Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
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Disgregación e integración avanzan, como puede verse, a gran velocidad, en un movimiento en paralelo que parece retroalimentarse. A la tendencia integradora correspondería el avance extraordinario durante la segunda mitad del siglo XX hacia la universalización de un modelo de civilización de corte angloamericano, que ha hecho del inglés la nueva lingua franca. Ese modelo giraría, indudablemente, en torno a un liberalismo político y económico en el que es patente todavía la impronta intervencionista legada por el Estado providencia creado a partir de los años treinta/cuarenta. Así, la llamada tercera ola democratizadora, título de la célebre obra de Samuel Huntington, habría supuesto, entre 1974 y 1990, el tránsito de la dictadura a la democracia de una treintena de países, la mayoría de ellos procedentes del socialismo real, pero también de otros sometidos a dictaduras de derechas, como Portugal —que habría inaugurado el cambio de ciclo en 1974—, España, Grecia, Chile o Argentina. Esta aproximación cuantitativa a la cuestión, discutible en ciertos casos, porque es muy dudoso el carácter democrático de algunos regímenes poscomunistas o del Tercer Mundo, muestra hasta qué punto el sistema parlamentario se ha convertido en el modelo de referencia de la mayor parte de los Estados soberanos, dentro de un margen muy variable de fidelidad a tal modelo. No le faltaba razón al presidente Clinton cuando en 1997, al iniciar su segundo mandato, afirmó que «por primera vez, más personas en este planeta viven en democracia que en dictadura». De todas formas, la generalización geográfica del régimen liberal-parlamentario es sólo una de las consecuencias de esa parte de la globalización que atañe a la democracia como mecanismo de universalización de derechos políticos y sociales.
El régimen parlamentario tal como se concibe a caballo entre los siglos XX y XXI tiene poco que ver con lo que, por tal cosa, se entendía en el XIX. El liberalismo decimonónico excluía de la participación en la vida política a sectores mayoritarios de la población a través de un sistema electoral discriminatorio que dejaba fuera de las instituciones a las mujeres y a las clases menos favorecidas. En la mayoría de los Estados constitucionales derechos básicos como los de asociación, reunión, expresión y huelga, estaban limitados legalmente para impedir el desarrollo del movimiento obrero y sus organizaciones. La historia del siglo XX es en gran parte la historia de la democratización del sistema parlamentario, mediante la supresión de los diversos mecanismos que constituían su blindaje político frente a aquellos a los que el liberalismo doctrinario había considerado sus adversarios naturales. Primero fue la introducción del sufragio universal masculino, en un proceso iniciado a finales del siglo XIX y que registra un salto cualitativo tras la Primera Guerra Mundial; posteriormente, en el período de entreguerras y, en algunos casos, a la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, se introdujo el sufragio femenino; en la segunda mitad del siglo, y sobre todo a partir de los años sesenta, el sistema electoral se abrió progresivamente a los más jóvenes, mediante la reducción de la edad electoral, y a la población no blanca, carente del derecho a voto o cuyos derechos electorales habían estado tradicionalmente limitados, como por ejemplo, en Estados Unidos. Así pues, desde un punto de vista político, la globalización puede entenderse como un proceso lineal, aunque con altibajos, que recorre todo el siglo y que se traduce en la universalización del derecho al sufragio. Esta circunstancia hace del régimen parlamentario actual algo más parecido al tipo de democracia política con la que soñaron muchos socialistas en el siglo XIX que al liberalismo censatario, social y políticamente restrictivo, propugnado en el pasado por las grandes clásicos de esta doctrina política.
Lo mismo podría decirse de la universalización de ciertos derechos sociales, inseparable de la concepción del Estado democrático más extendida a finales del siglo XX, a pesar de la revisión neoliberal que el Welfare State ha sufrido en las dos últimas décadas. Desde que la Constitución alemana de Weimar (1919) incorporó a su articulado el derecho al trabajo, la seguridad social y la intervención del Estado en la vida económica como expresión de un amplio catálogo de derechos sociales y económicos (título V de la Constitución de Weimar), el Estado de bienestar ha afianzado su papel como factor de cohesión social y de redistribución de la riqueza. Esa función del Estado contemporáneo otorga a la democracia una nueva legitimidad social, complementaria e inseparable de su legitimidad política: asistencia sanitaria, pensión por jubilación, enfermedad y viudedad, seguro de desempleo y enseñanza gratuita y obligatoria. La generalización de estos derechos, algunos de ellos incluidos ya como desiderátum de una nueva democracia en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, forma parte también del proceso de globalización que ha acompañado al siglo XX, entendido como el acceso de amplios sectores de la población a niveles de bienestar tradicionalmente reservados a una minoría privilegiada. Añadamos a ello el desarrollo de un poderoso sector público, regulador del comportamiento de los mercados o sustitutivo de la empresa privada en algunas actividades, y nos encontraremos con una concepción del Estado que contiene una dosis no desdeñable de socialismo. Tal vez ahí radique una de las grandes paradojas del siglo que el fracaso de la utopía socialista y de la experiencia histórica iniciada en 1917 ha discurrido en paralelo con la consolidación del socialismo como uno de los ingredientes constitutivos del Estado democrático, convertido en máximo referente de la civilización occidental en la segunda mitad del siglo. En este sentido, aunque sea cierto que el siglo XX ha sido, en palabras de Antonio Elorza, un gran «cementerio de utopías», no lo es menos que retazos de viejos sueños emancipadores —el socialismo, la libertad sexual, la liberación de la mujer, la tolerancia religiosa o la igualdad entre razas— han quedado incorporados a las formas de gobierno, a la legislación positiva y a la propia vida cotidiana. Sin olvidar que el siglo XX deja para la posteridad la realización de todo un conjunto de utopías científicas y tecnológicas, en el ámbito, sobre todo, de la genética y de las comunicaciones, cuyos frutos habrán de verse en el siglo XXI.
La globalización ha tenido también, qué duda cabe, una vertiente negativa y hasta siniestra, por lo que se hace difícil no compartir las palabras de Eric Hobsbawm cuando afirma que el siglo ha sido al mismo tiempo el mejor y el peor de la historia (Hobsbawm, 2000, 111). Las guerras que se han desarrollado en los últimos cien años han tenido un carácter especialmente devastador, porque la mundialización de la historia ha dado a los conflictos internacionales una insólita capacidad de contagio, hasta adquirir un carácter planetario, porque en ellas se ha implicado como nunca a las masas y porque el desarrollo tecnológico ha posibilitado el uso de ingenios bélicos de una excepcional capacidad de destrucción. Sus efectos los ha padecido principalmente la población civil. Si hace un siglo las víctimas militares de las guerras superaban a las civiles en una proporción de 8 a 1, en la guerra actual, la proporción es aproximadamente la inversa (Giddens, 2000, 155), y es muy posible que la práctica del macroterrorismo y del ciberterrorismo en el siglo XXI haga de la población civil la víctima prioritaria, por no decir única, de una nueva forma de guerra.
Ya se ha señalado también el inmenso poder destructivo que la globalización otorga al crimen organizado a través de sofisticadas redes transnacionales. La corrupción política, convertida en uno de los temas centrales en la agenda de las democracias de fin de siglo, se puede considerar igualmente, desde varios puntos de vista, como uno de los efectos perversos del triunfo de la democracia. La ampliación del sufragio y el aumento del nivel de vida en las sociedades occidentales —fenómenos a menudo concomitantes— trajeron consigo un cambio radical en la estructura y el comportamiento de los partidos políticos, obligados a luchar encarnizadamente por el voto de un electorado muy numeroso, que iba perdiendo poco a poco aquellas señas de identidad —clase social, ideología, religión— que le permitían establecer una relación empática con las fuerzas políticas. La conversión de los partidos en costosas maquinarias electorales, obligadas a librar la batalla por el poder en el terreno de la propaganda política, encareció su funcionamiento hasta niveles difícilmente soportables mediante los recursos obtenidos a través de las fuentes regulares de financiación. Así, por ejemplo, el coste de las campañas electorales en Estados Unidos pasó de 140 millones de dólares en las presidenciales de 1952 a 546 millones en 1976 y a casi el doble (mil millones) sólo cuatro años después (Kaspi, 1998, 551). Por esa rendija —unos gastos electorales inasumibles por los presupuestos de los partidos— se coló el virus de la corrupción política, que en la mayoría de los casos guarda relación con la búsqueda de canales subterráneos de financiación, en los que, a menudo, los políticos y burócratas implicados buscan también su propio lucro personal. El término cleptocracia, con el que se ha definido la rapiña organizada desde el poder en algunos países del Tercer Mundo (Ash, 2000, 142), podría aplicarse también al comportamiento de algunos gobernantes occidentales.
La centralidad política y mediática del debate sobre la corrupción es fruto, por tanto, del desajuste entre la profunda transformación experimentada por el régimen parlamentario con la incorporación al sistema de amplios sectores de la población y el anquilosamiento de los partidos políticos clásicos. Pero es una consecuencia también del propio consenso social generado por la democracia como forma de gobierno apenas cuestionada, lo que, a falta de diferencias sustanciales entre los grandes partidos, desplaza al terreno del escóndalo la lucha por el poder y los principales resortes de movilización de la opinión pública. Posiblemente, el episodio que mejor ejemplifica esa sustitución de la política por el escándalo sea el caso Lewinsky, que dominó la vida pública norteamericana durante buena parte del segundo mandato presidencial de Bill Clinton. El famoso affaire de la ex becaria de la Casa Blanca contiene, por lo demás, un amplio muestrario de los factores que marcan el devenir de la democracia entre los dos siglos: su dosis creciente de espectáculo, y, a menudo, de espectáculo morboso; la capacidad incontestable de los medios de comunicación para determinar la agenda de la vida pública, esto es, lo que interesa o no interesa a la ciudadanía, y la propia degradación, amplificada por los medios, de la política y de la clase política. No conviene olvidar tampoco lo que el último siglo ha aportado a un ideal universal de justicia que se ha ido plasmando en instituciones internacionales, en grandes procesos por crímenes contra la humanidad, como el juicio de Núremberg o en el reciente intento, coronado con desigual suerte, de llevar a los tribunales internacionales a personajes como Augusto Pinochet o Slobodan Milosevic.
Si el siglo XX, cuyo arranque suele situarse en 1914 con el estallido de la Primera Guerra Mundial, fue tempranamente definido como «el siglo de la guerra total» (Raymond Aron, 1954, cit. Strachan, 2000), el macroatentado terrorista contra Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001 ha podido inaugurar un nuevo concepto de guerra, que supondría la desaparición de los frentes de batalla y hasta del enemigo armado tal como se ha conocido hasta ahora. Se llegaría de esta forma a un estadio superior en la globalización, que incluiría la globalización del miedo, instalado en los centros mismos de decisión y de poder por un adversario que se oculta en la densidad de la jungla global. No es de extrañar, pues, que, con el paso del tiempo, se haya ido extendiendo la nostalgia de la Guerra Fría, con su implacable lógica bipolar; una nostalgia que parecía atisbarse en las obras de algunos autores occidentales ya a principios de los noventa.
Los primeros acontecimientos del siglo XXI replantean también la vigencia o superación de algunas viejas cuestiones heredadas del siglo anterior, como por ejemplo, el papel de los intelectuales y de los medios de comunicación, dos de los principales sujetos colectivos de la historia de los últimos cien años. La transmisión en directo, a todo el planeta, del ataque terrorista a Estados Unidos en septiembre de 2001 y la posterior aparición de multitud de grabaciones particulares en vídeo doméstico constituyen la prueba suprema de la existencia de ese ojo global, anticipado por algunos escritores utópicos y apocalípticos, capaz de verlo todo, en todo momento y desde todos los ángulos. Por el contrario, los intelectuales no han salido indemnes de los cambios registrados en el tránsito entre los dos siglos. Su credibilidad se ha visto, sin duda, mermada tanto por su desconcierto ante las últimas mutaciones históricas, como por la crisis de los principales paradigmas teóricos del siglo anterior —entre ellos, el marxismo—, como, en última instancia, por el repliegue de la razón ilustrada provocado por el auge de los fundamentalismos de toda índole. Es muy posible, en fin, que el propio poder incontestable de los medios de comunicación, que hace un siglo, a raíz del affaire Dreyfus, catapultaron a los intelectuales al primer plano de la historia, haya acabado «abduciéndolos», como dijo en su día Noam Chomsky, hasta relegarlos a un plano subalterno y que sean otros los que en el futuro hablen en nombre de esa «humanidad sufriente» cuyo derecho a la felicidad —argumento permanente de todas las utopías— invocaba Émile Zola en vísperas del siglo XX.
En el año 2000 no habrá agricultura, ni pastores, ni labriegos; el problema de la existencia por el cultivo del suelo estará suprimido por la química; no habrá minas de carbón, ni huelgas de mineros por consiguiente, ni combustible, ni aduanas, ni guerra, sustituyéndolo todo por operaciones físicas y químicas, que contarán con las fuerzas productoras sacadas de los manantiales inagotables del calor solar y el calor central de nuestro globo La tierra será un vasto jardín en el que reinará la legendaria edad de oro.
M. Berthelot, El año 2000.
Las palabras anteriores, pronunciadas hace un siglo por un anarquista francés y reproducidas por el historiador José Álvarez Junco, muestran la enorme diferencia que suele haber entre los ideales y las utopías que mueven a la humanidad y la cruda realidad en que a veces los convierte el efecto corrosivo del curso de la historia. El contraste entre lo vivido y lo pintado deja otras enseñanzas. La primera que, si bien el siglo XX ha satisfecho, incluso con creces, las expectativas de progreso científico que había despertado, no todos los avances en este terreno han contribuido a crear un mundo mejor, ni desde luego han supuesto la erradicación de las desigualdades y de la guerra. Más bien todo lo contrario. La segunda lección de la que conviene tomar nota nos advierte del riesgo de confundir los deseos con la realidad o bien, lo que podría ser nuestro caso, de dejarnos llevar por la magnificación del presente y darle una dimensión que quizá sea desmentida por los historiadores futuros. Es imposible saber, por ejemplo, qué lugar ocupará en los libros de historia el ataque terrorista contra Estados Unidos de septiembre de 2001 y si la interpretación que se hará de su significado coincidirá con alguna de las que se han formulado al calor mismo de los acontecimientos.