Authors: Enrique J. Vila Torres
—Amigos —comenzó su perorata con su voz grave, oscura y cascada don Idelfonso—, no puedo negarles que los he citado a esta reunión por una cuestión que nos atañe a todos, y a sus inmediatos superiores, y que sin duda va a beneficiar en mucho a España, a la que como saben tanto amo.
»Vamos a hablar de niños. De los pobres hijos de los rojos y republicanos que por suerte ahora se pudren en las cárceles de nuestro santo país. Como bien saben, tras la orden de marzo de 1940, y la ley de diciembre de 1941, es relativamente fácil hacernos con la tutela de esos bastardos, sin dar posibilidad alguna a los padres para que los reclamen. Desde entonces —prosiguió el abogado—, miles de criaturas han sido separadas de sus progenitores revolucionarios, y entregados a otros padres más adecuados para su educación y cuidado, de conformidad a las exigencias de una vida católica y de derechas.
»La labor ha sido enorme, pía y humanitaria. Y mejorará la raza española, no lo duden, limpiándola de tendencias comunistas y ateas.
Monseñor dio un respingo inquieto al oír esa horrenda palabra, «ateas», y se removió nervioso en su sofá.
—Dios lo quiera —soltó al tiempo que se persignaba.
—Sí, padre, Dios lo quiera —contestó asertivo y con una sonrisa cínica el letrado—. Pero para nuestra desgracia, ya ha pasado bastante tiempo desde que finalizase el glorioso alzamiento nacional, que llenó a rebosar nuestras cárceles de mujeres republicanas y socialistas. Y los casi treinta mil niños que desde entonces hemos «reubicado» en familias puras han acabado con las «existencias de bebés», por así decirlo.
—Entonces —apuntó Demetrio, el político—, misión cumplida, ¿no? Ya hemos limpiado España de esa barbarie comunista, y purgado a los ateos y republicanos, asignando a sus hijos a familias con los rectos principios de la moral católica y nacional, conforme a las directrices de Dios y de nuestro Generalísimo, que…
—Sí, sí, amigo Demetrio —interrumpió sin contemplación alguna el abogado—. No siga, ya sabemos… El Generalísimo y la pureza de la raza. Perfecto. Pero por otro lado, sepan, señores, que se acabó también el dinero.
Al escuchar esa última palabra, don Agapito, el médico, sonrió amargamente, mientras realizaba una paternal seña de asentimiento. A sus sesenta y cinco años, era el mayor de los allí reunidos.
—¿El dinero? —preguntó en apariencia sorprendido monseñor, en un gesto hipócrita—. ¿Qué importa aquí el dinero? Lo que importa a la Iglesia es Dios y su rebaño…
—Perdónenme, reverendo padre y señores aquí presentes —prosiguió Idelfonso—, pero he de decirlo como lo siento, nos conocemos desde hace muchos años y hay confianza: ¡y una mierda no importa el dinero!…
Con la última palabra del improperio, unas gotitas de saliva salieron disparadas de los gruesos labios del letrado, y su cara se puso roja como un tomate maduro y fofo a punto de estallar.
Todos se sobresaltaron ante el exabrupto del abogado. Monseñor bajó la cabeza en señal de derrota y con cierta vergüenza.
—No nos andemos con rodeos, amigos —siguió el corrupto y gordo letrado—. Aquí ha habido un beneficio económico brutal, que nos ha ayudado a todos. Aparte, claro está, de la labor social y de limpieza de raza que se ha llevado a cabo. Y hay muchas voces de personas sensatas y rectas que han estado participando en esta práctica de reasignación de bebés, y que están absolutamente convencidas de la necesidad, esta vez económica, no vamos a negarlo, de seguir actuando así. ¡Los niños de las rojas se acaban, cojones! ¡Esa es la cuestión!
Definitivamente, pensó Demetrio, el caro whisky que estaba tomando de forma desaforada don Idelfonso empezaba a soltarle la lengua, al tiempo que le aclaraba las idas y le hacía ir, por fin, directo al grano.
—Y no me negarán ustedes —continuó don Idelfonso, ya sin lugar a dudas enfadado y achispado por los efectos del alcohol— que la cuestión nos afecta a todos, pues tanto el colectivo médico y hospitalario en general, como los políticos y empresarios que a ellos sustentan, y cientos de miembros del clero de las más variadas congregaciones, se han lucrado de este asunto.
»Porque, como saben, son cientos de miles de pesetas los que han dejado como
donativo voluntario
muchos de los padres que se han visto beneficiados de las asignaciones de niños. Me da igual si en adopción o directamente inscritos como hijos legítimos. Lo cierto es que el dinero que se ha movido estos últimos años con el montaje al que legalmente hemos dado cobertura ha sido lucrativo a más no poder. Les aseguro que hay mucha gente implicada y deseosa de que esto siga en marcha, ¿no es así, Agapito, estimado amigo?
—Es cierto, Idelfonso —intervino por primera vez el anciano galeno—. No puedo negar que la labor política y religiosa que se ha realizado ha sido magnífica. Pero muchos colegas médicos, enfermeros y auxiliares han dedicado mucho tiempo de su profesión a dirigir de manera correcta estas asignaciones de bebés, y se les ha recompensado convenientemente por ello, claro está, como para que ahora esto se acabe de pronto.
»Les aseguro —continuó Agapito— que tengo importantísimos contactos en todos los Colegios de Médicos de España. Conozco personalmente al ilustre doctor Vallejo-Nágera, de quien surgió el alma intelectual de esta depuración de bebés. Y desde luego corroboro las palabras de nuestro amigo Idelfonso. Hay muchos implicados en el sector médico que no están dispuestos a ver de golpe mermados sus ingresos extras por las asignaciones de recién nacidos que hasta la fecha tan libremente y con el amparo legal se han venido haciendo.
«Asignaciones —pensó divertido y sarcástico Idelfonso, qué cínico era su amigo—. ¡Lo que se ha estado haciendo son puras y duras compraventas de bebés, joder!» La depuración política había durado a lo sumo tres años desde el final de la guerra, y todo esto se había convertido en un lucrativo negocio… ¡Cuánto cinismo!… Pero tenía que acabar pronto esta farsa, siguió pensando el abogado, y llegar a las conclusiones adecuadas.
—Gracias por corroborar mis palabras con tu sabia experiencia, Agapito —dijo entonces el letrado, llenando de nuevo su copa vacía con ese caro whisky escocés que tan poco se veía en la España de aquella época—. Veo que vamos llegando al núcleo de la cuestión: el caso es que hay muchísima gente implicada en las asignaciones de niños, gente que ha ganado bastante dinero, con toda justicia, hay que decirlo —sonrió cínico Idelfonso—, y que quiere seguir con su labor… O, seamos francos, con su
negocio
.
El político y el cura hicieron un gesto de extrañeza y cierta reprobación, pero callaron. El médico sonrió cómplice, a punto de la carcajada. Le encantaba el carácter directo y sincero de su amigo Idelfonso. No se cortaba ni ante máximos dirigentes del poder político y religioso. ¡Cómo sabía jugar sus cartas!
El poder del dinero aplastaba cualquier oposición, moral o ideológica. Y esos dos que los acompañaban y a los que representaban estaban más ansiosos si cabe que el propio Idelfonso por acumular riqueza. Precisamente la Iglesia y los políticos no eran ejemplo de austeridad y ascetismo.
—Y para seguir con esta trama, señores —prosiguió el letrado—, hemos de tener todos las ideas claras, un objetivo común, y por supuesto actuar a partir de ahora con tanta discreción y silencio como seguridad y calma. En resumen, lo que comenzó como un tema estrictamente político se ha convertido en un boyante negocio, y nada impide que este siga adelante para bien de España y para bien de los bolsillos de ustedes, sus superiores y los organismos a los que representan.
—Pero si usted acaba de decir que ya no quedan apenas niños hijos de represaliados políticos ni deportados —apuntó el político—, que ya hemos colocado unos treinta mil desde el final de la guerra… ¿Cómo va a seguir el negocio sin niños?
—Bueno, amigo Demetrio —explicó don Idelfonso con una leve sonrisa de complacencia en su afeado rostro—, no quedan niños de comunistas y ateos, pero hay en España mucho pobre inculto y gente de mala calaña, indigna de tener hijos. Y no digamos los afortunados que son agraciados con la bendición, egoísta en cierta forma, de tener mellizos y trillizos. O los hijos de ladronzuelas, retrasadas, solteras pecadoras, putas… —Al decir esta palabra, el letrado sintió cierta añoranza de alguna amiga que tenía entre la vieja profesión, y que le vino a la mente como un agradable fogonazo—. En fin, en este triste panorama nacional que tenemos, hay mucho donde elegir.
—Pero… —intervino con timidez monseñor Honorato—, no entiendo. No tenemos cobertura legal. La orden y la ley que citó usted están pensadas para los hijos de represaliados en la cárcel o repatriados. No podemos coger a niños así como así de sus madres si no los quieren entregar o son simples ciudadanos… —Todos se quedaron mirando al cura durante unos eternos segundos—. ¿O sí?
Idelfonso y Agapito estallaron en una franca carcajada de burla y desahogo y el despacho se llenó de un sonido estridente y desagradable.
—Pero, querido padre —explicó Idelfonso—, la red está perfectamente tejida. Médicos y enfermeras —miró al médico esperando su asentimiento—, monjas, funcionarios y algunos colegas abogados, diseminados por toda España, ya saben muy bien lo que tienen que hacer. No entro en los casos en los que las madres biológicas entreguen voluntariamente al niño en adopción, tras un conveniente lavado de cerebro durante los nueve meses del embarazo. Eso es del todo legal, resulta muy difícil demostrar las coacciones. Ahora hablo directamente de robar bebés.
»En cada hospital de la red en la que todos los que participamos nos conocemos directa o indirectamente, en especial a través de los despachos de abogados que controlamos el asunto, se seleccionarán bebés idóneos para ser sustraídos, en particular de madres con poca cultura, economía desfavorable, o de quienes no esperemos una futura reacción problemática, por falta de recursos, apoyo familiar, etcétera. También son buenos los casos de partos múltiples: se diría que los padres no insisten en sus indagaciones, al centrarse en el hijo que les queda.
»Entiendan —prosiguió el letrado— que los hospitales e instituciones donde se produzcan los partos no han de estar implicados directa o al menos oficialmente. En cada hospital tenemos uno o dos médicos de la red, que cobran su parte. Dentro del centro, ellos eligen qué enfermera, auxiliar o monja les ayuda, y ellos directamente les entregan su parte. El médico controla todo, decide quiénes son las víctimas propicias, y si es necesario firma el parte de defunción falso. Y aquí acaba su labor.
»Sus auxiliares (y esto normalmente corresponde a las monjas, que levantan menos sospechas) sacan de allí con el mayor disimulo posible al recién nacido
seleccionado
, a cualquier hora del día o de la noche, y en un piso franco no muy alejado del centro hospitalario lo entregan a otro miembro del grupo, un “correo” que se hace cargo del niño en adelante y procura que no pase nada malo. Si se estropea la mercancía, se acaba el negocio. —Aquí el letrado sonrió burlón—. Normalmente los padres falsos, los que traen la pasta, ya están esperando en la misma ciudad o en las cercanías, y a las pocas horas se hace la entrega del bebé, a través de otro intermediario o correo. No conviene que sean monjas, no queremos que se manche la imagen de nuestra Santa Iglesia.
»Por lo general, llegados a este punto, el dinero ya obra en poder del abogado de la red, nuestro hombre en la ciudad de la operación —siguió lanzado el letrado con sus explicaciones—. En ciertos casos, si los padres compradores se ponen muy pesados y así lo exigen, este dinero se entrega al correo en el momento de la entrega del niño. En tal supuesto, por seguridad y para evitar tentaciones, acuden al intercambio dos personas de la organización. Y se acabó.
»Bueno, no —rectificó rápido el abogado—, en ocasiones facilitamos a los compradores los datos de una matrona o médico de la ciudad en la que van a inscribir como propio al niño, para que les firmen un parte falso de alumbramiento y con él en la mano acudir al Registro Civil e inscribirlo sin problemas. No siempre es necesario: muchas veces, ellos mismos se arreglan si tienen un conocido que les hace el papelito para el registro. Eso sí, exigimos que nos mantengan informados de toda la operación hasta el final; hay que ser meticulosos y no cometer errores en el registro.
—Así, finalmente el niño queda inscrito como hijo biológico de los que los han comprado, como si hubiera nacido en la propia ciudad de los padres falsos —asintió Agapito—. Sin rastro alguno. Y el dinero en nuestros bolsillos.
—Pero —intervino otra vez tímidamente el sacerdote— ¿y el bautismo? ¿No debería bautizarse a todo niño muerto en la propia parroquia del hospital?
—Bueno —aseveró condescendiente el abogado, sin perder su sonrisa torcida—, espero que eso lo arreglen los de su equipo. Ya está hablado el tema con varios arzobispados de varias provincias, y ellos se encargan de modificar el certificado de bautismo de la parroquia del hospital de la supuesta muerte, y hacer como si se hubiese bautizado en la ciudad donde finalmente se ha inscrito. No hay problemas.
»En resumen, amigos, les he reunido aquí para que informen de la manera más conveniente posible a sus superiores, hasta donde crean prudentemente oportuno. Hay muchas personas implicadas y mucho dinero que ganar. Por lo tanto, encárguense de controlar a los de su equipo. Si alguien se va de la lengua, no dudaremos en eliminarlo. Tenemos al gobierno y a las fuerzas políticas y del orden a nuestro lado. —Miró el abogado al político con una sonrisa que lo decía todo—. Señores —concluyó—, España se beneficia continuando con su limpieza social, que ya no tanto política. Por tanto, el gobierno se beneficia, y de igual modo la Iglesia, que se ve asimismo respaldada económicamente: su parte del pastel es sustancial y ayudará a muchas congregaciones y parroquias, pues nuestras monjitas envían siempre su parte a la caja de sus conventos. Y los médicos y sus auxiliares ven aumentar sus míseros sueldos, que en muchas ocasiones no cubren con dignidad la maravillosa labor que realizan a favor del prójimo.
»Y bueno —finalizó Idelfonso tras dar un sorbo a su copa de whisky y mientras acariciaba su barriga con la otra mano—, claro está, nosotros, los abogados que controlamos un poco todo esto, y nuestros ayudantes y gente de poder que está detrás, vemos recompensado debidamente nuestro esfuerzo.
Los hombres callaron durante unos minutos.