Y, entonces, pudieron divisar la Cuna. Apareció de súbito una vez subieron el promontorio desde el cual era posible contemplar la extensión grisácea del mar plateado y sus costas. Cortés no había sido del todo consciente del intenso agobio que las colinas le provocaban hasta que vio el paisaje despejado. En cuanto posó los ojos en él, sintió que su ánimo mejoraba.
Había ciertas singularidades, no obstante; en especial los millares de pájaros silenciosos posados sobre la rocosa playa que se extendía a sus pies, como una extraña audiencia en espera de que el espectáculo que aguardaban comenzara en el escenario del mar, ni en el aire ni en el agua.
Pai y Cortés no descubrieron la razón de semejante reunión hasta que llegaron al borde de esta silenciosa multitud y salieron del coche. Los pájaros y el cielo no eran los únicos que permanecían inmóviles, también lo estaba la propia Cuna. Cortés se abrió camino entre las entremezcladas naciones de aves (predominaba una cierta especie relacionada con la gaviota, pero también había gansos, ostreros y unos cuantos loros) y llegó hasta el borde del lago para comprobar, primero con el pie y luego con los dedos, el estado del agua. No estaba congelada, sabía muy bien cuál era el tacto del hielo tras su amarga experiencia, sino simplemente solidificada. Aún era visible la última ola que rompiera contra la orilla; cada uno de sus remolinos y sus pequeñas crestas habían quedado paralizadas.
—Al menos no tendremos que nadar —dijo el místico.
Pai oteaba el horizonte en busca de la prisión de Scopique. La orilla opuesta no quedaba a la vista, pero la isla sí: una afilada roca gris que se alzaba desde el borde del agua a varios kilómetros del lugar donde ellos se encontraban. La
maison de santé
, tal y como Scopique la había llamado, no era más que un grupo de edificios que parecían columpiarse en la cima.
—¿Vamos ahora o esperamos a que se haga de noche? —preguntó Cortés.
—Jamás lo encontraríamos en la oscuridad —contestó Pai—. Debemos ir ahora.
Regresaron al coche y pasaron entre los pájaros, que no estaban más dispuestos a moverse ante la vista de las ruedas de lo que lo estuvieran al ver los pies. Unos cuantos se alzaron en el aire momentáneamente, pero no tardaron en volver a posarse en el suelo. La gran mayoría permaneció en la arena y murió a causa de su estoicismo.
El mar resultó ser la mejor carretera que habían tomado desde la autopista de Patashoqua; al parecer, debía de haber estado en calma cuando se solidificó. Pasaron junto a los cuerpos de varios pájaros que habían quedado atrapados en el proceso y que todavía tenían restos de carne y plumas sobre los huesos, lo que sugería que la solidificación se había producido recientemente.
—Había oído lo de caminar sobre el agua —comentó Cortés mientras se adentraban en el mar—. Pero «conducir» sobre el agua…, esto sí que es un milagro.
—¿Tienes alguna idea de lo que vamos a hacer cuando lleguemos a la isla? — preguntó Pai.
—Les decimos que queremos ver a Scopique y, cuando lo encontremos, nos marchamos con él. Si se niegan a que lo veamos, usaremos la fuerza. Así de simple.
—Puede que haya guardias armados.
—¿Ves estas manos? —le preguntó Cortés, al tiempo que apartaba las manos del volante para mostrárselas a Pai—. Estas manos son letales. —La expresión en el rostro del místico le arrancó una carcajada—. No te preocupes, las usaré con cuidado. —Volvió a aferrar el volante—. No obstante, me gusta tener poder. Me encanta. La idea de usarlo me excita de algún modo. Oye, mira eso. Los soles están saliendo.
Las nubes se separaron, permitiendo que unos cuantos rayos las atravesaran e iluminaran la isla, que en esos momentos se encontraba a algo más de un kilómetro de distancia. La llegada de los visitantes no había pasado desapercibida. Podían verse unos cuantos guardias en la cima del acantilado y sobre el parapeto de la prisión. Unas cuantas figuras se apresuraban a bajar los sinuosos escalones que descendían por la pared del acantilado, camino de las barcas amarradas en la base. En ese momento, escucharon el clamor de los pájaros de la orilla que quedaba a sus espaldas.
—Por fin se han despertado —dijo Cortés.
Pai echó un vistazo por encima del hombro. El sol iluminaba la playa y las alas de los pájaros mientras estos se alzaban en una estridente nube.
—Dios mío… —exclamó Pai.
—¿Qué pasa?
—El mar…
No fue necesario que Pai explicara nada más, ya que el mismo fenómeno que tenía lugar tras ellos se producía también por delante: sobre la superficie del lago se extendía lentamente una ola que cambiaba la naturaleza del agua a medida que pasaba. Cortés aumentó la velocidad y disminuyó la distancia que los separaba de tierra firme, pero el camino hacia la orilla ya se había licuado por completo cerca de la isla y el mensaje de su transformación se extendía a toda velocidad.
—¡Para el coche! —gritó Pai—. Si no salimos de aquí, acabaremos en el fondo.
Cortés detuvo el coche, que derrapó, y ambos salieron a toda carrera. El suelo bajo sus pies aún estaba lo bastante sólido como para correr, pero, según avanzaban, percibieron los primeros temblores que presagiaban la fusión.
—¿Sabes nadar? —gritó Cortés a Pai.
—Cuando es necesario —respondió, con los ojos fijos en la cada vez más cercana marea. El agua tenía el mismo aspecto que el mercurio y parecía estar atestada de peces en movimiento—. Pero no creo que queramos bañarnos aquí, Cortés.
—No creo que tengamos otra opción.
Al menos había alguna esperanza de rescate. Desde la orilla de la isla se acercaban unas cuantas embarcaciones; el sonido de los remos y los rítmicos gritos de los hombres que los movían se alzaban sobre el violento fragor del agua. Sin embargo, el místico no albergaba esperanza alguna por esa parte. Sus ojos habían encontrado un paso estrecho, una especie de camino helado a punto de derretirse, que llevaba desde el lugar donde se encontraban hasta tierra. Agarró a Cortés del brazo y señaló el camino.
—¡Ya lo veo! —contestó Cortés, antes de dirigirse a la zigzagueante ruta, sin dejar de comprobar el avance de las barcas mientras tanto.
Los remeros habían percibido su estrategia y cambiaron de dirección para interceptarlos. Aunque la marea se acercaba por ambos lados, la posibilidad de escapar seguía pareciendo totalmente real hasta que el sonido del coche al volcarse y hundirse sacó a Cortés de su concentración. Se giró y, al hacerlo, chocó con Pai. El místico siguió hacia delante y cayó de bruces al suelo. Cortés lo ayudó a ponerse en pie de nuevo, pero el místico se encontraba demasiado aturdido en ese momento para darse cuenta del peligro que corrían.
Desde las barcas les llegaban los gritos de alarma de los guardias y a sus espaldas se escuchaba el furor de las aguas. Cortés se echó a Pai sobre el hombro antes de proseguir con la carrera. De todos modos, habían perdido unos segundos preciosos. El bote que iba a la cabeza estaba a unos veinte metros de ellos, pero la marea se encontraba tan solo a diez a metros por detrás y a unos cinco por delante. Si se quedaba quieto, el agua los alcanzaría antes que el bote. Si trataba de echar a correr con el místico a cuestas, que aún seguía semiinconsciente, no llegaría a su cita con sus salvadores.
El desenlace de los acontecimientos no le dio elección. El agua solidificada comenzó a resquebrajarse bajo su peso combinado con el del místico, y las plateadas aguas del Chzercemit empezaron a burbujear bajo sus pies. Escuchó un grito de alarma procedente de la criatura que iba en el bote más cercano (un oethac de cabeza enorme, cubierto de cicatrices), y al instante su pierna derecha se hundió unos quince centímetros bajo la quebradiza masa de hielo. En aquel momento fue Pai quien trató de rescatarlo, pero el intento fue en vano: la capa solidificada no soportaría el peso de ninguno de los dos.
Desesperado, miró al agua en la que pronto tendría que nadar. Las criaturas que antes viera moviéndose no estaban «en» el agua, sino que «eran» el agua. Las pequeñas olas poseían espaldas y cuellos; el brillo de la espuma no era otra cosa que el centelleo de un sinfín de ojos diminutos. La barca seguía acercándose a ellos y, por un instante, pareció que podría cruzar la distancia con un golpe de remos.
—¡Vete! —le gritó a Pai, empujándolo mientras lo hacía.
Aunque el místico perdió el equilibrio, sus piernas aún tenían la suficiente fuerza como para saltar, en lugar de dejarse caer. Sus dedos atraparon el borde de la embarcación, pero la violencia del salto hizo que Cortés perdiera su precario punto de apoyo. Tuvo tiempo de ver cómo el místico era alzado al interior del bamboleante bote, y también de pensar en la posibilidad de haber alcanzado las manos tendidas en su dirección. Pero el mar no estaba dispuesto a dejar escapar a los dos bocados. A medida que se hundía en su plateada espuma y esta comenzaba a presionar a su alrededor como si fuese un ente con vida, alzó las manos sobre la cabeza con la esperanza de que el oethac lo ayudara. En vano. La consciencia lo abandonó y, una vez perdido el timón, se hundió.
C
ortés se despertó con el sonido de una plegaria. Sabía, antes de que la vista se uniese al oído, que las palabras eran una súplica, a pesar de que el idioma le resultaba desconocido. Las voces se elevaban y descendían con la misma cadencia melodiosa con la que lo hacían en las congregaciones de la Tierra; uno o dos de la media docena de oradores iban una sílaba rezagados, con lo que los versos parecían desiguales. Pero, en cualquier caso, era un sonido al que daba la bienvenida: se había acostado con la idea de que no volvería a levantarse.
La luz acarició sus ojos, pero fuera lo que fuese lo que tenía delante, era oscuro. La oscuridad tenía una textura vaga, sin embargo, y trató de concentrarse en ella. No fue hasta que su frente, sus mejillas y su barbilla informaron de su irritación al cerebro que se dio cuenta de por qué sus ojos no podían encontrarle sentido a lo que veían. Estaba tumbado de espaldas, y tenía una tela sobre el rostro. Le ordenó a su brazo que se alzara y la retirara, pero la extremidad yacía inútil a su lado. Se concentró, exigiéndole que obedeciera; su irritación aumentó a medida que el timbre de las súplicas variaba y estas se cargaban de una especie de perentoriedad angustiante. Notó que el lecho sobre el que se encontraba comenzaba a sacudirse y trató de pedir ayuda a gritos, pero había algo en su garganta que no le permitía emitir ningún sonido. La irritación se convirtió en inquietud. ¿Qué le pasaba?
Cálmate
, se dijo.
Todo se aclarará
;
limítate a no ponerte nervioso.
Pero… ¡coño, estaban levantando su cama! ¿Adónde lo llevaban? A la mierda con la calma. No podía quedarse quieto sin hacer nada mientras lo paseaban por ahí. ¡No estaba muerto, por el amor de Dios!
¿O sí lo estaba? El pensamiento despedazó toda esperanza de equilibrio. Estaba siendo alzado y portado, inerte sobre un tablero duro, con la cara cubierta por un sudario. ¿Qué significaba aquello, si no estaba muerto? Estaban rezando plegarias por su alma con la esperanza de alzarla hacia los cielos mientras acarreaban los restos que quedaban… ¿Hacia dónde? ¿A un agujero en el suelo? ¿A una pira? Tenía que detenerlos: levantar una mano, emitir un gemido, cualquier cosa que demostrara que aquella despedida era prematura. Mientras se concentraba en hacer una señal, por primitiva que fuera, una voz se elevó entre las plegarias. Tanto los oradores como los portadores se detuvieron al momento y la misma voz (¡era la de Pai!) se escuchó de nuevo.
—¡Todavía no! —dijo.
Alguien a su derecha murmuró algo en un idioma que Cortés no reconoció: palabras de consuelo, quizá. El místico respondió en el mismo idioma, con la voz desgarrada por el dolor.
Una tercera persona intervino en aquel momento en la conversación y su propósito era, sin duda, el mismo que el de su compatriota: convencer a Pai de que dejara el cuerpo en paz. ¿Qué estaban diciendo? ¿Que el cadáver no era más que una carcasa, la sombra vacía de un hombre cuyo espíritu había partido hacia un lugar mejor? Cortés deseó que Pai no escuchara. ¡El espíritu estaba allí! ¡Allí!
Y entonces, ¡alegría de alegrías!, retiraron el sudario de su rostro y Pai apareció en su campo de visión y bajó la mirada hacia él. El místico parecía medio muerto, con los ojos rojos y su belleza amoratada por el dolor.
Estoy salvado,
pensó Cortés.
Pai se dará cuenta de que tengo los ojos abiertos, que en mi cráneo hay algo más que putrefacción.
Pero semejante comprensión no se reflejó en el rostro del místico. La visión no hizo más que traer un nuevo torrente de lágrimas a sus ojos. Un hombre se colocó al lado de Pai; su cabeza era una aglomeración de brotes cristalinos y tenía las manos apoyadas sobre los hombros del místico mientras le susurraba algo al oído y lo apartaba con delicadeza. Los dedos de Pai se posaron sobre el rostro de Cortés unos segundos, cerca de sus labios. Pero su aliento, el mismo que había utilizado para echar abajo el muro que separaba los Dominios, era tan fútil en aquel momento que pasó inadvertido, y los dedos fueron retirados por la mano del que consolaba a Pai que, acto seguido, volvió a colocar el sudario sobre el rostro de Cortés.
Los oradores retomaron su endecha y los portadores su carga. Ciego una vez más, Cortés sintió que la chispa de esperanza se extinguía y era sustituida por el pánico y la furia. Pai siempre había afirmado que poseía mucha sensibilidad. ¿Cómo era posible que en aquel momento, cuando la empatía era esencial, el místico fuera inmune al peligro que corría el hombre al que consideraba su amigo? Algo más que eso: su alma gemela; alguien para quien había reconfigurado su cuerpo.
El pánico de Cortés disminuyó por un instante. ¿Había alguna esperanza enterrada entre aquellas increpaciones? Las estudió en busca de una pista. ¿Alma gemela? ¿Cuerpo reconfigurado? Sí, por supuesto: mientras pensara en el deseo, el deseo alcanzaría al místico; cambiaría al místico. Si podía sacarse la muerte de la cabeza y concentrar sus pensamientos en el sexo, podría alcanzar el núcleo proteico de Pai: provocar algún tipo de metamorfosis, por pequeña que fuera, que demostrara su estado consciente.
Como si tratara de confundirlo, un comentario de Klein le vino entonces a la cabeza; un recuerdo de otro mundo. «Todo ese tiempo malgastado», había dicho Klein, «pensando en la muerte para evitar correrte demasiado pronto…».