había visto al llegar la había provocado o bien su propio acercamiento o, lo que era más probable, una ilusión que habían diseñado los edificios vacíos para pasar los siglos.

Pero por fin, después de viajar a través de innumerables calles indistinguibles unas de otras, comenzaban a percibirse sutiles señales de cambio en las estructuras que tenían delante. Sus llamativos colores se iban acentuando, la piedra tan empapada que con toda seguridad debía rezumar y chorrear. Y había una elaboración nueva en las fachadas y una perfección en sus proporciones que hizo pensar a Cortés que él y el nullianac se estaban acercando a la Primera Causa, de cuyo distrito las calles por las que habían pasado no habían sido más que una imitación, diluida por la repetición.

Para confirmar su sospecha de que aquel viaje estaba llegando a su fin, habló el guía de Cortés.

—Sabía que vendrías —le dijo—. Envió a algunos de mis hermanos al perímetro para recogerte.

—¿Hay muchos como tú?

—Muchos —dijo el nullianac—. Menos uno. —Entonces miró hacia Cortés—. Pero eso ya lo sabes, por supuesto. Tú lo mataste.

—Me habría matado él a mí si no lo hubiera hecho.

—¿Y no habría sido un preciado alarde para nuestra tribu —dijo— haber matado al Hijo de Dios?

La criatura sacó una carcajada de sus rayos, aunque había más humor en el estertor de un moribundo.

—¿No tienes miedo? —le preguntó Cortés.

—¿Por qué debería tener miedo?

—¿Hablar de ese modo cuando mi Padre podría oírte?

—El necesita de mis servicios —fue la respuesta—. Y yo no necesito vivir. — Hizo una pausa, luego dijo—. Aunque echaría de menos quemar los Dominios.

Ahora le tocó a Cortés preguntar por qué.

—Porque es para lo que nací. He vivido demasiado tiempo esperando esto.

—¿Cuánto tiempo?

—Muchos miles de años, maestro. Muchos, muchos miles de años.

Acalló a Cortés pensar que estaba viajando al lado de una entidad cuya esperanza de vida era mucho más inmensa que la suya y para el que esta destrucción era la recompensa de toda una vida. ¿Estaba muy lejos ese premio? se preguntó. Su sentido del tiempo quedaba empobrecido sin la ayuda del tictac de la respiración y los latidos del corazón y no sabía si había dejado su cuerpo en la calle Gamut dos minutos antes, o cinco o diez. Lo cierto es que era una duda sin demasiada importancia. Con los Dominios reconciliados, Hapexamendios podía elegir su momento y el único consuelo de Cortés era la presencia continuada de su guía, que, sospechaba, desaparecería de su lado con la primera llamada a las armas.

A medida que la calle que tenían por delante se hacía más densa, la velocidad y la altura del nullianac iba cayendo hasta que se encontraron flotando a unos centímetros del suelo, los edificios que los rodeaban eran de una elaboración grotesca, cada fracción de ladrillo y cantería grabado, tallado y cubierto de filigranas. No había belleza en esta complejidad, sólo obsesión. Su exceso era más morboso que alegre, como el movimiento incesante y absurdo de los gusanos. Y la misma decadencia se había adueñado de los colores, cuya delicadeza y profusión tanto había admirado Cortés en los alrededores. Los matices habían desaparecido. Cada color competía ahora con el escarlata. Y tampoco había luz aquí en la misma abundancia que en las afueras de la ciudad. Aunque todavía parpadeaban vetas de luminosidad en la piedra, la elaboración que los rodeaba devoraba su fulgor y deprimía estas profundidades.

—Ya no puedo llegar más lejos, Reconciliador —dijo el nullianac—. A partir de aquí, debes ir sólo.

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