Homicidio (23 page)

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Authors: David Simon

BOOK: Homicidio
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Worden había llegado a la unidad de robos en 1977, dos años después que McCown, y sabía que era un buen policía que estaba a punto de ser destruido por culpa de haber disparado cuando no debía. Worden desenterró un par de informes frescos del distrito Este, robos en los que el sospechoso había usado una pistola pequeña del calibre 25.

—Quizá te ayuden —le ofreció Worden.

—Muchas gracias, Donald —le dijo el inspector, que era más joven que él— pero no hace falta. Todo irá bien.

Pero no iba a ir bien. Las protestas y las amenazas de disturbios por a la ciudad aumentaron después de que la oficina del fiscal del Estado desestimará llevar el caso a un gran jurado, argumentando que no había intención criminal por parte del inspector. Tres meses después se convocó una junta de revisión en el departamento para oír el testimonio de McCown, que insistió en que había disparado su pistola porque temía por su seguridad y la de las demás personas presentes en el establecimiento. La junta, de cinco miembros, oyó también el testimonio del compañero con el que la víctima entró en la tienda, que explicó que él y su amigo no estaban mirando la tienda para robarla, sino que miraron varias veces por el escaparate antes de entrar porque la tienda estaba repleta y no querían hacer cola para comprar unos refrescos. Y, más importante todavía, la junta escuchó a Ja-Wan McGee, ahora paralizado de cintura para abajo, quien testificó desde una silla de ruedas que cuando él «caminó hacia la puerta, el tío dio dos pasos y empezó a disparar». La junta deliberó durante una hora y encontró al inspector culpable de violar tres de las reglas del departamento relativas al uso de armas de fuego, además de haber actuado «de una forma que había causado descrédito al departamento». Una semana más tarde, el comisionado de policía se negó a aceptar un castigo menor ni cualquier tipo de rehabilitación para el inspector. Pomerleau, en cambio, aceptó las recomendaciones de la junta y despidió al inspector.

«Miami ha conseguido que se nos haga justicia», declaró el jefe regional de la NAACP, pero para los policías en la calle el caso contra Scotty McCown dejó claro que un departamento que en otros tiempos se había negado a castigar hasta los actos más arbitrarios de brutalidad ahora tocaba a retirada general. La cuestión no era si los disparos a Ja-Wan McGee habían sido necesarios o no; todo policía que alguna vez había sentido la necesidad de desenfundar su arma se estremecía al pensar en un encendedor sobre el suelo de linóleo y en un chaval de diecisiete años paralítico de por vida. La cuestión era si el departamento estaba dispuesto a sacrificar a sus propios miembros Para no enfrentarse a una de las verdades inevitables del trabajo policial: la presunción institucionalizada de que, en cualquier circunstancia, un buen policía tomará la decisión correcta en lo que atañe a disparar o no.

En una nación fuertemente armada y con tendencia a la violencia es razonable que los agentes de la ley lleven armas y estén autorizados a utilizarlas. En Estados Unidos sólo un policía está autorizado a matar mediante una deliberación y un acto puramente personal. A ese fin, Scotty McCown y otros tres mil hombres y mujeres se envían a las calles de Baltimore armados con Smith&Wesson del calibre .38 para cuyo uso recibieron varias semanas de entrenamiento en la academia van una vez al año al campo de tiro de la policía. Esa formación, sumada al buen juicio del agente, se considera que ofrecen la experiencia adecuada para llegar a la decisión correcta en todas las ocasiones.

Es mentira.

Es una mentira que el departamento de policía tolera porque de lo contrario destruiría el mito de infalibilidad sobre el que descansa su autorización para matar. Y es una mentira que el público exige, pues de lo contrario quedaría expuesto a una aterradora ambigüedad. La falsa certeza, el mito de la perfección del que se alimenta nuestra cultura requiere que Scotty McCown hubiera gritado un aviso antes de disparar tres veces, que se hubiera identificado como un agente de policía y que le hubiera dicho a Ja-Wan McGee que tirara al suelo lo que él pensaba que era una pistola. El mito exige que McCown le hubiera dado tiempo al chaval para decidirse o, quizá, que hubiera usado su arma sólo para herir o desarmar al sospechoso. Se deduce que el inspector que no sigue este procedimiento ha recibido una formación defectuosa y es temerario, y, si ese inspector es blanco, se permite el argumento de que posiblemente sea un racista que considera que todos los adolescentes negros con mecheros brillantes son atracadores. No importa que gritar una advertencia le conceda toda la ventaja al delincuente, que la muerte pueda llegar más rápido de lo que tarda un inspector en identificarse o en pedir que un sospechoso tire al suelo un arma. No importa que, en un enfrentamiento de poco más de uno o dos segundos, un policía se pueda considerar afortunado si acierta el cuerpo de su objetivo a una distancia de seis metros, y que acertar a una extremidad sea aún mucho más difícil, y a la mano con la que el delincuente sostiene el arma, casi imposible. Y tampoco importa si un policía es un hombre honorable, si cree o no honestamente que está en peligro, si el haber disparado a un sospechoso negro lo pone tan enfermo como disparar a un sospechoso blanco. McCown era un buen hombre, pero disparó una vez su 38 un instante o dos antes de lo que hubiera debido, y, en ese corto espacio de tiempo, la víctima y el agente quedaron encadenados en la misma tragedia.

Para el público, y para la comunidad negra en particular, el disparo a Ja-Wan McGee se convirtió en una victoria largamente esperada frente a un departamento de policía que durante generaciones no había concedido ningún valor a la vida de las personas negras. Era, en ese sentido, la consecuencia inevitable de haber justificado demasíada maldad durante demasiado tiempo. Que Scotty McCown no fuera ni incompetente ni racista no suponía la menor diferencia; en Baltimore, como en cualquier otro departamento de policía de la nación, los hijos pagaban por los crímenes de sus padres.

Para los policías a pie de calle, blancos y negros, el caso McGee se cnvirtió en prueba fehaciente de que ahora estaban solos, de que el sistema ya no podía protegerlos. Para conservar su autoridad, se exigiría al departamento que destruyera no sólo a aquellos hombres que se comportaban de manera brutal y creían que era útil hacerlo, sino también a aquellos que tomaban la decisión equivocada cuando se enfrentaban a una decisión imprevista y terrible. Si el disparo era correcto, estabas cubierto, aunque en Baltimore ya no se puede usar la fuerza, ni siquiera en la situación más justificable que se pueda imaginar, sin que alguien, en alguna parte, se ponga frente a una cámara de televisión a decir que la policía había asesinado a aquel hombre. Y si el disparo era dudoso, probablemente también estabas a salvo, suponiendo que supieras lo que tenías que poner en el informe. Pero si el disparo había sido una equivocación, eras prescindible.

Las consecuencias para el departamento y para la ciudad misma fueron previsibles e inevitables. Y ahora todos los policías que conocían su historia podían mirar a la calle Monroe y reconocer en ella a la hija bastarda de una tragedia mucho anterior en una tienda de comida para llevar del este de la ciudad. Quizá a John Scott lo había matado un policía y quizá fuera un asesinato premeditado, aunque a Worden y a cualquiera le resultaba difícil imaginar que un policía arriesgase voluntariamente tanto su carrera como su libertad para pelar a un ladrón de coches. Lo más probable es que la muerte de John Scott no fuera nada más que una persecución, un forcejeo y luego medio segundo de deliberación bajo presión en un callejón oscuro. Quizá apuntara el arma y apretara el gatillo un policía torturado por el recuerdo de Norman Buckman o de cualquier otro policía que dudó y perdió. Quizá, con el eco del disparo, un policía se preguntó, presa del pánico, cómo iba a escribir aquello, cómo se tomaría aquella situación en el departamento. Quizá, antes de marcharse de la calle Monroe en el coche patrulla con las luces apagadas, un policía de Baltimore pensó en Scotty McCown.

—Roger Twigg acaba de dejarnos con el culo al aire —dice Rick James, leyendo el artículo por segunda vez y revirtiendo a su forma de hablar vernácula del lado oeste—. Algún tío de por aquí se ha ido mucho de la lengua, colega.

Donald Worden mira a su compañero, pero no dice nada. En la oficina principal, D'Addario está acabando los últimos asuntos en su carpeta. Dos docenas de inspectores —de homicidios, de robos, de delito sexuales— están apiñados a su alrededor, escuchando otro reparto matutino de teletipos, órdenes especiales y memorandos departamentales. Worden lo oye todo sin prestar atención.

—Ese es el problema de toda esta investigación —dice finalmente levantándose para servirse una segunda taza de café—. En este lugar hay más filtraciones que en un colador.

James asiente y luego tira el periódico al escritorio de Waltemeyer. D'Addario termina el pase de lista y Worden sale de la sala del café, mirando los rostros de al menos media docena de hombres que eran muy amigos de algunos de los agentes del los distritos Central y Oeste que ahora están siendo investigados por el asesinato de Scott. Worden se permite un pensamiento despiadado: cualquiera de ellos podría ser la fuente del artículo del periódico.

Demonios, Worden se siente obligado a incluir en esta lista de sospechosos a su propio inspector jefe. A Terry McLarney no le gusta nada investigar a otros policías y, en especial, a aquellos con los que había trabajado en el distrito Oeste. Lo había dejado diáfanamente claro desde el mismo momento en que John Scott había besado el suelo, y era por esa razón por la que se lo había apartado de la investigación de la calle Monroe.

Para McLarney, la noción de que sus propios inspectores estuvieran siendo usados para investigar a sus viejos colegas del Oeste era obscena. McLarney había sido sargento de sector en aquel distrito dejado de la mano de Dios antes de regresar a homicidios en el 85. Casi le matan en aquel distrito, pues le habían disparado como a un perro mientras perseguía a un atracador por la avenida Arunah, y había visto cómo les pasaba lo mismo a algunos de sus hombres. Si ibas a ir contra policías del Oeste, no podías esperar que McLarney fuera contigo. En su mundo no cabían los grises. Los policías eran buenos y los delincuentes malos; y si los policías no eran buenos, aun así seguían siendo policías.

Pero ¿habría llegado McLarney al extremo de filtrar información? Worden creía que no. Puede que McLarney se quejara y protestara y se mantuviera alejado del caso Scott, pero Worden no cree que fuera a sabotear el trabajo de sus propios inspectores. En realidad era difícil imaginar que ningún inspector hubiera filtrado intencionadamente detalles de una investigación para sabotearla.

No, piensa Worden, descartando la idea. El artículo del periódico tuvo que salir del departamento, pero probablemente no directamente de un inspector de homicidios. Una fuente mucho más probable eran abogados del sindicato de policía en un esfuerzo por retratar al testigo presencial como sospechoso para así disminuir la presión sobre los agentes. Esto tenía sentido, particularmente porque a uno de esos abogados se lo citaba por su nombre al final del artículo.

Aun así, tanto Worden como James saben que la historia del periódico es básicamente cierta y está al día, un tanto exagerada en su sugerencia de que el nuevo testigo civil es un sospechoso, pero cierta en todo lo demás. Y ambos hombres saben, también, que la fuente de Twigg tiene, en consecuencia, que estar muy cerca de la investigación, pues de lo contrario no habría tenido acceso tan preciso a los hechos. Si los abogados del sindicato son la fuente principal del periodista, alguien les está pasando a ellos información actualizada sobre el curso de la investigación.

Para Worden, el artículo del periódico es parte de un problema mayor del caso de la calle Monroe: que la investigación se está llevando a cabo en una pecera. Y no es de extrañar. Cuando unos policías investigan a otros, se suele dar el caso a alguna clase de unidad de investigaciones internas, una brigada de detectives dedicada a tiempo completo a perseguir policías. Un inspector de asuntos internos está entrenado para mostrarse como un enemigo. Trabaja en una oficina distinta en un piso distinto del edificio e informa a superiores distintos que cobran por armar casos contra policías que han jurado lealtad al departamento. Un inspector de asuntos internos no conoce lealtades forjadas en las comisarías ni por la hermandad que genera el oficio, sino que debe fidelidad al sistema, al departamento como un todo. Es, en la jerga de los patrulleros, una rata que come queso.

Puesto que los policías de uniforme que persiguieron a John Scott eran todos potenciales sospechosos, la investigación de la calle Monroe era, a todos los propósitos, una investigación interna. Y, sin embargo, puesto que John Scott había sido asesinado, la investigación no podía ir a asuntos internos. Era un caso criminal y, por tanto, correspondía a la unidad de homicidios.

Worden tenía que lidiar con sus propios problemas de lealtad. Un cuarto de siglo no es poco tiempo en ningún oficio, pero para Worden los años que pasó de uniforme lo eran todo. Llevaba consigo un poco de Norman Buckman y también un poco de Scotty McCown. Sin embargo, estaba decidido a resolver el caso de la calle Monroe porque era su letra la que estaba escrita en rojo en la pizarra junto al nombre de John Scott. Era un asesinato. Su asesinato. Y si algún policía ahí fuera no tenía ni cerebro ni huevos suficientes para entregar el cuerpo, Worden estaba dispuesto a ir a por él.

Que algunos de los agentes se hubieran comportado como lo hacen los testigos de cualquier otro asesinato hacía que el proceso fuera un poco más fácil para Worden. Algunos le habían mentido descarada mente, otros habían sido deliberadamente ambiguos, todos se habían mostrado a la defensiva. Para Worden y James fue doloroso estar en una sala de interrogatorios y tener que escuchar cómo hombres de uniforme se les meaban en la pierna y luego les decían que estaba lloviendo. Tampoco recibieron ninguna colaboración de los distritos. El teléfono no sonaba constantemente con llamadas de policías que temieran verse envueltos en un asesinato cometido por otro agente y quisieran salir de la zona de peligro o hacer un trato para salvarse. Worden comprendió que en la calle se sabía, claramente, que homicidios no tenía pruebas suficientes para acusar a nadie. Si el responsable del asesinato era un policía, nadie los ayudaría mientras se creyera que la investigación estaba en punto muerto.

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