Read Hoy caviar, mañana sardinas Online
Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas
Todo lo antes relatado es para decir que ésta y otras románticas historial de la familia reinaban en el segundo piso de nuestra casa de la quinta. También es para explicar que, a pesar de que sus mejores días habían pasado hacía tiempo, todos adorábamos aquella propiedad decadente en la que aún podían verse los vestigios de antiguas glorias. Sólo quedaban en pie dos Dianas cazadoras ahora ñatas, y una de ellas manca, de lo que fue en su día una bella galería de estatuas. También podían verse los parterres del invernadero, las fuentes de las que ya no manaba agua pero aún conservaban su dignidad y en las que flotaban los nenúfares y unos peces de aspecto aterrador, amarillos, de grandes dientes. Pero sobre todo pervivían los árboles del que en su día fue un magnífico jardín botánico, y que rodeaban la casa ocultando su decrepitud. Mi madre se quejaba de que mantener en condiciones más O menos dignas ese santuario, y en especial la vivienda, era un trabajo del demonio. Ella se ocupaba de pintar y redecorar, con ayuda de los jardineros, las habitaciones; arreglaba los muebles, recosía las deshilachadas cortinas. También, o tal vez debería decir sobre todo, se ocupaba de que de la vieja zona de servicio en la que reinaba aún una gran cocina de leña, salieran los platos más deliciosos. Supongo que desde entonces se me ha quedado el gusto por la comida cocinada a fuego lento, los guisos, los caldos y el allí llamado puchero. Pero si tengo un recuerdo culinario que pervive por encima de todos es de cómo se hacía la pasta casera, pues constituía todo un rito. Así, mientras en la radio de la cocina se alternaban los tangos de Gardel con las coplas de Antonio Molina, como en un extraño presagio de lo que habrían de ser nuestras vidas, los domingos, en casa, se amasaba pasta. Desde los tallarines frescos cortados a cuchillo a velocidades de vértigo sobre una mesa enharinada, hasta los ravioli que, una vez rellenos, había que separar con una ruedita dentada. Y por supuesto los ñoquis. Todavía hoy, cuando encuentro un lugar en el que hacen ñoquis caseros, el olor a tuco, pasta y queso rallado tiene la virtud de devolverme al paraíso. O lo que es lo mismo, a nuestra casa de la quinta donde fuimos tan felices y de la que salimos un día de noviembre rumbo a España.
ÑOQUIS AL TUCO (Gnocchi)
En Argentina y Uruguay existe la costumbre de comer ñoquis los 29 de cada mes para tener suerte con el dinero. Los más supersticiosos comen siete ñoquis masticando siete veces, pero la mayoría se limita a poner dinero debajo del plato (a ser posible de alguna moneda fuerte no sujeta a los vaivenes de nuestros pobres pesos) y a conservar la moneda o el billete durante todo el mes siguiente.
Ingredientes
(para 8 personas)
1 kg de patatas
300 g de harina
1 50 g de mantequilla
1/4 l de leche
2 yemas de huevo
sal
nuez moscada
PREPARACIÓN
Elaborar un puré de patatas: hervir las patatas peladas en abundante agua. Cuando estén listas, aplastarlas y añadir la mantequilla y la leche. El puré debe tener cierta consistencia. Pasarlo por el chino.
Una vez listo el puré, mezclarlo en un recipiente con las yemas de huevo, la harina, la sal y la nuez moscada, con cuidado para que no se formen grumos.
Enharinar una superficie plana de la cocina y volcar la mezcla anterior. Hacer cilindros con la manos (enharinadas también) y cortarlos en trozos de aproximadamente uno o dos centímetros. Darles forma de bucles o rizos aplastándolos a lo largo con un tenedor. Después esperar a que se sequen bien.
Verter los ñoquis en un gran recipiente de agua hirviendo con sal. Retirarlos cuando empiecen a subir a la superficie.
Condimentar con abundante mantequilla y parmesano rallado.
TRUCO PARA LOS ÑOQUIS
Ingredientes
600 g de carne
500 g de tomates maduros
2 lonchas de beicon
1 zanahoria
1 cebolla
1 pimiento verde
1 pimiento rojo
2 dientes de ajo 7, / de caldo
1 vaso de vino tinto
orégano
pimentón dulce
romero
aceite
sal y pimienta
PREPARACIÓN
Lo importante es que la carne quede tierna y la salsa algo espesa.
Dorar la cebolla y el ajo cortados muy finitos. Reservar. En la misma olla dorar la carne cortada en cubos con el beicon cortado. Incorporar el ajo y la cebolla junto con los pimientos sin semillas y la zanahoria también cortados finitos. Añadir los tomates pelados y cortados en cuartos. Cuando la verdura esté cocida agregar el orégano y el romero. Rehogar un poco y añadir medio litro de caldo o, en su defecto, de agua. Se cocina durante 40 minutos. A los 30 minutos se añade un vaso de vino tinto y el pimentón. Se puede servir el tuco después de acabar la cocción, pero se recomienda dejarlo reposar un par de horas para que se concentre el sabor.
¿Y cómo vivió nuestra madre la salida de Montevideo y la llegada a Madrid? No son muchas las notas que Gervasio y yo hemos encontrado al respecto, pero con la ayuda de algunas cartas y dos o tres anotaciones largas en su cuaderno de los tomates, hemos reconstruido esta parte de la historia. Según ella, nuestro padre le había dicho que no lo molestara con los preparativos del viaje...
[...] Luis dice que me las arregle como pueda yo sola, porque él piensa pasar la última noche en la Quinta, como despedida. Lo cierto es que no quedan más que un par de muebles sueltos y ni una sola cama y, para colmo, la primavera viene retrasada y hace un frío del demonio. Pero eso a él no le importa; sería capaz de pasar la noche bajo un pino si hiciera falta para despedirse de su antigua vida y sobre todo de su adorada casa. Mira qué bien, me digo yo, qué literario, como a él le gusta, los hombres pueden darse el lujo de ser nostálgicos y sentimentales. Nosotras, en cambio, tenemos demasiadas cosas que hacer. Para empezar, mientras mi marido hace acampada en una casa desierta rodeado de fantasmas, yo he tenido que desparramar al resto de la familia por las casas de distintos parientes. Carmen está en lo de mi hermana mayor, Mercedes se ha ido a pasar la noche a lo de su prima Florencia, que tiene diez años, como ella, mientras que a Dolores y a Gervasio me los llevé a casa de mamá. Lloraron muchísimo porque dicen que allá siempre hay sopa de primero y además de sémola, pero yo me puse firme y sémola o no sémola, se la tomaron toda. La verdad es que viajar a Europa con cuatro niños de edades tan diferentes es un problema.
El que más me preocupa es Gervasio. Yo tenía verdaderas pesadillas los días anteriores, soñando que el niño se me caía al mar, pero al final lo he solucionado de lo más bien: le compré una correa de perro. Bueno, así lo llama Carmen, que está entrando en la edad difícil, aunque es un arnés lindísimo, de cuero rojo, y queda muy bien sobre su suéter marrón, con pantalón corto haciendo juego. Los cuatro van vestidos iguales, las niñas con pollera, claro, pero el sobretodo y los sombreros haciendo juego son idénticos, para disgusto de las dos mayores. Muy linda la
«tenue de viaje»
, dijo mi suegra en cuanto los vio, y la verdad es que creo que acerté en la elección porque es perfecta para esta primavera tan fría. Cuando lleguemos a Europa será aún más adecuada: allá es casi invierno.
18 de noviembre
Ahora que ya estamos en alta mar y hemos pasado el Ecuador, me he puesto a escribirle una carta a mamá. La pobre se quedó de lo más triste porque, según ella, parecía que nos íbamos para siempre. Yo creo que la culpa de esa impresión la tiene el hecho de que nos hayamos ido en barco. Si uno se despide al pie de un avión, la marcha no parece tan definitiva como cuando un barco se aleja, rodeado de serpentinas y tocando la sirena. Quiero creer que por eso llorábamos todos tanto. Y cuando estábamos en plena despedida, con pañuelos al viento sobre la cubierta, de pronto Carmen me tira de la manga con aire angustiado:
«¿Dónde crees que se esconden los niños que viajan de polizones, mami? ¿En la bodega? ¿En las calderas? ¿En los botes salvavidas?»
. Sí, eso le dio por preguntar en momento tan delicado. Tiene demasiada imaginación esta chica. ¿Niños polizones? No sé de dónde saca esas ideas. En cambio, a los otros tres lo único que les preocupa es qué van a comer. En cuanto el barco se alejó un poco más, Dolores y Gervasio empezaron a preguntar si tendrían que comer pescado todo el tiempo ahora que estaban en alta mar. Y protestaban muchísimo diciendo que a ellos sólo les gusta el churrasco. Lo de Mercedes fue aún peor porque, como ya se sabe, pertenece a la estirpe de esos niños que inventaron la huelga de hambre antes que Gandhi. En cuanto subió a bordo y notó que olía levemente a verdura cocida, decretó que no pensaba comer nada hasta el día de su cumpleaños, que es el 1 de diciembre. Lo del cumpleaños viene porque yo ese día les dejo elegir el menú. Pero se va a acabar. El año pasado (y porque no podía desdecirme de mi promesa, así, sin preparar un poco la retirada) resulta que pidió suflé de queso de primero, suflé de queso de segundo y suflé de dulce de leche de postre. Está claro, una de las primeras cosas que tengo que proponerme ahora que vamos a cambiar de vida es ser un poco más estricta, no hay más remedio.
29 de noviembre
Si durante todos estos días no he escrito nada en mi diario de a bordo es porque la mitad del tiempo estaba moribunda en el camarote. A cuenta de eso, después de la fiesta del paso del Ecuador (ahora diré en qué consistió porque fue de lo más
«horriblemente»
gastronómica) me perdí los concursos de shuffle board de Carmen con unas amigas italianas, los pasos firmes y marineros de Gervasito sobre la cubierta en plena tormenta, llevado de la correa por Luis, y sobre todo la proclamación de Mercedes como campeona infantil de twist. Una pena realmente, pero una madre no puede estar siempre ejerciendo de tal; de vez en cuando también nosotras nos enfermamos. A la fiesta del paso del Ecuador sí asistí, aunque estaba algo mareada, y casi me mareo aún más porque es bastante dégoutant, como diría mamá. La costumbre viene, supongo, de tiempos lejanos, cuando los marineros pasaban largas y aburridas semanas sin avistar tierra. Entonces a alguien se le ocurrió (apuesto a que fue un inglés) que, para celebrar que estaban a mitad de camino, más o menos, iban a
«bautizar»
a los que cruzaban el Ecuador por primera vez. En el Giulio Cesare la ceremonia consistía en que primero eligen a los pasajeros que van a representar a Neptuno y a toda su corte. A Luis intentaron reclutarlo como chamberlán, pero dijo, medio en serio medio en broma, que él de rey o nada. (Y fue nada porque había un señor francés venerable, con una barba blanca, que se parecía muchísimo al pintor Monet y claro, no había color.) Una vez que lo vistieron —más bien lo desvistieron— de Neptuno, empezó la ceremonia. El asunto consistía en que el capitán iba llamando a cada uno de los neófitos con una voz imperiosa, verdiana e italiana, y después de un discursito un poco gettatore, gettatore para mi gusto, algo así como
«... aquí estamos para pedir que las olas acojan en su seno a este hijo suyo...»
, bautizaban a cada uno con un nombre marino. Carmen se convirtió en Triletta, Mercedes, en Stella Marina, Gervasio, en Cavaletto di Mare y así. A continuación, el rey Neptuno, ayudado por su corte de sirenas, los bautizaba. Pero no con agua, sino que les tiraban encima toda clase de porquerías: tallarines fríos con tomate, nata batida y hasta sardinas en escabeche antes de darles un empujón a la piscina, donde aquello quedaba flotando entre las carcajadas de todos los presentes, excepto la mía. Creo que me empecé a marear cuando tiraron a la piscina a Dolores y salió cubierta de un aceite rojo y untuoso que no presagiaba nada bueno, y así pasé varios días. Lo cierto es que el primer día estaba mareada de verdad, pero el segundo decidí que tenía la excusa perfecta para quedarme en la cama y recuperarme de tantas emociones y cambios. ¿Qué nos esperará en nuestra nueva vida?
Mi madre no escribió nada sobre cuáles fueron sus primeras impresiones al llegar a España y ahora, lamentablemente, ya no puede contarlas. Pero yo sí puedo contar las mías. He tenido que recurrir a la memoria porque, aunque en aquella época llevaba diario, éste no me ha servido de mucho. Después del consabido
«Querido Diario»
(este encabezamiento lo había tomado prestado de los libros, pero no de alguno muy literario me temo, sino de las obras completas de La pequeña Lulú), me había dedicado a volcar en aquellas páginas todos los contradictorios pensamientos de una niña de doce años. Temores, deseos y, por supuesto, todo tipo de amores platónicos, desde un belga guapísimo de catorce años que ni siquiera recuerdo cómo se llamaba y que viajaba en el barco, hasta un botones del Hotel Ritz, donde vivimos tres meses hasta encontrar casa. Gervasio se empeña en que cuente aquí cómo los Posadas pasamos a los anales del Hotel Ritz como la familia más asilvestrada que jamás ha pernoctado entre sus venerables muros. Insiste en que es divertido relatar cómo cuatro niños encerrados sin ir al colegio (llegamos a principios de diciembre y las clases no comenzaron hasta el siguiente trimestre) casi obligan a retapizar el hotel entero, pero yo creo que no tiene demasiada gracia. Muy someramente diré que el Ritz, por aquel entonces, era un hotel muy serio y conservador, tanto que no admitía a toreros ni artistas (de hecho, cuando estábamos alojados allí supimos que habían rechazado a un famoso actor de Hollywood). Embajadores sí admitía, pero supongo que, después de nuestra estancia, preguntarán de antemano cuántos hijos tienen. El caso es que durante tres largos meses ocupamos cuatro habitaciones de la segunda planta. Las dos primeras estaban tan llenas de maletas y paquetes sin abrir que parecíamos refugiados de algún país en guerra. Dolores y Gervasio pronto se acostumbraron a jugar a la pelota por los vetustos pasillos. Mi madre, por su parte, que siempre fue muy ahorradora, decidió que no había quien pudiera financiar desayuno, comida y cena en un hotel de lujo todos los días. La economía doméstica se tradujo en dos medidas. A los chicos nos mandaban a almorzar a un restaurante económico que había en la Carrera de San Jerónimo, llamado El Bufet Italiano, y por la noche hacíamos acampada. No es metáfora, literalmente acampábamos, porque una de las primeras compras que mi madre hizo en Madrid fue un hornillo (¡!) y cocinábamos en la habitación. No vayan a creer que calentábamos latas o algo parecido. Eran comidas en toda regla, como distintos tipos de tortilla, patatas fritas y hasta platos razonablemente sofisticados. He aquí, por cierto, un ejemplo más de lo que es la vida diplomática para quien tenga de ella una idea romántica: por las noches, mis padres se iban guapísimos, porque los dos lo eran, vestidos de esmoquin y traje largo a quién sabe qué cena tralalá, y nosotros nos quedábamos con la niñera hirviendo espaguetis en un hornillo de gas en nuestra suite del Ritz. Nunca nos descubrieron con las manos en la masa, pero aún recuerdo un detalle que me dio mucha vergüenza. Como era de esperar, los muebles de nuestras habitaciones sufrieron lo suyo con este régimen de comidas. Los sillones tenían vestigios de ravioli, los sofás manchas de salsa de tomate, las colchas, de sabe Dios qué... Durante las fiestas de Navidad nos fuimos a Málaga, a casa de unos amigos de mis padres, a pasar quince días, y a la vuelta todo había cambiado. Parecía que nos hubieran retapizado las habitaciones de arriba abajo. Pero no fue más que un espejismo pasajero. Al día siguiente muy temprano unos empleados de actitud imperturbable retiraron las colchas y los sofás limpios y los sustituyeron por los maculados de ravioli. Qué niños salvajes, pensarían, pero nunca lo dijeron. Desde entonces tengo verdadera debilidad por ese hotel.