Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (49 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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—¿Por qué estás haciendo esto? —le preguntó.

—Porque me gusta.

Su agitación era sincera, según pudo comprobar Jude; meneó la cabeza y se cubrió la erección con los calzoncillos en un nuevo ataque de pudor.

—¿No lo estarás haciendo por mí? —insistió él—. No es necesario que lo hagas, ¿sabes?

—Lo sé.

—Me sorprende —dijo él, con el asombro reflejado en la voz—. No quiero utilizarte.

—Ni yo te lo permitiría.

—Pero tal vez no te dieras cuenta.

El comentario la irritó. La ira bulló en su interior como hacía tiempo que no le sucedía. Se puso en pie.

—Sé lo que quiero —le dijo—, pero no estoy dispuesta a suplicar para conseguirlo.

—Eso no es lo que te estoy diciendo.

—Entonces, ¿qué es lo que me estás diciendo?

—Que yo también te deseo.

—Pues haz algo al respecto —lo instó ella.

Oscar pareció encontrar estimulante su arrebato, puesto que se acercó de nuevo a ella, murmurando su nombre con voz cargada de deseo.

—Me gustaría desnudarte —le dijo—. ¿Me dejas?

—Sí.

—No quiero que hagas nada…

—En ese caso, no lo haré.

—… salvo tumbarte en la cama.

Jude lo obedeció. Oscar fue a apagar la luz del baño antes de regresar junto a la cama y contemplarla. Su erección destacaba mucho más con la luz de la lamparita, que proyectaba su sombra en el techo. La gordura nunca le había parecido una cualidad atrayente en sí misma; sin embargo, en el caso de Oscar le resultaba más que apetecible, ya que era la señal de los excesos y apetitos del hombre. Tenía enfrente a un hombre que no se veía constreñido ni por los límites del mundo ni por un puñado de vivencias y que a pesar de ello se arrodillaba delante de ella como un esclavo y lucía una expresión que encajaría mejor en un obseso.

Comenzó a desnudarla haciendo gala de una ternura exquisita. Jude había conocido a algún que otro fetichista; tipos para los que ella no había sido un ser humano, sino una percha en la que colgar un objeto con el fin de adorarlo. Si en la cabeza de ese hombre que contemplaba había algo parecido al fetichismo, el objeto de su deseo sería, sin lugar a dudas, el cuerpo que había comenzado a desvestir con tal meticulosidad que tan solo su enfebrecido adorador podría encontrar lógica. En primer lugar, le quitó las bragas; después, acabó de desabotonarle la camisa pero no se la quitó. Acto seguido, apartó el sujetador de sus pechos de modo que estuvieran disponibles para sus caricias, pero, en lugar de detenerse ahí, deslizó su atención hacia los zapatos y, tras quitárselos, los dejó junto a la cama antes de alzarle la falda con el fin de poder ver su sexo. La mirada de Oscar se detuvo en ese lugar y sus dedos ascendieron por el muslo hasta llegar a la ingle, antes de retirarse de inmediato. No la miró a los ojos en ningún momento. No obstante, ella sí lo hacía y disfrutaba del fervor y la adoración que veía en ellos. A la postre, Oscar se premió con unos cuantos besos. Para comenzar, la besó en la parte inferior de las piernas y, después, ascendió hasta las rodillas; desde allí se dirigió al vientre y a los pechos, antes de regresar a los muslos y trepar hacia el lugar que les había estado vetado a ambos hasta ese momento. Jude estaba preparada para el placer y él se lo dio, acariciándole un pecho con su enorme mano mientras pasaba la lengua por su entrepierna. Ella cerró los ojos en el instante en que él separaba sus labios, atento a cada gota de flujo que hubiera en su vulva o que hubiese resbalado por sus muslos. Cuando por fin alzó la cabeza para acabar de desvestirla (en primer lugar, la falda; después la camisa y, por último, el sujetador), el rostro de Jude estaba enrojecido y tenía la respiración agitada. Oscar arrojó la ropa al suelo y volvió a ponerse en pie. Alzó las piernas de Jude, que estaban dobladas por las rodillas, y las echó hacia atrás de modo que quedara totalmente expuesta para su deleite.

—Acaríciate tú misma —le dijo, sin soltarla.

Ella introdujo las manos entre las piernas y se tocó para él. Oscar la había acariciado bien con la lengua, pero sus dedos penetraban mucho más y la preparaban mucho mejor para su curioso objeto. Mientras tanto, Oscar la miraba con avidez, alzando los ojos hacia su rostro de vez en cuando para regresar sin pérdida de tiempo al espectáculo que se desarrollaba más abajo. Todo rastro de la duda que mostrara con anterioridad había desaparecido. La animó con su adoración y con un sinfín de apelativos cariñosos; el abultamiento de sus calzoncillos era prueba suficiente de su excitación, si es que Jude necesitaba alguna. Ella comenzó a alzar las caderas al ritmo de sus dedos y Oscar la sujetó con más fuerza, separándole las piernas antes de llevarse la mano derecha a los labios y humedecerse el dedo corazón para acercarlo después a los pliegues de su otra entrada y acariciarla con cuidado.

—¿Me la chuparás ahora? —le preguntó—. ¿Un poquito?

—Enséñamela —contestó ella.

Oscar se separó un poco para quitarse los calzoncillos. El objeto curioso había adoptado un color morado y estaba erecto en esa ocasión. Jude se sentó en la cama y volvió a metérselo en la boca, sujetándolo por la palpitante base con una mano, al tiempo que la otra seguía el flirteo con su propio sexo. Nunca había sido buena a la hora de predecir el momento exacto en el que la leche hervía, de modo que apartó sus labios para que Oscar se enfriara un poco sin dejar de mirarlo a los ojos. Ya fuese por la extracción o por el hecho de mirarlo, él pasó del punto sin retorno.

—¡Joder! —exclamó—. ¡Joder! —Y se alejó de ella mientras se agarraba con fuerza el objeto curioso con la mano.

Por un momento, pareció que había tenido éxito, ya que solo se deslizaron un par de gotas por el glande. Sin embargo, al instante, sus testículos liberaron la carga que portaban, y esta surgió con una extraordinaria abundancia, acompañada de un gemido que no solo era de placer sino también de amonestación hacia sí mismo, en opinión de Jude; una opinión que se vio confirmada en cuanto acabó de vaciar sus testículos en el suelo.

—Lo siento… —le dijo—. Lo siento.

—No tienes por qué disculparte —lo tranquilizó ella, que abandonó la cama y se inclinó para besarlo en los labios.

No obstante, él continuó murmurando sus disculpas.

—Hacía mucho que no me sucedía algo así —le dijo—. Es una reacción tan inmadura…

Jude guardó silencio, consciente de que cualquier cosa que dijera conseguiría tan solo provocar otra nueva tanda de autorreproches. Oscar entró al baño en busca de una toalla. Cuando regresó, Jude estaba recogiendo su ropa.

—¿Te vas? —le preguntó.

—A mi habitación.

—¿Es necesario? —dijo él—. Ya sé que no ha sido una actuación muy sobresaliente que digamos, pero… la cama es lo bastante grande para los dos. Y no ronco.

—La cama es enorme.

—Entonces… ¿te quedas? —insistió él.

—Me encantaría.

Él respondió con una sonrisa seductora.

—Me siento honrado —confesó—. ¿Me perdonas un momento?

Regresó al baño y encendió la luz antes de entrar y cerrar la puerta. Jude permaneció tendida en la cama, asombrada por el giro que habían tomado los acontecimientos. Lo extraño de la situación parecía apropiado. Después de todo, el viaje había comenzado con un acto de amor desubicado: un amor que se convirtió en asesinato. En esos momentos, acababa de producirse una nueva perturbación. Allí estaba ella, acostada en la cama de un hombre con un cuerpo que distaba mucho de ser hermoso y cuyo peso anhelaba sentir sobre ella; cuyas manos eran capaces de cometer un fratricidio, si bien la excitaban como jamás lo habían hecho otras. Un hombre que había recorrido más mundos que un poeta adicto al opio, pero que era incapaz de hablar de amor sin tartamudear; un hombre que era un titán, pero que cedía al miedo. Jude se acurrucó entre los almohadones de plumas y allí esperó a que le contara una historia de amor.

Él se tomó su tiempo y, cuando por fin volvió, se deslizó entre las sábanas junto a ella. Tal y como Jude esperaba, le dijo a la postre que la amaba, pero solo cuando la luz estuvo apagada y la oscuridad le impidió mirarlo a los ojos.

Cuando se durmió, lo hizo profundamente y, cuando volvió a despertarse, fue como seguir durmiendo: igual de oscuro y placentero; oscuro porque las cortinas aún estaban corridas y porque, a través del hueco que quedaba entre ellas, pudo ver que el cielo aún seguía sumido en la oscuridad; placen tero porque Oscar la penetraba por detrás. Una de sus manos le acariciaba un pecho y la otra le alzaba la pierna para facilitar el movimiento de sus caderas. La había penetrado con habilidad y tacto, según pudo darse cuenta Jude. No solo no la había despertado hasta estar dentro de ella, sino que había elegido el pasaje virginal que, de haber estado despierta, habría intentado hacerle olvidar por temor a una posible incomodidad. Sin embargo, no sentía incomodidad alguna, a pesar de que la sensación no se parecía a nada que hubiera experimentado con anterioridad. Oscar depositó unos cuantos besos ligeros como plumas en su cuello y en su hombro, como si se hubiera percatado de que estaba despierta. Ella lo hizo patente con un suspiro. Sus envites se ralentizaron hasta detenerse, pero ella echó las nalgas hacia atrás, instándolo a seguir con el movimiento a la par que lo ayudaba a satisfacer su curiosidad acerca de la profundidad a la que la podría penetrar, y descubrió que podría hacerlo hasta donde le resultara físicamente posible. Jude se sentía feliz de aceptarlo en toda su longitud y le indicó con un apretón en la mano que le acariciaba el pecho que intensificara sus caricias, mientras la otra mano bajaba hacia el lugar donde estaban unidos. Demostrando que era un hombre previsor, Oscar se había puesto un condón antes de penetrarla, lo que decía a las claras (sumado al hecho de que ya se había corrido una vez esa noche) que rayaba en la definición del amante perfecto: pausado y seguro.

Jude no utilizó la oscuridad para dar una nueva forma al cuerpo de Oscar. El hombre que presionaba la cara sobre su pelo y que le mordía el hombro no era, al contrario del místico que poco antes describiera, la representación de un ideal imaginado. Se trataba de Oscar Godolphin, con su barriga, su objeto curioso y todo lo demás. Sin embargo, sí dio una nueva forma a su propio cuerpo, de modo que en su mente se convirtió en un
pictograma
de sensaciones: del mismo lugar donde su cuerpo estaba siendo penetrado surgía una línea que ascendía a través de su abdomen y, tras pasar por encima de sus pezones, le rodeaba la nuca; allí se encontraba con la línea que dividía la espalda en dos, y la intersección de ambas formaba una espiral bajo los huesos de su cráneo. Su imaginación añadió una nueva modificación: alrededor de esa espiral, que ardía como una visión en la oscuridad reinante tras sus labios, apareció un círculo. El éxtasis que alcanzó fue perfecto: era un ser abstracto en brazos de Oscar, pero, al mismo tiempo, experimentaba el placer de la carne. No podía existir nada mejor.

Él le preguntó si podían cambiar de posición, con un escueto «la herida» a modo de explicación.

Jude se incorporó hasta quedar apoyada sobre los codos y las rodillas y, entretanto, Oscar abandonó su cuerpo durante un angustioso instante, antes de volver a poner a trabajar al objeto curioso. El ritmo de sus embestidas no tardó en incrementarse, al tiempo que sus dedos penetraban el sexo de Jude y su voz se introducía en su cerebro, ambos expresando el placer que sentía. El pictograma brillaba en la mente de Jude, su resplandor era deslumbrante de un extremo a otro. Ella comenzó a gritar, en un principio un simple «sí, sí», para después expresar sus demandas de modo conciso, con lo que consiguió que Oscar se excitara todavía más y su inventiva alcanzara nuevas cotas. El pictograma adquirió un brillo cegador y arrasó todo pensamiento consciente acerca del lugar donde se encontraba o del tipo de ser que era; todos los recuerdos de las uniones pasadas quedaron incorporados a esa perpetuidad.

Jude no fue consciente de que Oscar había acabado hasta que lo sintió apartarse de ella; alargó el brazo para indicarle que no lo hiciera y lo retuvo, tras ella y en su interior, un poco más. Él la complació. Jude disfrutó de la sensación de tenerlo dentro mientras su erección menguaba e, incluso, del momento en el que la abandonó, cuando el delicado músculo que lo mantenía prisionero lo dejó marchar con cierta renuencia. Oscar se tumbó en la cama y rodó de costado para encender la luz. El resplandor era suave, pero aun así les resultó brillante en exceso y Jude estaba a punto de protestar cuando vio que él se llevaba la mano al costado. Su encuentro había abierto la herida. La sangre manaba en dos direcciones: hacia abajo, camino del objeto curioso que todavía seguía enfundado en el condón, y hacia el lado, sobre las sábanas.

—No pasa nada —dijo él en cuanto se dio cuenta de que Jude hacía ademán de levantarse—. No es tan grave como parece.

—De todos modos necesitas contener la hemorragia —protestó ella.

—No es más que buena sangre de los Godolphin —contestó, poniendo una mueca de dolor al tiempo que sonreía. Sus ojos abandonaron el rostro de Jude para posarse en el retrato colgado sobre la cama—. Siempre ha manado con libertad — prosiguió.

—No tiene aspecto de aprobar nuestra unión —dijo Jude.

—Al contrario —contestó Oscar—. Sé de buena tinta que te adoraría. Joshua sabía lo que era la devoción.

Jude volvió a fijarse en la herida. La sangre se escapaba entre los dedos de Oscar.

—¿Por qué no me dejas que la cubra? —le preguntó—. Me estoy mareando.

—Haría cualquier cosa por ti.

—¿Tienes vendas?

—Es posible que Dowd tenga algunas, pero no quiero que se entere de lo nuestro. Al menos, no tan pronto. Dejemos que sea nuestro secreto.

—Tuyo, mío y de Joshua —replicó ella.

—Ni siquiera Joshua sabe lo que hemos estado haciendo —contestó sin rastro alguno de ironía en la voz—. ¿Por qué crees que apagué la luz?

Jude fue al baño en busca de una toalla que utilizar a modo de venda. Entretanto, Oscar le hablaba desde la cama.

—Por cierto, lo que te he dicho es verdad —le dijo.

—¿A qué te refieres?

—A que haría cualquier cosa por ti. Al menos, todo lo que esté en mi mano. Te daría cualquier cosa. Quiero que te quedes conmigo, Judith. Sé que no soy ningún Adonis. Pero he aprendido mucho de Joshua… con respecto a la devoción, quiero decir. —Ella salió del baño con la toalla y, de nuevo, recibió la misma oferta—. Lo que quieras.

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