Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (37 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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El cuerpo no se movía. Jude se acercó y cayó de rodillas para rasgar las delicadas hebras con las que Roxborough y sus agentes habían envuelto a Celestine. Estaban demasiado duras para sus dedos así que empezó a rasgarlas con los dientes. Las hebras eran amargas pero ella tenía los dientes afilados y una vez que sucumbió una a sus mordiscos, otras la siguieron de inmediato. Un temblor recorrió el cuerpo, como si la cautiva presintiera la liberación. Como había ocurrido con los ladrillos, el mensaje de la descomposición era contagioso y Jude sólo había partido media docena de las hebras cuando éstas empezaron a estirarse y romperse por propia voluntad, ayudadas por el movimiento del cuerpo que habían envuelto. El vuelo de una le mordió la mejilla y se vio obligada a retirarse cuando empezó a extenderse la emancipación, las hebras describían movimientos sinuosos al romperse y los extremos partidos brillaban.

Los temblores del cuerpo de Celestine eran ahora convulsiones que crecían a medida que aumentaba la ambición de las hebras. No se limitaban a volar en un arrebato, comprendió Jude, se estiraban en todas direcciones, hacia el techo de la celda y hacia sus paredes. Azotada por ellas una vez, la única manera de evitar otro contacto era retirarse al agujero por el que había entrado y luego salir tropezando por encima de los escombros.

Al salir oyó la voz de Dowd en algún lugar del laberinto, detrás de ella.

—¿Qué has estado haciendo, pichoncita?

No estaba demasiado segura, la verdad. Aunque ella había sido la iniciadora de la liberación, no era su señora. Las cuerdas tenían vida propia y ya fuera Celestine la que las movía o Roxborough el que había trenzado en su interior la orden de destruir a cualquiera que viniera en busca de la excarcelación de su prisionera, no iban a aplacarlas ni contenerlas. Algunas ya estaban arañando el borde del agujero y arrancando más ladrillos. Otras, que demostraban una elasticidad que Jude no se había esperado, se asomaban poco a poco por encima de los escombros y volcaban piedras y libros en su avance.

—Oh, Señor —oyó que decía Dowd y se volvió para verlo de pie, en el pasillo, media docena de metros más atrás, con el cuchillo de cirujano en una mano y un pañuelo ensangrentado en la otra.

Era la primera vez que lo veía de la cabeza a los pies y la carga de fragmentos del Eje que llevaba era aparente. Tenía un aspecto excepcionalmente torpe, los hombros no encajaban y tenía la pierna izquierda hacia dentro, como si le hubieran colocado mal un hueso partido.

—¿Qué hay ahí dentro? —dijo Dowd mientras cojeaba hacia ella—. ¿Es tu amiga?

—Te sugiero que no te acerques mucho —le dijo Jude.

La criatura hizo caso omiso de ella.

—¿Roxborough emparedó algo? ¡Mira eso! ¿Es un oviáceo?

—No.

—¿Entonces qué? Godolphin nunca me habló de esto.

—No lo sabía.

—¿Pero tú sí? —dijo él y se volvió para mirarla al tiempo que avanzaba para estudiar las cuerdas que no dejaban de surgir—. Estoy impresionado. Los dos nos hemos guardado unos cuantos secretitos, ¿verdad?

Una de las cuerdas se elevó de repente de entre los escombros, Dowd dio un salto hacia atrás y se le cayó el pañuelo de la mano. Se desdobló al caer y el trozo de la carne de Oscar que Dowd había envuelto en él aterrizó en el suelo. Era un simple vestigio pero ella sabía bien lo que era. La criatura le había cortado la curiosidad y se la llevaba como recuerdo.

Jude dejó escapar un gemido de asco. Dowd empezó a inclinarse para recogerlo pero la rabia de Jude (que había ocultado por Celestine) explotó.

—¡Serás cabronazo! —dijo y lo atacó con las dos manos levantadas por encima de la cabeza y unidas en un sólo puño.

La criatura estaba repleta de fragmentos de piedra y no se pudo levantar con la suficiente celeridad para evitar el golpe. Ella le golpeó en la parte de atrás del cuello, un porrazo que probablemente le hizo más daño a ella que a él pero que desequilibró un cuerpo que ya era demasiado asimétrico para su propio bien. Dowd tropezó, víctima de la ley de la gravedad y quedó tirado en los escombros. Dowd sabía lo indigno que era y eso lo encolerizó todavía más.

—¡Foca estúpida! —dijo—. ¡Estúpida foca sentimental! ¡Recógelo! ¡Venga, recógelo! Quédatelo si lo quieres.

—No lo quiero.

—No, insisto. Es un regalo, de hermano a hermana.

—¡No soy tu hermana! ¡Nunca lo fui y nunca lo seré!

Allí tirado, sobre los escombros, empezaron a salirle insectos de la boca, algunos tan gordos como cucarachas gracias al poder que transportaba en su piel. Si eran para ella o para protegerlo a él contra la presencia de la pared, Jude no lo sabía pero al verlos se alejó un paso de él.

—Voy a perdonarte esto —le dijo él, todo magnanimidad—. Estás crispada, lo sé. —Levantó el brazo—. Ayúdame a levantarme —dijo—. Dime que lo sientes y todo olvidado.

—Odio todo lo que eres —le dijo ella.

A pesar de los insectos, fue el instinto de conservación lo que la hizo hablar, no la valentía. Aquí había poder. La verdad le haría más servicio que una mentira, por muy política que fuera.

Dowd retiró el brazo y empezó a levantarse. Y mientras él lo hacía, Jude dio dos pasos y recogió el pañuelo ensangrentado y con ese gesto reclamó los últimos restos de Oscar. Al incorporarse de nuevo, sintiéndose casi culpable por lo que había hecho, percibió un movimiento en el muro. Había aparecido una pálida forma contra la oscuridad de la celda, una forma tan madura y redonda como desigual era el muro que la enmarcaba. Celestine estaba flotando, o más bien la levantaban, como habían levantado a Quaisoir, cintas de carne; los filamentos que en otro tiempo la habían asfixiado se aferraban a sus miembros como los restos de un abrigo y le rodeaban la cabeza como una capucha viva. El rostro que se ocultaba debajo era dueño de unos huesos delicados pero severos y la belleza que podría haber poseído quedaba estropeada por la demencia que ardía en su expresión. Dowd seguía en el proceso de levantarse y se volvió para seguir la mirada asombrada de Jude. Cuando posó los ojos sobre la aparición, el cuerpo le falló y volvió a caer sobre los escombros, boca abajo. De su boca criadora de insectos se escapó una sola palabra aterrada.

—¿Celestine?

La mujer se había acercado a los límites de su celda y ahora levantaba las manos pura tocar los ladrillos que la habían sellado en el interior durante tanto tiempo. Aunque sólo los rozó, dio la sensación de que huyeron de sus dedos y se derrumbaron con el resto. Había espacio de sobra para que saliera pero se quedó atrás y habló desde las sombras, sus pupilas iban de un lado a otro con expresión maníaca, los labios habían descubierto los dientes como si ensayaran alguna funesta revelación. Igualó el único pronunciamiento de Dowd con una palabra propia: —Dowd.

—Sí… —murmuró él—. Soy yo.

Así que había dicho la verdad sobre alguna parte de su biografía al menos, pensó Jude. La mujer lo conocía, igual que él afirmaba conocerla a ella.

—¿Quién te hizo esto? —dijo él.

—¿Por qué me preguntas a mí —dijo Celestine—, cuando tú formabas parte de la conspiración? —En su voz había la misma mezcla de locura y serenidad que exhibía su cuerpo, sus tonos melifluos acompañados por un aleteo que era casi una segunda voz que hablaba en tándem con la primera.

—No lo sabía, te lo juro —dijo Dowd. Ladeó la pesada cabeza para apelar a Jude—. Díselo —le dijo.

La mirada oscilante de Celestine se elevó para mirar a Jude.

—¿Tú? —dijo—. ¿Conspiraste contra mí?

—No —dijo Jude—. Yo soy la que te liberó.

—Yo me liberé.

—Pero yo le di comienzo —dijo Jude.

—Acércate más. Déjame verte mejor.

Jude dudó antes de acercarse, la cara de Dowd seguía siendo un nido de insectos. Pero Celestine volvió a exigírselo y Jude obedeció. La mujer levantó la cabeza al acercarse la joven, la volvió a un lado y a otro, quizá para imbuir de vida sus aletargados músculos.

—¿Eres la mujer de Roxborough? —dijo.

—No.

—No te acerques más —le dijo a Jude—. ¿De quién, entonces? ¿A cuál de ellos perteneces?

—No pertenezco a ninguno de ellos —dijo Jude—. Están todos muertos.

—¿Incluso Roxborough?

—Hace doscientos años que desapareció.

Al menos los ojos dejaron de parpadear y su quietud, ahora que la había, era más angustiosa que sus movimientos. Aquella mujer tenía una mirada que podía cortar el acero.

—Doscientos años —dijo. No era una pregunta, era una acusación. Y no era a Jude a la que acusaba, era a Dowd—. ¿Por qué no viniste a por mí?

—Creí que estabas muerta y enterrada —le dijo él.

—¿Muerta? No. Eso habría sido hacerme un favor. Le di un hijo. Lo crié durante un tiempo. Tú lo sabías.

—¿Cómo iba a saberlo? No era asunto mío.

—Tú me convertiste en tu asunto —dijo ella—. El día que me sacaste de mi vida y me entregaste a Dios. Yo no lo pedí y no lo quería…

—Sólo era un sirviente…

—Un perro, más bien. ¿Quién te sujeta ahora la correa? ¿Esta mujer?

—No sirvo a nadie.

—Bien. Entonces puedes servirme a mí.

—No confíes en él —dijo Jude.

—¿Y en quién preferirías que confiara? —respondió Celestine sin dignarse a mirar a Jude—. ¿En ti? Me parece que no. Tienes sangre en las manos y hueles a coito.

Estas últimas palabras estaban teñidas de tal asco que Jude no pudo evitar replicar.

—No estarías despierta si yo no te hubiera encontrado.

—Considera la libertad de abandonar este lugar mi forma de darte las gracias —respondió Celestine—. No querrías disfrutar de mi compañía mucho tiempo.

A Jude no le resultó muy difícil de creer. Después de todos los meses que había aguardado este encuentro no había revelaciones que escuchar aquí: sólo la locura de Celestine y el hielo de su cólera.

Dowd, mientras tanto, se estaba poniendo en pie y mientras lo hacía, una de las cintas de la mujer se desenvolvió entre las sombras y se estiró hacia él. A pesar de sus anteriores protestas, la criatura no hizo ademán de evitarlo. Lo había envuelto un sospechoso aire de humildad. No sólo no presentó resistencia, sino que, de hecho, le brindó las manos a Celestine para que se las atara tras unir pulso contra pulso. La mujer no desdeñó su ofrecimiento. Las cintas de su carne se envolvieron alrededor de las muñecas de Dowd y luego se apretaron y tiraron de él para subirlo por la pendiente de ladrillo.

—Ten cuidado —advirtió Jude—. Es más fuerte de lo que parece.

—Es todo robado —respondió Celestine—. Los trucos, el decoro, su poder. Nada le pertenece. No es más que un actor. ¿No es así?

Como si consintiera, Dowd inclinó la cabeza. Pero al hacerlo, clavó los talones en los escombros y se negó a que lo arrastraran un milímetro más. Jude empezó a lanzar una segunda advertencia pero antes de que pudiera decir nada, los dedos masculinos se cerraron alrededor de la carne y tiraron con fuerza. Cogida de improviso, Celestine se vio arrastrada hacia el borde abierto del agujero y antes de que el resto de los filamentos pudieran acudir en su ayuda, Dowd había levantado las muñecas por encima de la cabeza y con gesto despreocupado había partido la carne que las ataba. Celestine dejó escapar un aullido de dolor y se retiró al santuario de su celda arrastrando tras ella la cinta cortada.

Dowd no le dio sin embargo un instante de respiro, fue en su busca al instante chillándole mientras arrastraba los pies por encima del montón de cascotes.

—¡No soy tu esclavo! ¡No soy tu perro! ¡Y tú no eres ninguna puta Diosa! ¡Eres una simple puta!

Luego desapareció rugiendo en la oscuridad de la celda. Jude se aventuró a acercarse al agujero unos pasos más pero los combatientes se habían retirado hacia la parte más oculta y no vio nada de su lucha. La escuchó, sin embargo: el siseo del aliento expulsado con dolor; el ruido de los cuerpos lanzados contra la piedra. Las paredes temblaban y arrancaban los libros del pasillo de sus estantes, la marea de poder arrojaba hojas sueltas y panfletos al aire como pájaros en medio de un huracán que dejaba a los volúmenes más pesados sacudiéndose en el suelo con la espalda rota. Y luego, de repente, se terminó. La conmoción de la celda cesó por completo y hubo varios segundos de silencio inmóvil, rotos por un gemido y la visión de una mano que salía de las tinieblas y se agarraba al muro roto. Un momento después, Dowd apareció vacilante, con la otra mano se aferraba la cara. Si bien los fragmentos que llevaba eran poderosos, la carne en la que estaban asentados era débil y Celestine había explotado esa fragilidad con la eficacia de un guerrero. A la criatura le faltaba media cara, sólo se le veía el hueso y su cuerpo estaba más deshecho que el cadáver que había dejado en la mesa del piso de arriba: el abdomen abierto, los miembros apaleados.

Se cayó nada más salir. En lugar de intentar ponerse en pie (cosa que Jude dudaba que fuera capaz de hacer), se arrastró sobre los escombros como un ciego, palpando con las manos las ruinas que tenía delante. De vez en cuando se le escapaba un sollozo o un quejido pero el esfuerzo de la huida estaba consumiendo a toda prisa la poca fuerza que le quedaba y antes de llegar al suelo abierto, los ruidos se rindieron. Como se rindió él poco tiempo después. Dobló los brazos bajo el cuerpo y se derrumbó con el rostro en el suelo, rodeado de libros estremecidos.

Jude contempló el cuerpo mientras contaba hasta diez, luego volvió a dirigirse a la celda. Cuando se encontraba a unos dos metros del cuerpo de la criatura, vio un movimiento y se paró en seco. Todavía había vida en él, aunque no era la suya. Los insectos brotaban de su boca abierta como pulgas que abandonan a toda prisa un anfitrión que se está enfriando. Le salían también de la nariz y de las orejas. Sin la voluntad de su dueño para dirigirlas era muy probable que fuesen inofensivos pero Jude no pensaba ponerlos a prueba. Se apartó de ellos tanto como pudo y tomó una ruta indirecta para subir por los escombros hasta el umbral del refugio de Celestine.

El polvo que bailaba en el aire había espesado mucho las sombras, secuelas de las fuerzas que se habían desatado en su interior. Pero Celestine era visible, yacía de lado contra el muro contrario. La criatura le había hecho daño, no cabía duda. Su piel pálida estaba quemada y rota en el muslo, el costado y el hombro. El celo purgativo de Roxborough todavía tenía algo de jurisdicción en esta torre, pensó Jude. Había visto tres apóstatas derribados en el espacio de una hora: uno arriba y dos abajo.

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