Homicidio (21 page)

Read Homicidio Online

Authors: David Simon

BOOK: Homicidio
11.24Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero el rostro de la mujer está desencajado y vacío. Asiente sin comprender, con los ojos atravesando al detective sin verle, fijos en los arreglos florales dispuestos junto al ataúd. Edgerton camina hasta el lateral de la iglesia y se queda allí con la espalda contra la pared y los ojos cerrados, más por la fatiga que por convicción espiritual, escuchando la voz profunda del joven ministro de la congregación:

… y aunque camine por el valle de la muerte… y oí una voz muy fuerte que me decía desde el trono… no haya más muerte ni duelo ni llanto ni dolor, pues el viejo orden de las cosas ha terminado.

Oye al alcalde de la ciudad, cuya voz se tropieza y se quiebra mientas habla:

— A la familia y amigos… yo, ah… esta es una tragedia terrible, no sólo para su familia… sino para la ciudad entera… Latonya era una hijade Baltimore.

Oye a un senador de Estados Unidos:

—… la pobreza, la ignorancia, la avaricia… toda las cosas que matan a niñas pequeñas… era un ángel para todos nosotros, el ángel de Reservoir Hill.

Oye pequeños y breves detalles de la vida de una niña:

—… asistió a la escuela desde los tres años hasta ahora sin faltar un solo día… participaba en el consejo de estudiantes, el coro de la escuela, bailaba danza moderna, era
majorette
… El sueño de Latonya era convertirse en una gran bailarina.

Escucha el sermón, cuyos argumentos nunca le han parecido más vanos, más vacíos:

—Ahora está en casa… porque no se nos juzga por ser de pies ligeros ni por ser los más fuertes, sino por lo que resistimos.

Edgerton sigue a la multitud que se coloca detrás del ataúd blanco que es llevado hacia la puerta. Ya de vuelta al trabajo, arrincona a un ujier de guantes blancos para que le dé una copia del libro de firmas, en el que han escrito todos los asistentes. Desde una furgoneta de vigilancia en la otra acera de la avenida Park, un técnico empieza a sacar discretamente fotografías de la gente que sale de la iglesia, con la esperanza de que el asesino haya tenido tantos remordimientos que se haya arriesgado a venir. Edgerton se queda al pie de las escaleras de la iglesia, estudiando los rostros de los hombres que lentamente salen a la calle.

—«No por ser de pies ligeros ni por ser más fuertes, sino por lo que resistimos» —dice, sacando un cigarrillo—. Me ha gustado esa parte. Espero que se refiriera a nosotros.

Edgerton mira cómo el último de los asistentes al funeral abandona la iglesia antes de volver a su coche.

LUNES 8 DE FEBRERO

Donald Worden está sentado en la sala del café repasando la sección local del periódico y medio escuchando el pase de lista que tiene lugar en la oficina contigua. En silencio, sorbe su café y asimila el titular:

POCAS PISTAS EN EL ASESINATO DE DICIEMBRE DE UN SOSPECHOSO QUE HUÍA; LA INVESTIGACIÓN PASA DE LOS POLICÍAS A CENTRARSE EN CIVILES.

El artículo en sí empieza con una pregunta: «¿Quién mató a John Randolph Scott, Jr.?».

Los inspectores de homicidios de Baltimore se han hecho esa misma pregunta cientos de veces desde el pasado siete de diciembre, cuando el señor Scott, de veintidós años, murió a causa de un disparo por la Ida mientras era perseguido a pie por la policía.

Durante varias semanas la investigación pareció centrarse en los agentes que estuvieron en la zona cuando el joven —que huía de un coche robado al que la policía había dado caza— fue abatido en el número 700 de la calle Monroe.

Según fuentes policiales, ahora parece que los investigadores están considerando otro posible sospechoso: un civil que vive en ese barrio y cuya madre, novia e hijo han sido interrogados anteriormente ante el gran jurado de la ciudad.

Worden pasa los ojos someramente por todo el artículo, luego gira la página y empieza a leer la continuación en la página 2D. La cosa empeora: «
Una fuente de la policía dijo que un hombre que vivía cerca de la calle Monroe había sido interrogado a fondo sobre el asesinato […]. Ese mismo hombre —cuyo nombre fue sugerido a la policía por otro residente de la zona— le había dicho a los investigadores que había visto un coche de policía irse de la calle Monroe a toda velocidad y con las luces apagadas la mañana del asesinato. No se ha encontrado ninguna prueba que pueda verificar esos hechos, y ahora los investigadores creen que es posible que el hombre fuera de algún modo responsable del tiroteo o, al menos, que sabe más de lo que ha dicho hasta ahora
».

Worden termina su café y le pasa el periódico a Rick James, su compañero, que pone los ojos en blanco y lo toma de manos del veterano inspector.

Maravilloso. Por primera vez en dos meses consiguen una buena pista en este condenado caso sólo para que el puto Roger Twigg, el veterano periodista de sucesos del periódico matutino, lo airee en la primera página de la sección local. Perfecto. Durante dos meses, nadie en el barrio cerca de Fulton y Monroe admitió saber nada del asesinato de John Scott. Luego, hace una semana, Worden por fin consigue desenterrar a un testigo muy reticente —quizá incluso un testigo ocular— para que vaya al gran jurado. Pero antes de que los fiscales puedan hablar con el hombre y presionarlo para que testifique bajo amenaza de acusarle de perjurio, el
Baltimore Sun
publica que es un sospechoso. Ahora será un infierno hacer que el tipo cuente su historia frente a un gran jurado, porque si lee el periódico —o si su abogado lo hace—, la prudencia aconseja que invoque la quinta enmienda y guarde silencio.

Twigg, miserable hijo de puta, piensa Worden mientras oye a D’Addario repasar los teletipos del día. Me has jodido. Esta vez me has jodido de verdad.

Que Worden haya conseguido un testigo demuestra lo duro que ha trabajado en ese caso. Desde el descubrimiento del cuerpo de John Scott a principios de diciembre ha peinado puerta a puerta la zona al rededor del número 800 de la calle Monroe en cuatro ocasiones, con poco éxito las tres primeras. No fue hasta el cuarto peinado cuando un vecino le dio a Worden el nombre de un posible testigo presencial vecino del bloque 800 que había aparcado el coche en la calle Monroe justo en la boca del callejón y le había dicho a varias personas que es tuvo allí cuando tuvo lugar el asesinato. Cuando Worden llegó hasta el hombre, se encontró con un peón de mediana edad que vivía con su novia y su anciana madre en la calle Monroe. Nervioso y muy reticente el hombre negó haber estado en la calle cuando ocurrió el incidente pero admitió haber oído un disparo y luego haber visto un coche de policía marcharse con las luces apagadas. Entonces vio cómo un segundo coche de policía entraba en la calle Monroe desde Lafayette y se detenía cerca de la entrada al callejón.

El hombre le dijo también a Worden que, en cuanto la policía empezó a reunirse frente al callejón, había llamado a su hijo para contarle lo que estaba pasando. Worden entrevistó entonces al hijo, que recordaba la llamada y recordaba, además, que su padre había sido muy concreto: había visto cómo un agente de policía disparaba a un hombre en el callejón que estaba frente a su casa.

Worden volvió al testigo y lo enfrentó a la declaración de su hijo. No, dijo el hombre. Yo no le dije eso. Y se mantuvo firme en su declaración previa sobre los dos coches.

Worden sospechaba que este recién hallado testigo había visto mucho más que la llegada y partida de coches patrulla, y el inspector tenía dos posibles explicaciones para la obvia reticencia del hombre a decir más. La primera era que el testigo tuviera genuinamente miedo de declarar contra un agente de policía en un juicio por asesinato. La segunda es que se hubiera inventado lo del coche de policía que se fue de la calle Monroe con las luces apagadas. Puede que el testigo hubiera visto un enfrentamiento entre John Scott y otro civil, quizá un amigo o un vecino, al que ahora trataba de proteger. En ese sentido, ese enfrentamiento podía haber sido con el propio testigo, que había aparcado su propio coche en la boca del callejón sólo unos minutos antes del asesinato.

Entonces, técnicamente, el artículo de esta mañana está en lo cierto al decir que el testigo también puede considerarse un sospechoso. Pero lo que Roger Twigg no sabe —o no le han dicho sus fuentes— es que este nuevo testigo no fue descubierto en medio de la nada; otras pruebas están haciendo que Worden lleve la investigación en dirección opuesta, de vuelta hacia la policía.

Es algo más que los botones de camisa que se encontraron en la entrada del callejón. Y no es sólo el hecho de que los agentes estén teniendo problemas para hacer encajar sus historias. La prueba más inquietante en el caso de Worden es una copia de las emisiones por radio del distrito Central, que había sido enviada al FBI para que mejorara la calidad del sonido. Descifrada por los investigadores y transcrita semanas después del asesinato, revelaba una secuencia muy extraña de mensajes de radio.

En un punto de la cinta se oye a un agente del Central dando una descripción del sospechoso que se había visto salir corriendo del asiento del pasajero del coche robado.

—Es un varón número uno, metro ochenta o ochenta y cinco, chaqueta oscura, téjanos…, visto por última vez en Lanvale y Payson…

Luego un sargento del distrito Central, un veterano con siete años de experiencia llamado John Wylie, interrumpe. Después de participar en la persecución hasta el distrito Oeste, es Wylie el primero que encuentra el cuerpo de John Scott.

—Uno treinta —dice Wylie, dando el número de su unidad—. Cancelen esa descripción en el bloque ochocientos de Fulton… o Monroe.

Uno de los agentes que había participado en el principio de la persecución interviene, asumiendo que el sospechoso ha sido arrestado:

—Uno veinticuatro. Yo puedo identificar a ese tío…

Momentos después, Wylie interviene de nuevo por radio.

—Uno treinta. He escuchado un disparo antes de encontrar al tío.

—Uno treinta, ¿dónde estás, en el bloque ochocientos de Monroe?

—Diez cuatro.

Entonces, al cabo de cierto lapso de tiempo, se oye de nuevo a Wylie en la grabación, reconociendo por primera vez que hay «una posible víctima de un disparo en el callejón.»

La transmisión le planteaba a Worden una pregunta obvia: ¿por qué iba el sargento a cancelar la descripción del sospechoso a menos que creyera que el tipo estaba arrestado? Los botones, la cinta con la grabación de la radio, todas esas pruebas no llevaban a buscar a un sospechosos civil, sino a investigar más a los agentes de policía que perseguían a la víctima. Y, sin embargo, Worden y James habían comprobado y recomprobado las hojas de ruta —uno de los documentos obligatorios del departamento que registra todo el turno de trabajo de un policía, incluidas todas las llamadas— de todos los policías que estuvieron trabando en cualquier punto cerca de la calle Monroe. Pero parecía que todos los coches patrulla de los distritos Central, Oeste y Sur estaban localizados en el momento del disparo. Los agentes que participaron en Persecución del Dodge Colt robado y en la subsiguiente persecución pie ya habían descrito sus movimientos exactos en informes complementarios que los dos inspectores habían revisado también. Los investigadores habían descubierto que la mayor parte de los agentes se habían cruzado durante el incidente, y podían confirmar las versiones de los otros.

Si el asesino era otro agente de policía que había huido antes de que llegara el sargento Wylie, no había nada en los informes que pudiera identificarlo. En total, quince agentes de los distritos Oeste y Central habían sido interrogados, con escasos resultados, y Wylie, por su parte, insistía en que no había visto nada ni antes ni después de oír el disparo. Varios agentes, entre ellos Wylie y dos más que fueron de los primeros en llegar a la escena del crimen, recibieron órdenes de someterse a un detector de mentiras. Los resultados no mostraban ningún indicio de engaño en los agentes, con excepción de Wylie y de otro, cuyos resultados se calificaron de no concluyentes.

Los resultados del polígrafo unidos a la prematura transmisión por radio de Wylie llevaron a Worden y James a concluir que, como mínimo, el sargento del distrito Central había visto algo antes de descubrir el cuerpo. Pero en un interrogatorio de dos horas y media con los inspectores, Wylie insistió en que sólo había oído un único disparo y en que no había visto a otros agentes cerca del callejón de la calle Monroe. No sabía por qué había cancelado la descripción del sospechoso ni se acordaba de haberlo hecho.

Wylie le había preguntado a los inspectores si le consideraban un sospechoso.

No, le dijeron.

Sin embargo, fue durante esa entrevista cuando los inspectores le preguntaron al sargento de sector si accedería voluntariamente a que registraran su casa. Wylie aceptó y los inspectores confiscaron sus uniformes, armas reglamentarias y revólver privado para someterlos a pruebas, que no resultarían concluyentes.

¿Soy un sospechoso?, preguntó el sargento de nuevo. Si es así, quiero que me lean mis derechos.

No, le dijeron, no eres un sospechoso. No por ahora. Con el sargento atrincherado en que no había visto ni oído nada aparte del disparo, lo único que les quedaba a los investigadores era la posibilidad de que otro policía o un civil hubiera presenciado el asesinato o los momentos inmediatamente posteriores al disparo. Y ahora, justo cuando esa posibilidad casi se había hecho realidad, una simple columna de tinta en un periódico amenazaba con hacer que su único testigo se negara a hablar.

Aun así, si a John Scott lo había matado un policía, Worden creía que el incidente probablemente acabaría siendo algo menos que un asesinato. Era, razonaba, una pelea en un callejón que acabó muy mal, un forcejeo que terminó cuando un agente —con razón o sin ella— utilizó arma o quizá otra .38 que arrebató al propio John Scott. Un segundo o dos después, el sospechoso está en el suelo con una herida de bala la espalda, y el policía está escupiendo adrenalina y aterrorizado, peguntándose qué coño iba a poner en el informe para salir bien de esa situación.

Si eso era lo que había sucedido, si un policía había huido del callejón porque no confiaba lo bastante en la capacidad del departamento para defenderlo, entonces había sido un acto inevitable. Si las cosas habían ido así era porque la calle Monroe era la última curva de una enrevesada carretera con muchos baches por la que el departamento de policía de Baltimore llevaba transitando mucho tiempo. Donald Worden ya estaba en el departamento cuando se había empezado a ir por ese camino, y había visto cómo el péndulo había oscilado por completo hacia el otro lado.

Other books

Girls In White Dresses by Jennifer Close
The Weimar Triangle by Eric Koch
Company by Max Barry
The Moth by James M. Cain
The God Complex: A Thriller by McDonald, Murray
The Strange White Doves by Alexander Key