—Creo que quieren que vayamos —dijo Cortés.
—Eso parece, sí —señaló Pai, pero no movió un músculo.
—¿A qué esperamos?
—Creí que estaban muertas —dijo el místico.
—Puede que lo estuvieran.
—¿Entonces vamos a aceptar la guía de unos fantasmas? No tengo nada claro que eso sea muy inteligente.
—Han venido a buscarnos, Pai —le dijo Cortés.
Una vez que los hubo llamado, la mujer se giró muy despacio sobre los dedos de los pies, como la Virgen mecánica que Clem le había regalado a Cortés y que entonaba el
Ave María
mientras giraba.
—Las perderemos si no nos damos prisa. ¿Qué problema tienes, Pai? Ya has hablado con espíritus en otras ocasiones.
—No como estos —dijo Pai—. No todas las diosas eran madres misericordiosas, ¿sabes? Y sus ritos no eran todo miel sobre hojuelas. Algunas de ellas eran crueles. Sacrificaban hombres.
—¿Crees que nos quieren para eso?
—Es posible.
—Pues ponderemos esa posibilidad contra la absoluta certeza de morir congelados si nos quedamos donde estamos —dijo Cortés.
—Es decisión tuya.
—No, esta la tomaremos juntos. En ti recae el cincuenta por ciento del voto y el cincuenta por ciento de la responsabilidad.
—¿Tú qué quieres hacer?
—Ya estamos otra vez. Toma tus propias decisiones por una vez.
Pai observó a las mujeres que se alejaban; sus figuras ya casi habían desaparecido tras el velo de nieve. Y después a Cortés. Y después al doeki. Y de nuevo a Cortés.
—He oído decir que se comen las pelotas de los hombres.
—¿Y entonces qué es lo que te preocupa?
—¡De acuerdo! —gruñó el místico—. Voto por que vayamos.
—Entonces hay unanimidad.
Pai comenzó a tirar del doeki para que se levantara. El animal no quería moverse, pero el místico tenía bastante genio cuando se sentía presionado y comenzó a reprenderlo con severidad.
—¡Date prisa o las perderemos! —exclamó Cortés.
La bestia ya estaba en pie y Pai tiró de las bridas para salir tras Cortés, que seguía avanzando para no perder de vista a sus guías. La nieve ocultaba por completo a las mujeres en ocasiones, pero pudo observar que la que los había llamado se giraba para ver por dónde iban de vez en cuando, por lo que supo que no dejaría que sus hijos adoptivos se perdieran de nuevo. Después de un tiempo, su destino quedó a la vista. Una ladera de roca, escarpada y del color del granito, se alzaba desde las tinieblas, con la cima perdida entre la bruma.
—Si quieren que escalemos eso, ya pueden esperar sentadas —gritó Pai sobre el aullido del viento.
—No, hay una puerta —vociferó Cortés por encima del hombro—. ¿La ves?
La abertura así llamada no era más que una grieta zigzagueante, idéntica a la forma de un relámpago que hubiese quedado grabado en la pared. Sin embargo, aquello representaba, al menos, una esperanza de refugio.
Cortés se giró hacia Pai.
—¿La ves, Pai?
—La veo —fue la respuesta—. Pero no veo a las mujeres.
Una mirada hacia la cara de piedra confirmó la observación del místico. O bien habían entrado en el acantilado o bien habían flotado hasta su rostro oculto entre las nubes. Fuera lo que fuera, habían desaparecido con mucha rapidez.
—Fantasmas —dijo Pai con inquietud.
—¿Y qué si lo son? —replicó Cortés—. Nos han traído hasta un refugio. — Tomó las riendas del doeki de las manos de Pai y animó a la bestia a continuar diciendo—: ¿Ves ese agujero en la pared? Ahí dentro estaremos calentitos. ¿Te acuerdas de lo que es el calor?
La tormenta de nieve se hizo más densa mientras recorrían los últimos centenares de metros, y al final los cubrió de nuevo hasta la cintura. Pero los tres, hombre, animal y místico, consiguieron salvar la distancia con vida. El interior era más que un refugio: había luz. El estrecho pasadizo, con sus negras paredes cubiertas de hielo, estaba iluminado con la parpadeante luz de un fuego que procedía de algún lugar en las profundidades de la caverna.
Cortés había soltado las riendas del doeki y el avispado animal ya se dirigía hacia el pasadizo, dejando que el sonido de sus cascos resonara contra las resplandecientes paredes. Para el momento en que Cortés y Pai lo alcanzaron, un pequeño recodo en el pasadizo había revelado la fuente de la luz y calor que había más adelante. Un cuenco de bronce batido, amplio pero poco profundo, estaba colocado en el lugar donde se ensanchaba el pasadizo, y el fuego ardía con vigor en su interior. Sin embargo, había dos cosas curiosas: primero, que la llama no era dorada, sino azul; y segundo, que ardía sin combustible y con llamas que se alzaban al menos a unos quince centímetros del fondo del cuenco. Pero no cabía duda de que irradiaba calor, Los carámbanos de hielo que había en la barba de Cortés se deshicieron y empezaron a gotear; los copos de nieve se convirtieron en gotas sobre las suaves mejillas y la frente de Pai. El calor provocó que un alarido de puro placer saliera de los labios de Cortés, que abrió sus doloridos brazos hacia Pai'oh'pah.
—¡No vamos a morir! —gritó—. ¿No te lo había dicho? ¡No vamos a morir!
El místico lo abrazó a su vez, presionando los labios primero contra el cuello de Cortés y luego contra su rostro.
—De acuerdo, estaba equivocado —dijo—. ¡Está bien, lo admito!
—Entonces vamos a buscar a las mujeres, ¿no?
—¡Sí! —exclamó.
Un sonido los aguardaba cuando los ecos de su entusiasmo se apagaron. Un tintineo, como el de unas campanillas de hielo.
—Nos están llamando —dijo Cortés.
El doeki había encontrado un diminuto paraíso junto al fuego y no estaba dispuesto a moverse a pesar de todos los esfuerzos de Pai por lograr que se pusiera en pie.
—Deja que se quede ahí un rato —dijo Cortés antes de que el místico comenzara una nueva retahíla de improperios—. Nos ha prestado un buen servicio. Deja que descanse. Podemos regresar a buscarlo después.
El pasadizo que seguían en aquel momento no solo tenía muchas curvas, sino que también se dividía en ocasiones, y todas las rutas estaban iluminadas por cuencos de fuego. Eligieron el camino a seguir guiándose por el sonido de las campanillas, que no parecía acercarse nunca. Con cada bifurcación, por supuesto, la posibilidad de volver a encontrar al doeki se hacía más improbable.
—Este lugar es un laberinto —dijo Pai con un toque de su antiguo nerviosismo reflejado de nuevo en la voz—. Creo que deberíamos detenernos y evaluar con exactitud lo que estamos haciendo.
—Buscamos a las Diosas.
—Y perdemos nuestro medio de transporte al mismo tiempo. No nos encontramos en muy buen estado para seguir a pie mucho tiempo más.
—Yo no me encuentro tan mal. Salvo las manos. —Se las colocó delante de la cara, con las palmas hacia arriba. Estaban hinchadas y llenas de magulladuras, con las heridas amoratadas—. Supongo que tengo el mismo aspecto por todos sitios. ¿Has oído las campanillas? ¡Están a la vuelta de la esquina, lo juro!
—Llevan estando a la vuelta de la esquina los últimos tres cuartos de hora. No se escuchan más cerca que antes, Cortés. Es algún tipo de truco. Deberíamos volver atrás a por el animal antes de que nos maten.
—No creo que aquí derramaran sangre —replicó Cortés. Las campanillas volvieron a escucharse—. Escucha eso. Están más cerca. —Se acercó a la siguiente esquina deslizándose sobre el hielo—. Pai, ven a ver.
Pai se unió a él en la esquina. Por delante, el pasadizo se estrechaba hasta convertirse en una puerta.
—¿Qué te dije? —le dijo Cortés, que se encaminó hacia la puerta y la atravesó.
El santuario que había al otro lado no era muy amplio (tenía el tamaño de una iglesia modesta, nada más), pero había sido esculpido de forma tan artificiosa que daba una impresión de magnificencia. No obstante, había sufrido grandes daños. A pesar de la miríada de pilares, elaborados por el más hábil de los artesanos, y de sus bóvedas de piedra relucientes a causa del hielo, sus paredes estaban cubiertas de agujeros y el suelo lleno de surcos. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que los objetos que habían sido enterrados en el glaciar formaron parte alguna vez de su mobiliario. El altar se encontraba destrozado en el centro de la estancia, y entre los escombros había fragmentos de piedra azul que encajaban con la estatua que llevaba la niña. En ese momento, con más seguridad que nunca, se encontraban en un lugar que llevaba la marca del paso de Hapexamendios.
—Tras sus pasos —murmuró Cortés.
—Sí, desde luego —susurró Pai—. Ha estado aquí.
—Y también las mujeres —dijo Cortés—. Pero no creo que se comieran las pelotas de los hombres. Creo que sus ceremonias eran algo más cariñosas. —Se puso en cuclillas y pasó los dedos sobre la superficie de los fragmentos tallados—. Me pregunto a qué se dedicaban. Me gustaría haber visto los rituales.
—Te habrían descuartizado miembro a miembro.
—¿Por qué?
—Porque sus ceremonias no podían presenciarlas los hombres.
—Tú sí habrías podido entrar, ¿verdad? —preguntó Cortés—. Habrías sido un espía perfecto. Podrías haberlo visto.
—No es cuestión de verlo —dijo Pai con suavidad—, sino de sentirlo.
Cortés se incorporó y miró al místico con una nueva comprensión.
—Creo que te envidio, Pai —dijo—. Tú sabes lo que se siente al ser ambas cosas, ¿no es cierto? Jamás había pensado en ello. ¿Me dirás lo que se siente uno de estos días?
—Será mejor que lo descubras tú mismo —dijo Pai.
—¿Y cómo lo hago?
—Este no es el momento…
—Dímelo.
—Bueno, los místicos tienen sus rituales, igual que los hombres y las mujeres. No te preocupes, no tendrás que espiarme. Serás mi invitado, si eso es lo que quieres.
Un lejano sentimiento de miedo acarició a Cortés al escuchar aquello. Se había mostrado casi apático ante las muchas maravillas que habían contemplado mientras viajaban, pero en ese momento se percató de que aún no conocía del todo a la criatura que había permanecido a su lado durante todos esos días. No había vuelto a verlo desnudo desde su primer encuentro en Nueva York; no lo había besado de la forma en que besa un amante; no se había permitido sentir deseo sexual hacia él. Tal vez se debiera a que había estado pensando en las mujeres de allí, en sus rituales secretos; pero en ese momento, le gustara o no, estaba mirando a Pai'oh'pah y estaba excitado.
El dolor lo apartó de semejantes pensamientos y se miró las manos para ver que, en su inquietud, las había convertido en puños y había vuelto a abrir los cortes de las palmas. La sangre goteó sobre el suelo junto a sus pies, increíblemente roja. Al verla, le vino a la memoria un recuerdo que había enterrado al fondo de su mente.
—¿Qué pasa? —preguntó Pai.
Sin embargo, Cortés no tenía aliento para responder. Todavía podía escuchar el río congelado agrietándose bajo su cuerpo y el aullido de los agentes del Invisible que volaban en círculos sobre su cabeza. Podía sentir sus manos golpeando una y otra vez el glaciar y las esquirlas de hielo que volaban hacia su rostro.
El místico se colocó a su lado.
»Cortés —dijo con inquietud—. Dime algo, ¿quieres? ¿Qué pasa?
Rodeó con los brazos los hombros de Cortés y su contacto consiguió que este último recuperara el aliento.
—Las mujeres… —dijo.
—¿Qué pasa con ellas?
—Fui yo quien las liberó.
—¿Cómo?
—Con el pneuma, ¿cómo si no?
—¿Conseguiste deshacer la obra del Invisible? —preguntó el místico con una voz que apenas se oía—. Por nuestro bien, espero que las mujeres fueran los únicos testigos.
—Había también agentes, tal y como dijiste. Casi me matan. Pero yo también conseguí herirlos.
—Eso son malas noticias.
—¿Por qué? Si yo tengo que sangrar, que sangre Él también un poco.
—Hapexamendios no sangra.
—Todo sangra, Pai. Incluso Dios. Puede que sobre todo Dios. De otra forma, ¿por qué se habría ocultado?
Mientras hablaba, el tintineo de las campanillas comenzó a sonar de nuevo, más cerca que nunca, y al mirar por encima del hombro de Cortés, Pai dijo:
—Debe de haber estado esperando un poco de herejía.
Cortés se giró y descubrió a la mujer que lo había llamado, medio oculta entre las sombras, de pie al fondo del santuario. El hielo que rodeaba su cuerpo no se había derretido, cosa que sugería que, al igual que las paredes, la carne en la que estaba incrustado todavía se encontraba por debajo de los cero grados. Había carámbanos de hielo en su cabello, y cuando movía la cabeza un poco, como en aquel momento, chocaban unos contra otros y tintineaban como diminutas campanillas.
—Yo te he sacado del hielo —dijo Cortés, que se separó un poco de Pai para acercarse a ella.
La mujer no dijo nada.
»¿Comprendes lo que te digo? —continuó Cortés—. ¿Nos sacarás de aquí? Queremos encontrar el camino para atravesar la montaña.
La mujer dio un paso atrás, retirándose hacia las sombras.
»No tengas miedo —dijo Cortés—. ¡Pai, ayúdame!
—¿Cómo?
—Puede que no entienda el inglés.
—Te entiende bastante bien.
—Limítate a hablar con ella, ¿quieres?
Siempre obediente, Pai comenzó a hablar en una lengua que Cortés no había oído jamás; su musicalidad resultaba relajante, a pesar de que las palabras eran ininteligibles. Pero ni la música ni el significado parecieron hacer mella en la mujer. Continuó su retirada hacia la oscuridad y Cortés la siguió con cautela; temía asustarla, pero temía más aún perderla por completo. Sus comentarios a las persuasiones de Pai se habían apagado hasta convertirse en el más simple de los regateos.
—Un favor merece otro —dijo.
Pai tenía razón: ella lo entendía muy bien. A pesar de que se quedó en las sombras, podía ver que sus labios esbozaban una pequeña sonrisa. Maldita fuera, pensó, ¿por qué no le respondía? Las campanillas aún sonaban en su cabello, no obstante, y continuó siguiéndola incluso cuando la oscuridad se hizo tan densa que, virtualmente, la mujer se fundió con ella. Cortés echó un vistazo atrás para observar al místico, que ya había abandonado cualquier intento de comunicarse con la mujer y, en su lugar, se dirigía a Cortés.
—No avances más —dijo.
Aunque no había más de cincuenta metros hasta el lugar donde estaba Pai, su voz sonaba muy lejana, como si alguna otra ley, además de la distancia y la luz, rigiera en el espacio que los separaba.