Read Hoy caviar, mañana sardinas Online
Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas
Todo lo que cuenta mi madre nos sucedió en el año 83. En aquella época lady Di tenía apenas veintidós años y aún no se había convertido en el gran personaje mediático que sería poco después, y por aquel entonces todavía estaba sometida al estricto protocolo de la corte. Pero el hecho de que no saludara a su padre al menos con la cabeza y la forma en la que lo trató en público presagiaban, a mi modo de ver, muchas cosas. Primero, que no estaba dispuesta a ser tutelada y, segundo, que no era persona que olvidase agravios con facilidad. Años más tarde, segura de su indudable popularidad, dolida por las infidelidades de su marido y, según ella, empujada por la terrible forma en que la familia real la había tratado, a punto estuvo de acabar con la monarquía británica. No le importó, por ejemplo, contar en televisión intimidades de su vida matrimonial, tampoco ventilar trapos sucios o confesar públicamente que también ella tenía un amante. Y lo hizo a pesar de sus dos hijos adolescentes, para los que tales confidencias podían ser muy dolorosas. En cuanto al príncipe Carlos, por su parte, muy pronto aprendería de su pareja —y a un precio elevadísimo— que la forma de congraciarse con la gente no es ir por ahí llamándoles Beefeaters o sugiriendo, entre risas, que fueran comedores de opio.
Él ahora cuida mucho más su trato. Ha desterrado esa forma inglesa y elitista de menospreciar a la gente, entre humorística y faltona, e intenta a toda costa elevar su siempre precaria popularidad. En cuanto a la profecía del rey Faruk, de momento no parece que se vaya a hacer realidad. En el siglo XXI todos los reyes están firmes en sus tronos. Qué sarcasmo sería que el único que no cumpliera la profecía de acompañar a los reyes de la baraja en el futuro fuera precisamente él. God save the King.
Para acompañar esta anécdota real, y en homenaje a los efluvios culinarios que infestaban el vestíbulo de Buckingham Palace, mi madre recogió en su cuaderno una receta de coles de Bruselas. En recuerdo de aquella canción popular francesa, Savez vous planter les choux y de la forma de hablar de los reyes, siempre en nos mayestático, la llamó: Á la mode de chez nous.
Por si no conocen o recuerdan esa vieja canción, que sirve para enseñar a los niños a nombrar cada una de las partes del cuerpo, dice así:
¿Saben ustedes plantar las coles como lo hacemos en casa?
Las plantamos con el pie,
las plantamos con el codo
[con la barbilla, con la nariz, con la cabeza...
y así hasta que los niños se cansen].
COLES Á LA MODE DE CHEZ NOUS
Ingredientes
(para 8 personas)
500 g de coles
50 g de mantequilla
sal, pimienta, nuez moscada
PREPARACIÓN
Limpiar las coles, cortarlas y ponerlas a cocer a fuego lento en agua salada. Añadirles un poco de bicarbonato para que conserven su color. Cuando estén tiernas, sacarlas del agua, escurrirlas y ponerlas en una sartén con un trozo de mantequilla. Agregarles un poco de pimienta y un pellizco de nuez moscada y dejarlas rehogar durante 4 minutos.
Estoy realmente furiosa con Dolores, su última ocurrencia ya ha sido el colmo. Todo comenzó con una fiesta. Las fiestas de disfraces de Dolores empiezan a ser famosas en Londres porque son las más divertidas y las más originales. Hasta el momento, hemos tenido la fiesta de la ópera (con los invitados vestidos de Radamés, de Carmen la cigarrera, de madame Butterfly, de Aida...). Después, la fiesta de los náufragos (con gente disfrazada de Robinson Crusoe, Viernes, otros de supervivientes del Titanio, y hasta algún despistado que apareció de Stavros Niarchos). Luego vinieron la fiesta de los muertos vivientes, la del retorno de los brujos, la de los cazafantasmas y por fin la última: la de Tintín y Milu. Naturalmente, cada una tiene su ambientación especial y como Dolores está ya en tercer año de escenografía, la mise en scéne suele ser sensacional. Para la fiesta de la ópera, por ejemplo, decoró cada uno de los salones con los motivos de las distintas obras. Y para la del retorno de los brujos hizo que cada habitación pareciera la morada de los diversos adivinos y quirománticos del mundo: una de Cagliostro, la otra de Hécate, la tercera de Circe, y así. Con tanto practicar en casa, seguro que este año, que es el último, sacará unas notas estupendas. De lo que no estoy tan segura es de que yo le vaya a perdonar la última mise en scéne. Pero bueno, vamos por partes, todo empezó del modo habitual y con estas palabras:
—Oye, jefa, ¿puedo dar una fiesta el próximo sábado?
—¿De las tuyas, Lolita?
—Sí, pero te prometo que el lunes por la mañana todo volverá a su ser y nadie podrá sospechar siquiera que aquí hubo nada parecido a una fiesta.
(Esto lo dice porque, después de la fiesta de la ópera, el comedor, una semana más tarde, aún se parecía mucho más a la taberna de Lila Espastia que al comedor de una embajada decente y, con la de los brujos, casi tengo que dar un cóctel disfrazada de Circe.)
—No debe quedar ni rastro el lunes por la tarde a más tardar, ésa es mi condición —le dije, y para que fuera más contundente añadí—: O se acabaron para siempre las fiestas. En cuanto a los objetos de casa, los candelabros, los bibelots, mis cosas...
Esta última advertencia era primordial. Dolores, como artista, piensa que todo vale a la hora de decorar y no le importa utilizar mis objetos más queridos para convertirlos en parte de sus montajes escénicos.
—Hands offtny things —le dije con el magnífico acento de Oxford que he adquirido últimamente, y ella insistió en que no me preocupara, que el lunes quedaría todo tal cual estaba ahora.
—Te lo juro, mami.
Acto seguido, como a mí también me encanta su profesión y si pudiera me apuntaría hoy mismo a clase de escenografía, empecé a ayudarla con los decorados para la fiesta de Tintín y Milu. Las hijas de Carmen, Sofía y Jimena, se unieron al equipo y entre las cuatro comenzamos los preparativos. Carmen también andaba por ahí, pero colaboraba poco. Últimamente anda todo el día colgada del teléfono. Para mí que tiene novio, pero como no dice nada yo tampoco pregunto. Me encantaría hacerlo, la verdad, pero sé que no serviría de mucho, es demasiado introvertida esta hija mía. ¿Quién será su festejante? Cualquiera sabe, esta chica es imprevisible. Así como a Dolores sé que lo que le gustan son las ovejas negras, es decir, niños mal de familia bien, de Carmen se puede esperar cualquier cosa: lo mismo se inclina por grandes ganadores que por perdedores irredentos. Desde que está en Londres ha tenido millonarios aburridos, actores locos y fracasados, príncipes rusos que se dedican al karate, pintores que no pintan, escritores suicidas y hasta un tipo completamente normal y adorable, ni rico ni pobre, que a mí me gustaba mucho, pero a ella no. En fin, sea quien sea esta vez, tarde o temprano nos enteraremos. De momento lo único que adivino es que el festejante nuevo no vive en Londres, porque ella sale menos y está todo el día colgada del teléfono.
Una vez que terminamos los decorados, la casa nos quedó divina, lista para la fiesta. La biblioteca la ambientamos como Los cigarros del Faraón, incluso con una momia de papier maché de dos metros de altura que no sé de dónde salió, pero que era aterradora. El comedor simulaba El loto azul tanto que parecía un fumadero de opio del Shangai de 1940. El salón verde, por su parte, estaba dedicado a El secreto del Unicornio. Cualquier tintinófilo se habría impresionado: era el interior de una gran nave, con su globo terráqueo y un barco a escala (todos los amigos de Dolores aportan cosas a la mise en scéne y ese barco en miniatura ya lo he visto yo en la casa de alguien). En este último decorado, sin embargo, nos permitimos una pequeña licencia que no sé si nos la perdonarán los tintinófilos más combativos. Como la Castafiore anda siempre persiguiendo al capitán Haddock, imaginamos que se habían casado, de modo que, en la pared principal, podían verse dos enormes retratos. A la derecha, el capitán Haddock mirando por un catalejo. Y a la izquierda ella, Castafiore, con vestido rojo y espejo en la mano como si estuviera a punto de cantar aquello de
«Je ris de me voir si belle en ce miroir!»
. Sensacional, de verdad que sensacional. Una vez listo el decorado, le tocó el turno a la comida. Yo decía que lo más fácil (y barato) era encargarlo todo a un restaurante chino, puesto que el comedor estaba decorado de El loto azul. Pero Dolores me recordó que los restaurantes chinos acá en Londres no son baratos, sino los más caros del mundo. Además, ella estaba empeñada en que la comida recordara a otro libro de Tintín, a El cetro de Ottokar, de modo que decidió encargársela a una amiga suya centroeuropea de nombre muy tralalá, Hesse, o Graf Spee, Sajonia Coburgo, o algo así (otra oveja negra, claro) que por lo visto es cordón bleu.
Una vez terminados todos los preparativos, yo ahuequé el ala. Lo hago siempre que hay una fiesta de Dolores: emigro, no sólo por el ruido ensordecedor y la música cacofónica que dura hasta las siete de la mañana, sino por un problema conyugal. En estas ocasiones, Luis, que es muy aficionado a la guerra psicológica, suele volverse insufrible. La estrategia consiste no en chillar, ni ponerse furioso, sino en todo lo contrario. Consiste en hablar aún menos de lo que ya lo hace, o sea, en no decir ni mu. Cuando empieza el bochinche, él se queda fósil en un sillón leyendo imperturbable a pesar de los ruidos y la música. Sólo cuando se oye el sonido de algo que se rompe, el estrellar de algún vaso, plato o mueble, levanta una ceja y dice sin elevar ni un decibelio la voz:
«Allá van los vasos de Bacarrat de tu mamá»
, o
«Adiós a los platos de Sévres de la abuela Elena»
, o
«Bye, bye, lámpara de la biblioteca»
. Y luego sigue leyendo inmutable hasta que encuentra el momento más adecuado, el que más pueda molestar, para soltar la frase preferida de todos los hombres cuando ocurre algún desastre doméstico. La misma (apuesto) que le dijo Adán a Eva segundos después de que los expulsaran del paraíso por morder la manzana de marras:
«¿Ves? Ya te lo dije»
.
Por eso, yo emigro de casa cuando hay fiesta y me llevo conmigo a Luis. Ese día nos fuimos a un pueblito de Cornwall de lo más lindo y nos dedicamos a visitar pequeños anticuarios, todo un remanso de paz. Fue a la vuelta cuando me enteré de la última trastada de Dolores. Me la contó ella misma, no tuvo más remedio; la hubiera descubierto inmediatamente de todos modos.
—Verás, jefa, hay un pequeño problema, pero si no cunde el pánico y no te chivas a papá seguro que lo solucionamos en seguida, todo es cuestión de pico y pala.
—¡De pico y pala! —repetí yo temiéndome lo peor, porque con Dolores cualquier cosa es posible—. ¿Habéis enterrado a alguien en el jardín?
—Alguien no, algo. Tu caja de malaquita, para ser exactos, la grande que compraste en Leningrado, la que decían que provenía del palacio de Livadia. Verás, jefa, la idea era estupenda. Se trataba de esconder un tesoro como en el libro de El secreto del Unicornio para que la gente lo buscara y se divirtiera mogollón. Como esa caja es tan grande que parece un cofre, quedaba cool llenarla de monedas de oro de chocolate y enterrarla en el jardín. Lo malo es que le encargué la misión a Gottfried ya un poco tarde en la noche y, claro, con todos los vodkas que nos habíamos tomado a la salud de Tornasol y a la del capitán Haddock y luego a la de Milu, de Abdalá y Hernández y Fernández..., el caso es que no se acuerda de dónde la sepultó.
—Que no se acuerda..., que no se acuerda —tartamudeé de pura indignación, pero no me valió de nada.
Dolores continuó diciendo que habían hecho un mapa del tesoro supercool, pero que debía de haber un error de cálculo porque, al cavar en el lugar indicado no encontraron la caja. No obstante, insistió, sólo era cuestión de perseverar un poco, porque al fin y al cabo el jardín no era tan grande, apenas tenía... cinco mil metros cuadrados y...
En fin, para hacer el cuento corto, aquí estamos ahora toda la familia pico y pala en mano buscando mi maravillosa caja de malaquita. Todos menos Carmen que, como siempre, anda colgada del teléfono. Dolores, por su parte, dice que va a llamar a un amigo suyo (otra oveja negra, apuesto), que tiene un padre zahorí y que seguro que ese señor, que es muy serio y muy profesional, la encuentra. Sofía y Jimena, con muy buen tino, dicen que por qué no contratamos a unos perros policía que sigan el rastro del chocolate. Luis, por su parte, ha dicho ya seis o siete veces su frase favorita:
«Ya te lo dije»
. Y yo lo que he dicho es que ésta es la ¡última! vez que Dolores organiza nada en esta casa.
Seguíamos en plena búsqueda, con el jardín perforado aquí y allá y todos con pinta de destripaterrones, bastante sucios, cuando sonó el timbre. Normalmente no suelo abrir la puerta y menos de esa guisa, pero dio la casualidad de que estaba excavando cerca de la entrada, junto a un macizo de hortensias, y miré a ver quién era. Se trataba de un señor de unos cincuenta y tantos años, con gafas, pelo blanco y aire de mucha autoridad. No lo había visto nunca y no esperábamos visita, de modo que se me ocurrió que sólo podía tratarse de una persona:
—¡Buenas tardes! —dije cantarina—. Pase, pase por aquí. Usted es zahorí, ¿verdad?
Y le extendí una mano bastante embarrada; pero los zahoríes deben de estar acostumbrados a eso, digo yo. En ese mismo momento apareció Carmen y, después de lanzarme una mirada asesina, se llevó al señor de pelo blanco y aire de autoridad para dentro de la casa. Tuvieron que pasar varias horas para que se despejaran los dos misterios de aquella tarde. Por fin y no gracias al zahorí de Dolores que nunca apareció sino al perro policía del vecino (qué listas son mis nietas) encontramos la caja. Estaba enterrada junto a la tapia de la cocina y sólo se le habían desprendido dos lascas de malaquita que, por suerte, también pudimos recuperar. El otro misterio, el del amigo de Carmen, se descubrió al poco rato. El señor del pelo blanco se llama Mariano Rubio y está saliendo con Carmen desde hace unas semanas. Como él vive en Madrid y es un hombre muy ocupado, no se ven mucho y ésta era la primera vez que venía a casa. Luis dice que le parece un poco mayor para Carmen, que debe de tener lo menos veinte años más que ella, pero a mí me gusta. Me gustó desde el mismo momento en que, haciéndome la distraída y sin prestar atención a las miradas asesinas de Carmen, entré en el salón para echarle un ojo de buen cubero, con la excusa de que me había dejado allí un jersey que estaba tejiendo. Hace lo menos veinte años que no tejo un jersey y con la pinja que tenía llena de barro parecía una tricoteuse, sí, pero de las de la Revolución francesa, pero ya me estoy contagiando de las excentricidades británicas. Y, acá en Inglaterra, la excusa de la calceta es de lo más plausible. Además, muchas mujeres inglesas tejen y, desde luego, todas adoran sus jardines. Lo miré bien haciéndole la radiografía. Tiene razón Luis, es un poco mayor para Carmen, pero yo tengo mucho ojo para estas cosas y estoy segura de que pueden llegar a formar muy buena pareja.
«Ya estás tú y tus intuiciones maternales»
, comentó Luis cuando por la noche hablamos del asunto. Tiene razón, las tengo y muy a menudo, me refiero a las intuiciones. Además, no suelo equivocarme mucho en las corazonadas respecto de mis hijas, pero en esta ocasión no se trata de mi intuición ni de mis poderes adivinatorios. Estoy segurísima de que esto va a funcionar porque que un señor tan serio e importante como él no pestañee siquiera cuando la dueña de casa lo confunde con un zahorí, ya dice mucho a su favor. Pero hay otro dato. Que alguien de sus características entre en una embajada donde la biblioteca está presidida por una momia de dos metros, pase después por un primer salón que parece un fumadero de opio, que luego se siente a tomar el té en otro donde, en vez de cuadros venerables de familia presidan la estancia el capitán Haddock y la Castafiore, y que lo haga todo sin que se le mueva un músculo, sólo denota una cosa: que quiere mucho, muchísimo a mi hija.