Historias de amor (8 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Relato

BOOK: Historias de amor
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Ahora no debo soñar; debo contar los hechos, como ocurrieron. Por de pronto, en la temporada de Córdoba, hubo algo más que agonía de sentimientos. Lo cotidiano —andar a pie o a caballo por las sierras, tomar sol y leer San Juan de la Cruz junto al arroyo, descubrir en el aire una fragancia— era prodigioso, porque lo compartía con mi amiga. Este último verbo me trae recuerdos que prefiero a todas las sierras y a todas las llanuras del mundo; recuerdos de nuestro cuarto compartido, de ver sobre una silla, como algo corriente, una prenda de mujer; o la imagen de esa mujer, cuando se reclina para quitarse las medias, y sigue sus piernas con movimiento desganado.

Lamentablemente, a través de las noches, que había imaginado tan promisorias, la esperanza languidecía. También languidecieron los temores. Llegué a una conclusión evidente: si Violeta no cedía conmigo, no cedería con los otros. Por esta falta de temores y de esperanzas procuro explicarme la noche del 15 de julio. Nos creemos el móvil de cuanto ocurre.

El 15, a la hora del desayuno, hablando de cama a cama, Violeta me dijo:

—Hoy podríamos hacer una excursión con don Leopoldo.

—De acuerdo —contesté.

—Podríamos almorzar en las sierras.

A lo largo de la vida he comprobado cuánto agradan los
pic-nics
y toda suerte de meriendas campestres o, por lo menos, incómodas, a las mujeres. Yo vuelvo de tales paseos con dolor de cintura, con dolor de estómago, con dolor de cabeza, con las manos sucias. Exclamé:

—¡Idea excelente!

La respuesta fue sincera. Un
pic-nic
con Violeta fatalmente dejaría buenos recuerdos. El norte de mi conducta, sobre todo cuando estoy con una mujer, es lograr abundancia y variedad de recuerdos, ya que éstos constituyen la parte durable de la vida.

—Yo me ocupo de las provisiones —declaró Violeta.

—Yo, de don Leopoldo y de los caballos —contesté.

—No te duermas, no sea que don Leopoldo se vaya con otros.

—¿Con otros? En el hotel no hay más que viejos momias y franceses maturrangos.

Diciendo esto último, yo minaba la posición de mis rivales. Me bañé y salí. En la esquina del almacén
El pasatiempo
encontré a Mónica. No estaba fea.

—Mañana vuelve mi marido —anunció—. ¿Por qué no vienes esta noche a comer a casa?

Respondí con alguna zalamería y con vaguedades, para no comprometerme. Mientras proseguía el camino, pensaba: «Me miman las mujeres, ando con suerte». Don Leopoldo estaba en su apostadero. Le dije que deseaba alquilar dos caballos y le pregunté si él no nos acompañaría en la excursión. Arreglamos todo sin dificultad.

Cuando converso con don Leopoldo Álvarez me vigilo. Junto a este señor, el hombre de ciudad, tratando de decir muchas cosas rápidamente, gesticulando, descubre su fondo de fantoche. Hasta la misma ropa nos condena. No sabíamos que la nuestra fuera tan flamante ni tan vulgar.

Cada uno montó en su caballo y, con el tercero del cabestro, nos dirigimos al tranco hacia el hotel. Interrogué a don Leopoldo sobre posibles paseos. Enumeró el cerro San Fernando, la Mesada, el Agua escondida, el Agua escondida de los leones (pronunciaba
liones
). Nada más que por el nombre, elegí el último.

Como don Leopoldo dio a entender que el paraje no quedaba cerca, expliqué a Violeta la conveniencia de partir inmediatamente. El tiempo es la manzana de la discordia entre hombres y mujeres. Qué talento el de Violeta para demorar. Un poco más de estas peleas, y cabría la ilusión de que estábamos casados. No salimos hasta el mediodía. Buena parte del trayecto corresponde a una senda estrecha, empinada, por la ladera a pique de una sierra. Don Leopoldo señalaba, a lo lejos, los Tres mogotes, el San Fernando, el Pan de Azúcar.

Eran casi las tres cuando desmontamos, bebimos el agua de la vertiente de los leones, que nos pareció deliciosa, extendimos en el suelo un mantel, fijado por piedras, abrimos las canastas y almorzamos. Al sol no teníamos frío.

Los muchos años de la vida de don Leopoldo habían transcurrido en esa región de las sierras de Córdoba, y él hablaba como si allí cupiera toda la geografía, toda la fauna, toda la flora, toda la historia y toda la leyenda del mundo; la poblaba de tigres, de leones (que al rayar el alba bajaban a beber en la vertiente), de dragones, de hadas, de reyes, aun de labriegos. Por cierto, mi felicidad y mi desventura provienen de Violeta, pero en homenaje al pobre viejo que nos condujo por lugares en armonía con nuestra alma, aquella tarde memorable, diré que mientras uno estaba con él podía creer que la vida y la dicha eran cuestión de un poco de juicio.

Entrada la noche, llegamos al hotel. Dijo Violeta:

—Estoy tan cansada, que no tengo ánimo para comer. Voy a meterme en cama.

Pensé que la sabiduría de don Leopoldo me hubiera recomendado no apartarme de Violeta, pero al examinar mis esperanzas perdí la fe. Acaso entendí que Violeta quedaba en lugar seguro y que en alguna medida yo me había comprometido con Mónica. Sin dar explicaciones, partí a su casa. El frío, que a la tarde fue un estímulo para nuestro exultación, ahora dolía en la cara y en las piernas.

Mónica pidió que la ayudara a poner la mesa. Me pareció que jugábamos a vivir juntos (agradan estos juegos a un hombre que siempre vivió solo). De cualquier manera, ya fuese porque Mónica no me atraía mayormente, o por la botella de vino tinto que bebimos antes de comer o por las que después corrieron, apenas guardo del episodio —recibimiento, comida, etcétera— un recuerdo de confusión.

Al salir tuve una sorpresa: había nevado. Me encontré en un paisaje de nítida blancura, iluminado por metálica luz lunar. Debió de nevar un buen rato, porque todo estaba cubierto. Con increíble lucidez preví que el frío me despejaría, pero me equivoqué. No sé qué dormidera echó Mónica en su vino tinto. Del otro lado del arroyo, en las inmediaciones del almacén
El pasatiempo
, vi una casita que no tenía el acostumbrado letrero
No se admiten enfermos
, sino uno que entonces me pareció normal y que tal vez fuera (pienso ahora) una fantasía de aquel vino. El letrero rezaba:
Fábrica de grutas
. La demanda de grutas ¿justifica la proliferación de fábricas por toda la República? Decidí que antes de irme a Buenos Aires, trataría de ver nuevamente el letrero; debía averiguar si era real o si lo soñé.

Llegué al hotel, por fin. Creo que sólo estaba despierto para desear que Violeta estuviera dormida y no presenciara mi entrada. El deseo se cumplió. A la luz de la luna, que se filtraba por las entreabiertas cortinas del balcón, vi a Violeta, boca abajo, en su cama. Me desvestí con gran esfuerzo y caí en la mía.

Desperté en medio de la noche, seguro de que algo había sucedido fuera de mi sueño. Desperté como quien está drogado, como quien, bajo la acción del curare, siente y no puede moverse. Vaya uno a saber qué tenía el vino que me dio Mónica. Otras veces bebí más, pero nunca me ocurrió esto. Después de un rato se entreabrió la puerta. El gigantesco Petit Bob penetró en la habitación, miró a un lado y otro, se dirigió hacia la cama de mi compañera, se detuvo un momento, se inclinó, como si bajara desde muy alto, la tomó suavemente de los hombros, la puso boca arriba, se echó encima. No me pregunten cuánto tiempo transcurrió hasta que se levantó el individuo. Lo vi sentarse en el borde de la cama, sacar un atado de cigarrillos, prender uno, ponerlo entre los labios de Violeta, sacar otro, prenderlo para él. En silencio los dos fumaron los cigarrillos, hasta que el hombre dijo:

—Esta noche hay dos que lloran.

Oí, como si me lastimara, la voz de Violeta.

—¿Dos que lloran?

—Dos. Uno es Pierrot, tu enamorado. Lo obligué a que me apostara una comida que yo no estaría contigo esta noche. Espera afuera, en la nieve. Por lo que he tardado, sabe que perdió.

Oí de nuevo la voz de Violeta:

—Dijiste dos.

—El otro es ese, que está en la cama y se hace el dormido, pero vio todo y está llorando.

Instintivamente llevé una mano a los ojos. Toqué piel mojada. Con el revés de la mano, me tapé la boca.

Medio sofocado desperté al otro día. Mi primer pensamiento fue interpelar, en el acto, a Violeta. Debí esperar que la criada descorriera las cortinas, colocara las bandejas del desayuno, primero una y después la otra, llevara las toallas al baño, se fuera. Durante ese tiempo, Violeta hablaba de que tuvo frío en la noche, de que se durmió temprano, de que no sabía a qué horas yo había vuelto, con tanta naturalidad —tan idéntica, por así decirlo, a la persona que yo siempre había conocido— que empecé a dudar. Tal vez porque no me atreví a interrogarla, pensé que convenía aguardar el momento oportuno. Me figuré que descubriría todo cuando asistiera al encuentro de Violeta con Petit Bob. La observé implacablemente, disimulando la angustia, el encono, la amargura. No descubrí nada. No hubo encuentro. Violeta y Petit Bob se mostraron indiferentes y lejanos. No ignoro que después del amor, el hombre y la mujer suelen rehuirse (lo que no impide que se quieran, como animales, a los pocos días); pero la verdad es que antes de la noche del 15 de julio tampoco se frecuentaban estos dos. Resolví tener una conversación de hombre a hombre con Pierrot; luego recapacité que por mucho que me hubiera distanciado de Violeta no debía hablar de ella con gente que yo despreciaba.

Ahora estamos en Buenos Aires. Ni siquiera averigüé, antes de venirme, si realmente había en el pueblo una fábrica de grutas. Cuánto daría, sin embargo, por saber que aquella noche todo ocurrió en un sueño provocado por el vino de Mónica. A veces lo creo y me repito que Violeta no pudo cometer esa enormidad. ¿Hubiera sido una enormidad? Por mi culpa —tantas veces le dije: Todo o nada— ceder conmigo hubiera significado abandonar al marido y a los hijos; pero, en medio de la noche, un amor con ese hombre, quizá no tuviera para ella mucha importancia, fuera un hecho que luego se daría por no ocurrido. Indudablemente, yo lo entiendo de otro modo, pero no soy parte en el asunto.

PARADIGMA

All for love, or The World well lost…

JOHN DRYDEN

A lo lejos retumbó un vals criollo cuando llegué a la placita que daba al río. La casa era vieja, de madera, alta, angosta, quizás un poco ladeada, con una cúpula cónica, puntiaguda, más ladeada aún, con una puerta de hierro, con vidrios de colores que reflejaban tristemente la luz de aquel interminable atardecer de octubre. Rodeaba la casa un breve jardín, desdibujado por la maleza y por la hiedra. En la verja, en una chapa, leí el nombre:
Mon Souci
. Más adentro, en un rectángulo de madera clavado en la pared, había un segundo letrero, con las enes al revés:
Taller de planchado. Planta baja
. Me pareció que desde la espesura del jardín alguien me vigilaba, pero se trataba tan sólo de uno de esos desagradables productos de la estatuaria italiana del siglo XIX, un cupido que reía no sin malignidad, cubierto de racimos de lilas. Entré, subí al piso alto.

La misma señorita Eguren —una anciana delgada y limpia, con un tul en el cuello— abrió la puerta. El cuarto… La verdad es que siempre ando distraído y tengo mala memoria, de modo que me limitaré a decir que el cuarto abarcaba todo el frente y que me dejó un agradable recuerdo de orden, de muebles de caoba, de olor a lilas. Arrimamos el sillón de hamaca y una silla al balcón. Bebimos refrescos; de tanto en tanto miramos la placita, rodeada de tres calles, con el embarcadero, los mástiles, alguna vela y el río al fondo.

—¿El señor escribe? —preguntó la señorita Eguren—. Lo llamé para contarle una historia. Una historia real. Yo se la cuento y el señor en dos patadas la arregla para una revista o libro. Como quien dice, yo le doy la letra y el señor, que es poeta, le pone música. Eso sí, le ruego que no se permita el menor cambio, para que la historia no pierda consistencia. ¿Me explico? Tía Carmen, que leyó su libro, asegura que usted toma en serio el amor.

—Ah —dije.

—Los que hacen libros ¿por qué se avergüenzan del amor? O lo echan a la chacota o lo cubren de verdaderas obscenidades, que francamente no tienen mucho que ver.

Protesté:


I promessi sposi, Pablo
y
Virginia
.

—¿Son autores de mérito? —su interés duró el tiempo de formular las palabras—. Pero no me niegue que para el hombre normal el amor no cuenta. La plata cuenta, el deporte. La mujer es otra cosa y, naturalmente, los sexos no concuerdan. ¿Para usted algún libro cuenta más que la vida?

—No —dije.

—Mi buen señor, únicamente la vida es mágica. En cualquier estrechez a que uno se vea reducido cabe la vida entera. A mí por este balcón me llega la vida entera. Los bobos creen que una vieja, arrumbada en un cuartucho, no disfruta. Se equivocan. Observo, soy testigo. Ah, quién pudiera serlo para siempre.

Para probarme, quizá, que a ella nada se le escapaba, agregó:

—Ahora cambian la guardia en la comisaría.

Efectivamente, en la entrada de la comisaría, sobre la calle que por la derecha bordeaba la plaza, hubo un cambio de guardia.

—Esos valses machacones vienen de la calesita —continuó—. Allá está, en el baldío; la gobierna el sin piernas Américo. A la derecha ¿ve la araucaria? La casa rodeada por el corredor es la quinta de los Varela. Al frente, en el centro de la plaza, tenemos el monumento a San Martín, rodeado por cuatro bancos verdes, concurridos por enamorados, y al fondo, si no le falla la vista, divisará la plataforma de donde arrancan los escalones de piedra. ¡Cuántos amigos los bajaron, parece ayer, para encontrar una lancha y huir al Uruguay!

Aguardó en silencio hasta que volví a ella los ojos. Luego empezó:

—En 1951 ocurrió el episodio: bien narrado logrará su página de bronce entre las leyendas de la patria. Los protagonistas descollaban como verdaderos héroes. Ambos eran bien parecidos, muy jóvenes, virtuosos y de condición humilde. En esto último, señor ¿no ve la mano de la Providencia, que los modeló queribles para todo el mundo? Angélica trabajaba en el taller de abajo. Usted la tomaba por una reina entre esas chicas vulgares y alocadas. Yo se lo digo: la única seria, la única linda, la única silenciosa. ¡Y de qué hogar venía! No puedo menos que espantarme, pues los hechos son reales y confirman, señor, los cuentos de hadas, donde a la novia predestinada la descubría en la casa más miserable del pueblo el príncipe, en este caso un panadero.

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