Read Hoy caviar, mañana sardinas Online
Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas
—Se divide la masa en dos capas, una de ellas más pequeña que la otra, cada una de medio centímetro de grosor, rectangulares, y ponemos la pequeña en una fuente de horno. Ahora colocamos el relleno de carne encima de la masa, dejando unos márgenes de unos cinco centímetros a cada lado. Luego vamos alternando el relleno de carne, el de hígado, el de arroz y el de champiñones, cubiertos cada uno por blinis. Finalmente lo tapamos todo con la segunda capa de masa, presionando un poco con las manos para que el relleno quede compacto —continúa Rukhin.
Mientras que a mí, con una copa de riesling de más después de este largo proceso, se me va la cabeza al recuerdo de cómo intentaba arrastrarme fuera de aquel infierno en que se había convertido el lugar de exposición cuando uno de aquellos salvajes me detuvo. Milagrosamente conseguí rescatar el pasaporte diplomático del lodazal que había dentro de mi bolso y me dejó en paz. Cuando llegué al lugar donde había dejado el auto me encontré con los despojos de las otras embajadoras asistentes. No quedaba ni el recuerdo de sus lindos vestidos, ocultos bajo toneladas de barro. Las medias rotas les colgaban de los tobillos y muchas habían perdido los zapatos. Algunas tenían golpes en la cara. Mientras tanto, a los rusos se los estaban llevando presos, con los brazos en la nuca, en las camionetas de la policía, golpeándolos como ahora Rukhin golpea la masa.
—Unimos los extremos sobresalientes de las capas de arriba y abajo y los enrollamos para sellar el interior de la empanada.
Este hombre parecía completamente inmune a la botella de vino blanco que nos habíamos bebido, pero a mí, con tanta espera, tanta elaboración y tanto riesling, me empezaban a bailar los números y las letras de la receta que estaba anotando en el cuaderno.
—Con mucho cuidado —seguía Evgeni—, hacemos dos incisiones en medio de la kulebiaka; en ellas introducimos dos pequeños canutos de papel encerado para que la humedad pueda escapar mejor. La dejamos reposar un poco y luego la pintamos por encima con una yema batida.
Para entonces Rukhin estaba en semitrance, como si se encontrara delante de uno de sus lienzos, y daba vigorosos brochazos que acababan con frecuencia contra la pared. A esas alturas el desorden en la cocina era peor que el de cualquier taller de artista, pero ya todo me daba igual.
Lo curioso es que aquella represión desproporcionada sobre los artistas tuvo un efecto contrario al esperado por las autoridades. Los embajadores protestaron enérgicamente (Luis puso el grito en el cielo cuando me vio llegar como si volviera de la guerra) y los corresponsales de la prensa extranjera difundieron la noticia y las fotos del asalto por todo el mundo. Ante la presión de la opinión pública internacional, las autoridades soviéticas no tuvieron más remedio que liberar a los detenidos y autorizar una nueva exposición, en el cercano bosque de Ismailovo, tres semanas después.
Fue un día memorable, con un sol y una temperatura inusual para esa época del año en Moscú. En lugar de los veinte artistas de la primera exposición, esta vez había más de cuarenta y, en vez de los cuatro gatos de la vez pasada, una multitud enorme (veinte mil personas, decían) que paseaba por allí y admiraba las obras de los pintores en un ambiente de gran libertad.
—Introducimos la fuente en el horno precalentado y la dejamos unos 45 minutos —estaba indicando Rukhin—. Luego la sacamos, la cubrimos con una toalla seca y la salpicamos con unas gotas de agua. La dejamos reposar cinco minutos y ¡voilá! Listo para servir.
Mientras Rukhin (cubierto de arriba abajo de harina, con la barba llena de carne picada y otros sputniks no identificados por toda su ropa) y yo (con un hambre de lobo porque eran más de las cinco de la tarde y todavía no había probado bocado) devorábamos esta deliciosa kulebiaka, no podía dejar de pensar si yo tendría el valor de elegir una vida tan difícil como la de estos disidentes. Acá en la Unión Soviética hay muchas restricciones, apreturas e incomodidades, pero, si uno no se mete en problemas y mira para el otro lado, puede tener una existencia bastante apacible: la gente tiene la vivienda asegurada, por muy precaria que sea; no paga casi nada por luz ni calefacción y trabaja bastante poco. Como dicen por acá,
«nosotros fingimos que trabajamos y el Estado finge que nos paga»
. Sin embargo, si uno se enfrenta al sistema, su vida se convierte en un infierno: acoso, pérdida del empleo, cárcel y, en el peor de los casos, tratamiento de reeducación en una clínica psiquiátrica.
Esperemos que el éxito de la exposición del otro día sea como la primera capa de una kulebiaka y que, poco a poco, con otras capas como éstas, se vaya construyendo una nueva sociedad más libre, más justa y que sepa tan bien como este plato, aunque si el proceso es tan lento como la elaboración de una de estas empanadas no lo alcanzarán a ver ni mis nietos.
Desgraciadamente, mi madre se equivocaba y las cosas no estaban cambiando ni cambiaron de forma sustancial para los artistas disidentes, ya que siguieron siendo perseguidos, presionados e insultados. La mayoría de ellos fueron desposeídos de la nacionalidad soviética y tuvieron que huir del país. La exposición de los bulldozers fue un hito a nivel mundial, la supuesta señal de que algo se estaba resquebrajando en el monolítico sistema soviético, pero, contrariamente a lo que pasó en España con los pintores antisistema de la época del franquismo, hoy casi nadie recuerda a aquellos artistas disidentes en la actual Rusia de Putin. Aunque su obra esté colgada en museos como el Guggenheim de Nueva York, aunque los nuevos ricos rusos gasten millones y millones de dólares en comprar valiosos iconos u óleos de artistas costumbristas del XIX, parece que se prefiere cubrir esta etapa con un tupido velo, como si desearan olvidar la vergüenza de aquellos tiempos tan negros.
MUSACA DEL RESTAURANTE ATHENEA DE GINEBRA
Ingredientes
4 berenjenas cortadas en rodajas
2 cebollas medianas
2 dientes de ajo
350 g de carne de cordero picada
350 g de ternera picada
2 cucharadas grandes de salsa de tomate
4 tomates pelados
aceite de oliva
sal y pimienta
Para la salsa
25 g de mantequilla
25 g de harina
4 dl de leche
2 huevos
sal y pimienta
PREPARACIÓN
Salar las rodajas de berenjena y dejarlas sudar para quitarles el amargor durante media hora. Aclararlas con un poco de agua y secarlas con un paño.
Mientras tanto, rehogar la cebolla y el ajo en una sartén durante unos minutos. Añadir la carne picada y la salsa de tomate. Cocinar durante unos 10 minutos. Retirar.
Con bastante aceite, dorar las berenjenas por las dos caras. Añadir más aceite si es necesario, ya que las berenjenas absorben mucho.
En una fuente de horno previamente engrasada, poner una capa de rodajas de berenjena. A continuación una de carne picada. Repetir la operación, terminando con una capa de berenjenas. Después cubrir con una última capa de tomates cortados en rodajas muy finas.
Para hacer la salsa fundir la mantequilla en una cacerola y echar la harina. Dejar un instante y añadir poco a poco la leche. Remover constantemente hasta que hierva. Dejar reducir un par de minutos. Salpimentar. Retirar la cacerola del fuego y verter la mezcla en los huevos levemente batidos. Cubrir con esta salsa la capa de tomates de la fuente.
Meter en un horno precalentado durante 20 minutos. Servir muy caliente.
Más vale que anote esta receta que conseguí porque a este restaurante me parece que no voy a volver más. ¡Qué papelón, Dios mío! Después de la operación de apendicitis de Dolores habíamos decidido celebrarlo allí nosotras dos y la cónsul uruguaya en Ginebra. Comimos maravillosamente y había un grupo que tocaba una música muy animada que yo imagino que era sirtaki o algo así. Los camareros repartieron unos platos especiales y la gente bajaba a una pista de baile que había en medio del restaurante para romperlos festivamente á la grecque. Me encantó la idea, pero me daba pereza bajar a la pista, así que decidí tirar uno desde donde estábamos sentadas. Agarré impulso y lo lancé con todas mis fuerzas, con tan mala suerte que acerté en la nuca del maître, que se volvió hecho una furia, total, por una pequeña heridita de nada.
—Vraiment, madame! —me gritó enseñándome una gotita de sangre como si lo hubiese abierto en canal con un cuchillo.
—C'est ma fille, pardonne le! —contesté acusando a Dolores, pensando que la estupidez de una niña de quince años tendría menos importancia que la de una señora de... bueno, de los años que sean.
El maître se volvió hecho una fiera hacia Lolita, pero a la niña le había entrado un ataque de risa. El hombre estaba cada vez más indignado y empezó a gritar de todo en griego mientras la gente se arremolinaba para ver qué había pasado. Dolores reía y reía y al maître parecía que le iba a dar una apoplejía en cualquier momento. De repente la niña se volvió hacia mí, todavía riéndose.
—Mamá, creo que se me han saltado los puntos... —dijo señalando una mancha roja en el vestido amarillo que llevaba. Resumen de la historia: acabamos en el hospital cantonal con Lolita y el maître, cada uno poniéndose sus puntos. Sin palabras.
La operación de apendicitis de Dolores fue una locura más. Menos mal que al final todo salió bien. La niña llevaba unos días sintiéndose mal y la llevamos a la Policlínica Diplomática de Moscú, donde un médico norteamericano diagnosticó que sólo eran gases y que tomara mucha Coca-Cola (sin gas). Aquello me pareció una idiotez tremenda. Entonces decidimos llevarla al médico de la embajada francesa que opinó que, sin ningún género de duda, aquello era un quiste en un ovario. La niña cada vez se sentía peor y yo me volvía loca de preocupación. Cuando ya estábamos desesperados y en vista de que no mejoraba, tomé una decisión heroica: llevarla a un hospital ruso. Hasta entonces nuestros contactos con la medicina soviética habían sido escasos, pero las referencias que nos daban otros diplomáticos no podían ser menos tranquilizadoras: cicatrices kilométricas, operaciones en medio de las que se acaba la anestesia y tragedias por el estilo. Sin embargo, no había otro remedio.
El doctor ruso fue tajante: era apendicitis y había que operar sin pérdida de tiempo. Me daban temblores sólo de pensar en el costurón que le iban a hacer a la pobre niña en la barriga, pero delante de ella puse la mejor cara posible. Por un momento creí haberla engañado.
El hospital era un inmenso edificio que, a pesar de no tener muchos años, aparentaba haber pasado por varios conflictos armados consecutivos. Las paredes mostraban enormes grietas y varias ventanas estaban rotas. Para colmo, una de las dos hojas de la puerta de urgencias llevaba meses atorada y los enfermos tenían que bajarse de la camilla para entrar. El pasillo de entrada tenía como cuatro dedos de barro y nieve y allí se acumulaban los enfermos en camillas, con abrigos, gorros de piel y grandes botas sobre sus camisones reglamentarios. El ruido de fondo era como un gran quejido sordo. Subimos en un destartalado ascensor a la quinta planta, donde nos esperaba un enfermero que nos acompañó a la habitación. También llevaba un gorro de piel y unas grandes botas de nieve. Los pasillos estaban allí igualmente atestados de gente esperando su turno en camillas o sillones. Como yo había supuesto, el cuarto que nos asignaron no era individual: había otras cinco mujeres muy viejas, todas con sus pañuelos en la cabeza, que nos miraron con indiferencia.
—Mamá, te lo pido, no se te ocurra dejarme sola aquí. ¡Prométemelo!
La pobre Lolita estaba histérica y con razón, y yo muerta de miedo. Me imaginaba que la iban a abrir en canal con un serrucho o algo parecido. El enfermero del gorro de piel le alcanzó uno de esos camisones de hospital que sólo están cerrados por detrás con una cinta y dejan todo el derriére al aire. Cuando Dolores se lo puso, aquel buen hombre agarró toda la ropa que habíamos traído, abrió una trampilla que había en el suelo y la tiró con gran violencia. Adiós para siempre. Estuvimos un buen rato esperando sentadas en aquella cama de sábanas de un muy conveniente color gris que ocultaba a saber Dios qué manchas. La niña tintaba porque por una de las ventanas rotas entraban unos chiflones de viento helado. Al cabo de un rato apareció el del gorro de piel con la camilla. Dolores, siempre de mi mano, se subió a aquel chirriante artefacto y nos encaminamos al ascensor.
—¿Es su hija? —preguntó el enfermero—. Supongo que sabe lo de la cuarentena. No se preocupe, ya le iremos dando noticias de ella.
—¿Cómo que la cuarentena?
—Sí, ya sabe que en nuestros hospitales los pacientes deben guardar cuarentena después de la intervención y no están autorizadas las visitas.
En ese momento el enfermero me apartó de un manotazo y metió la camilla de Lolita en el ascensor. Dolores gritaba como una loca y, justo cuando se estaban cerrando las puertas, saltó como un gamo fuera de la cabina. Entonces empezó a correr por los pasillos sin importarle el camisoncito ni que se le viera el derriére, y detrás de ella yo, perseguidas a corta distancia por el enfermero indignado que nos insultaba a gritos.
Conseguimos llegar a la salida y Dolores continuó corriendo descalza y medio desnuda por la nieve. Sólo respiramos cuando llegamos al auto y salimos disparadas para nuestra casa. Aquella noche, mientras Lolita vomitaba y vomitaba, no pararon de llamar del hospital, preguntando por la tovarich Dolores, y yo siempre contestaba que allí no había nadie con ese nombre. Finalmente Luis lo arregló todo y a las siete de la mañana estábamos tomando el avión para Ginebra. Cuatro horas más tarde la operaban de urgencia, al borde de la peritonitis.
Al día siguiente de la intervención ya estaba como una rosa, con una cicatriz de sólo dos centímetros y lista para ir al restaurante griego. Teniendo en cuenta todo lo que hemos pasado, un plato más o menos contra la nuca del maître tampoco es tan grave.
A punto de marcharnos de la URSS nos enteramos de la terrible muerte de Rukhin. Como noticias de este tipo suelen tardar bastante en saberse en este país, hasta pasadas unas semanas no nos enteramos del desgraciado incendio que había acabado con su vida. Los detalles eran confusos y no pudimos averiguar exactamente qué había pasado, pero supe que, como es costumbre, su familia organizaba una celebración pasados cuarenta días de la muerte. Decidí viajar a Leningrado, que era donde él residía habitualmente, para presentarle mis condolencias a la viuda.