Read Hoy caviar, mañana sardinas Online
Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas
A todos estos viajes, y a pesar de las malas artes de las empresas de mudanzas internacionales, mi madre siempre llevó un compañero inseparable: su viejo cuaderno de hule negro con el dibujo de dos tomates recortados pegados en la portada. En él fue anotando, con esa letra suya tan característica del colegio Sacre Coeur de Montevideo, algunas anécdotas relacionadas con su gran afición, menús de comidas que organizó o a las que asistió y muchas, muchas recetas, unas de su infancia, de la mítica (para nosotros) Ramona, la cocinera que la crió. Unas de amigos, otras de restaurantes o de embajadas. Estas anotaciones debían de ser el embrión de ese Payalsta, su proyecto de libro de historias de la vida diplomática, siempre postergado por atender a cuatro niños, un marido y un sinfín de viajes y obligaciones.
Año tras año aquel cuaderno fue engordando con nuevos sabores. Para nosotros, sus hijos, era fascinante eludir la férrea vigilancia a la que ella lo tenía sometido y ver qué habían comido en tal o cual ocasión, cuándo perenganito o zutanito habían venido a nuestra casa, o reconocer los aromas que habíamos intuido desde la cocina, a la espera del regreso de las bandejas con los restos que habían dejado los invitados para probar también nosotros aquellos manjares. Con el tiempo empezamos a copiar recetas e intentábamos replicarlas, buscando dar con ese toque maestro que siempre parecía eludirnos, escondido en alguna otra página o papel suelto.
Ahora, quizá con la intención de atrapar y embotellar aquellos deliciosos momentos, inspirándonos en aquellas anotaciones del cuaderno de los tomates, Gervasio y yo nos hemos lanzado a novelar algunas de las aventuras y desventuras de nuestra vida, poniendo el relato en boca de nuestra madre, en recuerdo de aquel libro que se le quedó en el tintero. En otras palabras, hemos intentado escribir Payalsta con la misma filosofía con que ella quiso hacerlo: presentar al lector un relato amable y divertido de la vida diplomática y de su lado gastronómico. Como ella hubiera hecho, procuraremos no entrar en el lado amargo de la profesión, sin contar tampoco las muchas plumas que una familia se deja en ese alborotado vagabundeo por el mundo.
A diferencia de nosotros, que lo hemos perdido, mis padres siempre conservaron su acento rioplatense. Para facilitar la lectura, Gervasio y yo nos hemos permitido la licencia creativa de
«españolizar»
gran parte de estas anotaciones y así evitar al lector los constantes viajes al diccionario para comprobar que arvejas son guisantes, choclo es maíz o porotos son judías. De esta forma podrá disfrutar de las anécdotas y recetas familiares sin más preocupaciones.
Aunque nuestra madre siempre decía que para evitar la nostalgia nunca hay que volver a los países donde se estuvo destinado, nosotros romperemos la regla y los llevaremos a un paseo muy personal e intransferible por el Madrid de la década de los sesenta, inmersa en su tardofranquismo. Luego por el Moscú de Breznev de los setenta y más tarde por el Londres de los ochenta, en plena euforia de lady Di. Hemos elegido estos destinos por ser los que Gervasio y yo compartimos con nuestros padres. Esperamos que a ustedes les resulte un viaje divertido y suculento. Para nosotros es la oportunidad de meternos en la máquina del tiempo y recuperar unos años que marcaron nuestras vidas y, lógicamente, también nuestra forma de comer.
Nuestra vida nómada comienza en 1965, cuando nombraron a nuestro padre embajador en Madrid. Él era entonces un prometedor y joven político de treinta y pocos años que pensaba que menos de un lustro en un puesto diplomático en Europa sería un corto e interesante paréntesis en su carrera, posiblemente hacia la presidencia de la República Oriental del Uruguay. Como el destino es así de caprichoso, el corto paréntesis se convertiría en veinte años de servicio en el extranjero y ya ninguno de nosotros volvería a vivir de aquel lado del Atlántico. Según cuenta mi madre, la decisión la tomaron casi de un día para otro, tal como ocurre a menudo con los virajes que resultan ser los más trascendentales de la vida. Ellos eran jóvenes, nosotros no estábamos en edades difíciles, puesto que yo, que soy la mayor, tenía doce años; mi hermana Mercedes diez, Dolores seis y Gervasio tres. ¿Y qué siente una niña que está a punto de entrar en la adolescencia cuando sus padres le anuncian que, en veinte días, deberá irse a otro país a diez mil kilómetros de distancia, abandonar a sus amigos, sus primeros novios y también una casa grande y destartalada a la que adora? En mi caso, a pesar de que ya por entonces tenía una considerable vena trágica, al principio no me puse melodramática, sino que sentí sorpresa y bastante curiosidad. Unos días más tarde mis amigas del colegio empezaron a llamarme
«la gallega»
. Mis tíos, al verme, imitaban a Lola Flores. Los chicos del colegio me paraban al salir de clase para alabar mi suerte porque iba a ver al Real
«de»
Madrid (no sé por qué, pero así lo llamaban). Fue entonces cuando me di cuenta de que iba a conocer un país del que ya tenía muchas noticias por vía indirecta. Y es que en aquella época, para una niña sudamericana como yo, España estaba presente en muchas cosas sin que uno apenas lo notara. Estaba en las coplas que se oían a todas horas en la radio de la cocina de casa, por ejemplo. O en los chistes que contaba Gila en televisión, siempre inaugurados con un
«¡Que se ponga!»
, algo que nos hacía reír mucho porque allá no se dice así. Y, por supuesto, España y todas sus comarcas estaban en la cocina y en ciertos caprichos gastronómicos. Recuerdo, por ejemplo, el gofio, que nos encantaba comer mezclado con azúcar y que comprábamos al almacenero de la esquina que, por cierto, se llamaba don Manolo. O los turrones que se servían en Navidad, o la sidra El Gaitero, con la que nos permitían brindar a los niños, pasando por mis detestados callos a la madrileña, que allá tienen un nombre que a mí me parecía tan adecuado como horrible: mondongo.
Sin embargo, para mí, España significaba también algunas historias inquietantes por no decir terribles. Entonces trabajaba en casa una chica de Orense que se llamaba Mari Carmen. No era mucho mayor que yo, calculo que tendría unos dieciséis o diecisiete años, y lo cierto es que nos hicimos muy amigas. De noche, cuando mis hermanos dormían, yo iba de puntillas a su cuarto para hablar de lo que yo entonces llamaba
«cosas de grandes»
. Y vaya si lo eran, visto ahora con la perspectiva que dan los años, porque la vida de mi amiga contaba con un hecho adulto y terrible.
—Jura que no se lo dirás a nadie, Carmina, júramelo, yo no tengo a quien contárselo y no quiero morirme una noche con este recuerdo.
Entonces yo, intentado estirar al máximo las confesiones y el misterio, comenzaba preguntándole si era verdad que había venido sola en barco desde tan lejos, a un país donde no conocía a nadie, y ella contestaba que sí. Sonreía con aire cansado y me decía que yo era una niña muy afortunada, que seguro que iba a vivir con mis padres hasta que fuera mayor. En su tierra, en cambio, a los trece o catorce años, uno ya era adulto.
—Porque qué remedio, Carmina, nosotros tenemos que buscarnos la vida, el hambre es muy malo, y algunos hombres también; mira lo que me pasó a mí.
Entonces, las dos sentadas frente a frente en la cama, con la única luz de la luna iluminando su cara, comenzó a contarme que cuando tenía once años, uno menos que yo, llegó a su pueblo un sacerdote nuevo, muy alto y bastante joven, llamado don Esteban.
—Don Esteban al principio fue muy amable conmigo y me acariciaba la cabeza cada vez que nos encontrábamos o yo iba a confesarme. Y tanto me quería que me esperaba al salir de la iglesia y muchas veces lo vi siguiéndome cuando iba a lavar al río. Un día, al ir al bosque en busca de leña para el hogar, me salió al encuentro en compañía de un perro grande color canela que lo seguía a todas partes...
Entonces Mari Carmen detuvo su relato y comenzó a besar una y otra vez un escapulario que llevaba al cuello, murmurando cosas en gallego que yo no comprendía ni me atrevía a preguntar. Al cabo de un rato, continuó. Ahora había lágrimas en sus ojos.
—Don Esteban me amenazó con contarle a mis padres lo ocurrido si decía algo y después me obligó a volver al mismo lugar el lunes siguiente y el otro, y el otro. Y juro que no se lo conté a nadie, pero mi madre debió imaginárselo, porque casi me muele a palos.
«Qué estarías tú haciendo para que se fijara en ti, desgraciada, que nos vas a perder a todos»
, me dijo, y cuando amenazó con contárselo a mi padre, decidí escaparme.
Por lo visto, Mari Carmen tuvo suerte al ir hacia la costa, porque conoció a un chico apenas dos años mayor que ella y juntos se embarcaron de polizones en un barco. Luego, durante el trayecto a América, el chico la dejó por otra muchacha de La Coruña que era pelirroja.
—Pero no me importó, sabes, por fin era libre, y estaba lejos de don Esteban.
—Sí —le decía yo—, pero ¿de verdad no tienes a nadie, a nadie en el mundo?
Mari Carmen sacaba entonces su escapulario, el de la Virgen del Carmen, nuestra virgen, y lo besaba.
—Toma, bésalo tú también, a lo mejor algún día tienes que separarte de lo que más quieres, nunca se sabe...
La historia de Mari Carmen es sólo una de las muchas que contaban las personas, hombres y mujeres y también adolescentes que, como mi amiga, llegaban a América en busca de un mundo mejor. Venían no sólo de España, sino de muchos otros países de Europa huyendo de la guerra, del hambre, de la maldad. Pienso que aún está por escribirse la gran novela de lo que fueron las vidas de tantos emigrantes llegados a nuestras tierras. Es cierto que las circunstancias más duras se produjeron en la década de los cincuenta, pero en los sesenta aún pasaban cosas como las que acabo de relatar.
—¡A Madrid! —había dicho papá—. En dos meses tomaremos un barco italiano que se llama Giulio Cesare y nos vamos todos a España.
Con mi frondosa imaginación de los doce años ya me veía, no sólo planeando cómo evitaría a todos los curas que me encontrara en mi nuevo país de adopción, sino imaginando cómo, en el barco que nos trasladaría allí, iba a descubrir, a dar de comer a todos esos polizones que, según me había contado Mari Carmen, viajaban en los barcos.
Sin embargo, antes de embarcar, aún quedaban por vivir las despedidas.
No es la primera vez que escribo sobre lo que significó y aún significa para mí nuestra casa de Montevideo. Pero cada vez que lo hago tengo la sensación de que nunca lograré transmitir ni una mínima parte del valor que tiene tanto en mi vida como en la de toda mi familia. Se trataba de lo que allá en Uruguay llaman una quinta. Es decir, una casa con un terreno que originalmente estaba pensada como casa de fin de semana, un poco alejada del centro de la ciudad. De aspecto, el edificio principal era bastante peculiar porque parecía —y aún parece, puesto que existe— un enorme chalé suizo de tres plantas. En la planta baja estaban la cocina, los salones y la biblioteca; en el primer piso los dormitorios, y en el segundo los fantasmas. Lo digo así, sin comillas ni cursiva, porque era tal cual. En la última planta vivían los espectros del pasado glorioso de la familia. Glorias que nosotros sólo conocíamos por las historias que nos contaban. Pero si las historias vivían sólo en los labios de quienes las contaban, y muchas veces se quedaban truncadas o mal relatadas, el atrezzo y el vestuario existían aún en todo su marchito esplendor, guardados cuidadosamente en habitaciones secretas. Allí descubrimos mis hermanas y yo tantos y tan maravillosos tesoros, como los vestidos, sombreros y miriñaques de una tatarabuela de la que sólo se hablaba en voz baja. Incluso ahora, al escribir estas líneas, dudo si debería contarlo, porque mi tatarabuela Clemencia era, por decirlo como a ella le hubiera gustado, puesto que era muy castiza, un punto filipino. Dado que los pecados de la carne tienen fecha de caducidad, creo que lo contaré, porque como todo el mundo sabe, en las familias, tener una madre o incluso una abuela
«con un pasado»
es un desdoro, pero tener una tatarabuela con historia queda de lo más chic. Por lo visto, el abuelo de mi padre, Gervasio Posadas, cuando empezaban a languidecer los laureles de la familia, y peor aún, cuando las finanzas estaban en su mínima expresión después de muchas generaciones de no doblegarse a la maldición bíblica de ganar el pan con el sudor de su frente, decidió arreglar el problema de un modo clásico. Casar, como diría Machado, con una doncella de gran fortuna, una tal Clemencia Estévez, hija del hombre más rico de su tiempo en el Río de la Plata, o al menos de esta banda oriental, que es la nuestra. Sin embargo, para hacerlo tuvo que recurrir a ciertas malas artes, porque la muchacha estaba enamorada de otro. Ella vivía en Montevideo. Su novio, Francisco Vidal, que también era uruguayo, acababa de irse a París a cursar estudios de medicina. Siguiendo la costumbre de la época ambos juraron que se escribirían todos los días largas cartas que mantuvieran vivo su amor. Pero dio la casualidad de que a Gervasio Posadas, que a la sazón holgazaneaba como director general de Correos, no le fue nada difícil hacer que dichas cartas no llegaran jamás a su destino. Al cabo de unos meses de incomprensible silencio, dolida y despechada, Clemencia aceptó casarse con Posadas y pronto tuvieron un hijo, de nombre Luis. Así, con la fortuna de los Estévez y como don Guido, el del verso de Machado, Gervasio logró repintar los blasones de la familia y, en vez de hablar de sus procesiones como el tal hidalgo sevillano, se dedicó a administrar la fortuna de su mujer y a acondicionar dos casas, una muy grande en el centro de Montevideo, que ahora es el Museo de Historia Nacional, y otra en el Prado (precisamente la quinta donde vivíamos antes de venir a Europa). Si el edificio principal de la quinta era extraño y no muy bello, el resto de la propiedad era deslumbrante. Siguiendo la moda de la época, hicieron del terreno un jardín botánico con especies traídas de todas partes del mundo. Había también una galería de estatuas, invernaderos, estanques, fuentes, cuadras; en fin, todo lo que don Gervasio, con el dinero de su mujer, pudo adquirir para hacer de aquella una espléndida finca de recreo. Pero el caso es que Clemencia no era feliz y comenzó a languidecer, a enfermar. Para colmo, por aquel entonces regresó a Uruguay su antiguo amor, Francisco. Al reencontrarse, él le reprochó que no le hubiese esperado; ella por su parte, que no le hubiera escrito, y ambos empezaron a sospechar del antiguo director de Correos... Planearon entonces la fuga, algo muy mal visto en aquellos tiempos, máxime cuando Vidal andaba ya metido en política, lo que le llevaría años más tarde a convertirse en presidente de la República. Clemencia dejó su casa y su familia y se fue a vivir al campo, donde tuvo un segundo hijo, Francisco. Después logró recuperar a su primer hijo y acabó sus días en Francia, donde está enterrada en el cementerio de Père Lachaise cerca de Oscar Wilde y no muy lejos de Proust y de Bizet. Pero antes de descansar en tan selecta compañía, se instaló solitaria en una casa estupenda en la que, como todos los sudamericanos ricos de la época, contaba con instalaciones tan estrambóticas como su propio establo, para no prescindir de la leche merengada que dan las vacas criollas.