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Authors: Dan Simmons

Ilión (83 page)

BOOK: Ilión
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—Guapetones, ¿eh? —dijo Orphu.

—Para como son los humanos, yo diría que sí. Pero como son los primeros
Homo sapiens
que veo en persona, ¿quién sabe? Sólo Hockenberry, de todos los hombres que he conocido, parece tan corriente y moliente como los hombres y mujeres de las fotos y vids y holos que tú y yo tenemos en nuestros bancos de datos.

—¿Qué piensas que...? —empezó a decir Orphu.

Shhh
, respondió Mahnmut por tensorrayo. Había desconectado el enlace-k para no tener que montar más en el caparazón de Orphu. Las nubes continuaban arracimándose sobre el campo de batalla. Aquiles se está dirigiendo a las tropas... troyanas y aqueas.

¿Puedes comprenderlo?

Por supuesto que puedo. Los archivos se descargaron bien, aunque tengo que deducir por el contexto algunos coloquialismos y maldiciones.

¿Pueden oírlo los otros humanos sin un sistema de megafonía?

Ese hombre tiene pulmones de hierro
, dijo Mahnmut.
Metafóricamente hablando. Su voz debe llegar hasta el mar por un lado y hasta las murallas de Troya por el otro.

¿Qué está diciendo?,
preguntó Orphu.

Os
desafío dioses, bla bla bla... y ahora invoco al caos y desato los perros de la guerra, bla bla bla
..., recitó Mahnmut.

Espera
, dijo Orphu.
¿Ha usado de verdad esa cita de Shakespeare?

No
, dijo Mahnmut.
Estoy traduciendo libremente.

Fiuuu
, dijo el ioniano por tensorrayo.
Pensé que teníamos un plagio sorprendente entre manos. ¿Cuánto falta para que se active el Aparato?

Cuarenta y un minutos
, dijo Mahnmut.
¿Pasa algo con tu...

Se detuvo.

¿Qué?
, dijo Orphu.

En medio del desafiante grito de Aquiles contra los dioses, apareció el Rey de los Dioses. Aquiles dejó de hablar. Doscientos mil rostros masculinos se volvieron hacia el cielo en las llanuras de Ilión.

Zeus descendió de las nubes negras en su carro de oro, tirado por cuatro hermosos caballos holográficos.

El maestro arquero aqueo, Teucro, de pie junto a Aquiles y Odiseo, apuntó y lanzó una flecha hacia el cielo, pero el carro estaba demasiado alto y (Mahnmut estaba seguro) rodeado de un potente campo de fuerza. La flecha trazó un arco y cayó, perdiéndose en los matorrales más espesos de la base del risco donde se encontraban los generales.

—¿OS ATREVÉIS A DESAFIARME? —resonó la voz de Zeus a lo largo y ancho de los campos y la costa y la ciudad donde se congregaban los ejércitos—. ¡CONTEMPLAD LAS CONSECUENCIAS DE VUESTRO ORGULLO DESMEDIDO!

El carro ascendió y aceleró hacia el sur, como si Zeus dejara el campo en dirección al monte Ida, apenas visible en el horizonte meridional. Quizá sólo Mahnmut, con su visión telescópica, vio el pequeño esferoide plateado que Zeus dejó caer del carro cuando se encontraba a quince kilómetros de ellos.


¡Abajo!
—rugió Mahnmut a toda potencia, gritando las palabras en griego—.
¡Por vuestras vidas, agachaos ahora! ¡No miréis al sur!

Pocos obedecieron su orden.

Mahnmut agarró la correa de Orphu y corrió hacia el escaso refugio que ofrecía un gran peñasco en la cima de la colina, a treinta metros de distancia.

El destello, cuando se produjo, cegó a millares. Los filtros polarizantes de Mahnmut pasaron de valor 6 a valor 300. No se detuvo en su loca carrera, arrastrando a Orphu consigo como si fuera un juguete gigantesco.

La onda de choque golpeó segundos después del destello, procedente del sur: una muralla de polvo que producía visibles ondas de tensión a través de la atmósfera. El viento pasó de cinco kilómetros por hora desde poniente a cien kilómetros por hora desde el sur en menos de un segundo. Centenares de tiendas se soltaron de sus anclajes y volaron. Los caballos relincharon y abandonaron a sus amos. Las olas se retiraron de la tierra.

El rugido y la onda de choque derribaron al suelo a todos los que estaban de pie, a todos menos Héctor y Aquiles. El ruido y la enorme presión eran tremendos, hacían vibrar los huesos humanos y los interiores de estado sólido de los moravecs, además de las partes orgánicas de Mahnmut. Era como si la Tierra misma estuviera rugiendo y aullando de furia. Cientos de soldados aqueos y troyanos, situados a unos dos kilómetros al sur de la colina estallaron en llamas y saltaron por los aires, y sus cenizas cayeron sobre miles de hombres que huían hacia el norte.

Una sección de la muralla sur de Ilión se desmoronó y cayó, llevándose consigo a docenas de hombres y mujeres. Varias de las torres de madera de la ciudad ardieron, y una alta torre (la misma desde donde Hockenberry había visto a Héctor despedirse de su hijo hacía sólo unos días) cayó a la calle con estrépito.

Aquiles y Héctor se llevaron las manos a la cara, cubriendo sus ojos del terrible resplandor que proyectaba sus sombras un centenar de metros por detrás en la Colina de Espinos. Tras ellos, los grandes peñascos que se habían alzado firmes en el túmulo de la amazona Mirina vibraron, resbalaron y cayeron, aplastando por igual a aqueos y troyanos. El casco pulido de Héctor permaneció sobre su cabeza, pero su orgulloso penacho de crines rojas voló arrancado por los fuertes vientos que siguieron a la onda de choque inicial.

¿Ha sucedido algo?
, tensorrayó Orphu.


, susurró Mahnmut.

Noto una especie de vibración y de presión a través de mi caparazón
, dijo Orphu.

Si
, susurró Mahnmut. El único motivo por el que el ioniano no había sido arrastrado por los vientos y el estallido era que Mahnmut había atado la cuerda en torno a la roca más grande que pudo encontrar a sotavento de su peñasco.

¿Qué...?
, empezó a decir Orphu.

Espera un momento
, susurró Mahnmut.

La nube en forma de hongo se alzaba a diez mil metros de altura. Humo y toneladas de residuos radiactivos subían hacía la estratosfera. El suelo vibraba de un modo tan terrible que incluso Aquiles y Héctor tuvieron que apoyarse en una rodilla para no ser derribados como las decenas de miles de soldados.

La nube atómica se convirtió en una cara.

—¿QUERÉIS GUERRA, MORTALES? —gritó el rostro barbudo de Zeus en la nube que se alzaba y rugía y se desplegaba lentamente. —LOS DIOSES INMORTALES OS ENSEÑARÁN LO QUE ES GUERRA.

51
El Anillo Ecuatorial

Próspero estaba allí sentado con una larga túnica azul marino cubierta de bordados de colores vivos que representaban galaxias, soles, cometas y planetas. Sostenía un bastón tallado en la mano derecha, manchada por la edad, y apoyaba la palma de su mano izquierda en un libro de treinta centímetros de grosor. El sillón labrado de amplios reposabrazos no era exactamente un trono, pero lo parecía bastante para infundir una sensación de autoridad magistral, reforzada por la fría mirada del magus. El hombre era casi calvo, pero una escasa melena blanca le caía sobre las orejas y caía en rizos hasta el azul de su túnica. La cabeza, antaño imponente, se erguía sobre el cuello arrugado de un anciano, sin embargo el rostro denotaba un carácter firme, férreo. Los ojillos eran fríamente indiferentes si no decididamente crueles, la nariz picuda, la barbilla sobresalía aún de pliegues y arrugas, y mantenía los finos labios de hechicero fruncidos en un antiguo gesto de ironía. Era, naturalmente, un holograma.

Daeman vio a Harman atravesar la membrana semipermeable y caer al suelo por efecto de la inesperada gravedad, igual que le había sucedido a él. Luego, al ver a Daeman sentado en un cómodo sillón sin la máscara de osmosis, Harman se quitó la suya, respiró profundamente el aire fresco y se acercó tambaleándose al otro sillón vacío.

—Es sólo un tercio de la gravedad terrestre —dijo Próspero—, pero debe parecer la de Júpiter después de un mes en casi cero-g.

Ni Harman ni Daeman respondieron.

La habitación era circular, de unos quince metros de diámetro, esencialmente una cúpula de cristal del suelo al techo. Daeman no la había visto durante su ascensión a la ciudad de cristal porque habían llegado por el polo sur del asteroide, pero imaginó que debía parecer un tallo largo y fino de metal con una brillante seta en el extremo. La luz procedía del suave resplandor de una consola circular de control virtual situada en el centro de la habitación, tras Próspero, y de la Tierra y la Luna y las estrellas, desde arriba y alrededor. Había iluminación suficiente para que Daeman distinguiera los ricos bordados de la túnica del mago y la fina talla de su bastón.

—Tú eres Próspero —dijo Harman, el pecho subiéndole y bajándole rápidamente bajo la termopiel azul. El aire fresco de la habitación había sido una conmoción también para Daeman. Era como respirar un vino sabroso y espeso.

Próspero asintió.

—Pero no eres real —continuó Harman. El hombre
parecía
sólido. La túnica le caía en hermosos pero dinámicos pliegues y frunces en la escasa gravedad.

Próspero se encogió de hombros.

—Es cierto. No soy más que el eco grabado de la sombra de una sombra. Pero puedo veros, oíros, hablar con vosotros y compadecerme de vuestras cuitas. Es más de lo que algunos seres reales son capaces de hacer.

Daeman miró por encima del hombro. Sujetaba la negra pistola sobre el regazo.

—¿Vendrá aquí Calibán?

—No —dijo Próspero—. Mi antiguo sirviente me teme. Teme este recuerdo parlante que soy. Si la bruja de ojos azules que lo parió estuviera en esta isla, esa maldita bruja cuántica Sicorax, se abalanzaría sobre vosotros de inmediato, pero Calibán me teme.

—Próspero —dijo Daeman—, tenemos que salir de esta roca. Volver a la Tierra. Vivos. ¿Puedes ayudarnos?

El anciano apoyó el bastón en su sillón y alzó ambas manos moteadas.

—Tal vez.

—¿Sólo tal vez? —dijo Daeman.

Próspero asintió.

—Como eco de una sombra grabada, no puedo hacer nada. Pero puedo daros información. Podéis actuar si queréis, y si tenéis la voluntad de hacerlo. Pocos de vuestra especie hacen más.

—¿Cómo salimos de aquí? —preguntó Harman.

Próspero pasó la mano por encima del libro y un holograma se alzó sobre el centro de la consola circular que tenía detrás. Eran el asteroide y la ciudad de cristal vistos desde varios kilómetros de distancia en el espacio. Las torres de cristal dorado rotaban lentamente bajo el punto de observación mientras el asteroide giraba sobre su eje. Daeman miró el atrevido azul y blanco de la Tierra que se veía por las ventanas y advirtió que la imagen estaba sincronizada: era una vista en tiempo real del exterior.

—¡Allí! —exclamó Harman, señalando. Intentó levantarse de un salto, pero la gravedad lo hizo tambalearse y agarrarse al reposabrazos en busca de apoyo—. Allí —repitió.

Daeman lo vio. En un saliente situado a quince o veinte metros de aquella primera alta torre por donde habían entrado, su casco metálico brillando a la luz de la Tierra, había un sonie.

—Exploramos la ciudad —dijo Daeman—. Nunca se nos ocurrió que pudiera haber un vehículo aparcado fuera.

—Parece el sonie que nos llevó a Jerusalén —dijo Harman, inclinándose hacia delante para ver mejor la imagen holográfica.

—Es el mismo sonie —dijo Próspero. Movió de nuevo la mano y la imagen desapareció.

—No —replicó Daeman—. Savi nos dijo que los sonies no podían volar hasta los anillos orbitales.

—Ella no sabía que pudieran —dijo el viejo magus—. Ariel lo liberó de las piedras de los voynix y lo programó para que subiera hasta aquí arriba.

—¿Ariel? —repitió Daeman estúpidamente. Estaba muy hambriento y muy cansado. Rebuscó en su memoria—. ¿Ariel? ¿El avatar de la biosfera de abajo?

—Algo parecido —dijo Próspero con una sonrisa—. Savi nunca llegó a encontrarse con Ariel. Todas sus comunicaciones se hicieron a través de todonet. La anciana siempre pensó que la personalidad de Ariel era masculina, cuando el espíritu prefiere considerarse un avatar femenino.

¿A quién le importa una mierda?
, pensó Daeman. En voz alta, dijo:

—¿Podemos volver a la Tierra con el sonie?

—Eso creo —respondió Próspero—. Creo que Ariel lo envió programado para que os devolviera a los tres a Ardis Hall. Otro
deus ex machina
. No me gusta que la máquina esté aquí.

—¿Por qué no? —dijo Harman, pero luego asintió—. Calibán.

—Sí —dijo Próspero—. Incluso a mí antiguo duende se le retorcerían las articulaciones con convulsiones secas y los nervios con calambres si intentara salir al vacío sin un traje o una termopiel. Pero se olvidó y rompió a mordiscos la de la pobre Savi.

—Había dos trajes más que podría haber conseguido el mes pasado —dijo Daeman, en voz tan baja que ni siquiera era un susurro. La habitación dejó atrás la rebanada de la Tierra y rotó sumergiéndose en la luz de las estrellas. La mitad de la Luna se alzó por encima de Próspero.

—Y lo habría hecho, pero Calibán no es ningún dios —dijo el magus—. Savi no mató a la bestia con la andanada de flechas que le disparó a bocajarro, pero la hirió de gravedad. Calibán ha estado sangrando y recuperándose, internándose en las profundidades de su gruta más honda, donde se cubre las heridas con lodo y bebe sangre de lagarto para recuperar fuerzas.

—Nosotros hemos estado comiendo y bebiendo lo mismo —dijo Daeman.

—Sí —dijo Próspero, mostrando la sonrisa amarilla de un anciano—. Pero a vosotros no os gusta.

—¿Cómo llegamos hasta el sonie? —preguntó Harman—. ¿Tienes comida aquí?

—No a la segunda pregunta —dijo Próspero—, Nadie más que Calibán ha comido en esta pétrea isla durante los últimos quinientos años. Pero sí a la primera. Hay una membrana en la torre de cristal que os dejará pasar a la terraza de lanzamiento. Vuestros trajes puede... puede que os protejan lo suficiente para dejaros cargar el sonie y activar su programa de guía. ¿Recordáis cómo se pilota?

—Yo creo... observé a Savi... quiero decir... —tartamudeó Harman. Sacudió la cabeza como si apartara telarañas. Sus ojos parecían tan cansados como se sentía Daeman—. Tendremos que hacerlo. Lo haremos.

—Tendréis que pasar de nuevo por la fermería y Calibán para llegar a la torre —dijo Próspero. Los ojillos del anciano pasaron de Harman a Daeman, juzgándolos—. ¿Hay algo más que debáis hacer antes de huir de aquí?

—No—dijo Harman.

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