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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (36 page)

BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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El elemento doctrinal dominante en la Italia fascista fue la primacía del Estado sobre el individuo. Según Mussolini, la Italia fascista era un «régimen totalitario», una «democracia centralizada, organizada, unitaria», dotada de un objetivo claro al que todo debía supeditarse, que era el fortalecimiento de la nación, liberándola de todos los elementos que pudieran debilitarla, es decir, la rivalidad de intereses económicos, la lucha de clases o las divergencias políticas.

Como órgano supremo del nuevo Estado se instituyó el Gran Consejo Fascista, creado en 1922 sin atribuciones específicas y convertido en 1928 en asesor del Duce. Lo formaban los «jerarcas» del Partido (los primeros compañeros de Mussolini: Balbo, De Bono, Grandi…), los ministros, los presidentes de los sindicatos fascistas y los de las organizaciones empresariales industrial y agrícola y algunos altos funcionarios. Pero, de hecho, el poder real lo encarnaba personalmente el Duce, con facultad para nombrar y destituir a los ministros, ejercer la jefatura de las fuerzas armadas y legislar mediante decretos-leyes sin control parlamentario, por lo que en su persona se concentró una amplísima parte de las funciones propias del ejecutivo y del legislativo. En consecuencia, aunque no es suprimido el parlamento hasta muy tarde, queda privado de funciones. El Senado, cuyos miembros son nombrados por el rey, fue un lugar de honor, sin atribuciones, y la Cámara de Diputados también perdió su función y poco a poco fue ocupada por completo por los fascistas (en las elecciones de 1929 y 1934 el partido único logró el 98% de los votos), hasta que en 1938 fue sustituida por la Camera dei Fascisti e delle Corporazioni, nombrada directamente por el Partido.

El Partido Nacional Fascista fue el principal artífice, según Emilio Gentile (1997, 32), del experimento totalitario que fue el fascismo. El Partido se encargó de la propaganda, del mantenimiento del orden propio del régimen y de dirigir el espíritu de los italianos y era preciso estar afiliado (disponer de la «tessera» o carné) para conseguir honores o un empleo público. El Partido desempeñó un papel activo y decisivo en la exaltación incondicional del Duce y en la creación de un nuevo culto político centrado en la sacralización del Estado y en el mito del Jefe. Al Partido correspondió la función esencial de organizar las ceremonias públicas del fascismo, encaminadas —ha subrayado el historiador citado— no sólo a ofrecer una imagen estéticamente sugestiva de la fuerza del movimiento, sino también a aplicar en la vida cotidiana de todos los italianos el mito del Estado, representándolo como una comunidad moral fundada en una fe común que unía las clases sociales y las generaciones. En definitiva, el Partido se encargó de movilizar las masas y de alimentar el «culto político», el cual servía para unir a toda la población italiana a la autoridad del Estado y para consolidar la fe política en el fascismo y en el Duce.

No todos los historiadores coinciden en atribuir al Partido un cometido tan relevante. Algunos subrayan su permanente subordinación al Estado y la pérdida de fuerza a medida que se consolidó la dictadura (Tranfaglia, 1995, 407-409). Estas matizaciones deben ser tenidas en cuenta, pero, a pesar de todo, no puede negarse la influencia del Partido. Condicionó en no escasas ocasiones las decisiones del propio Mussolini, el Gran Consejo Fascista fue elevado al rango de órgano supremo estatal sin que por eso perdiera sus funciones dentro del aparato partidista, el secretario general del Partido participaba en el consejo de ministros, progresivamente el Partido fue asumiendo funciones propias del Estado y, en el terreno simbólico, se convirtió en punto de referencia esencial del nuevo tiempo. Un acontecimiento partidista (la marcha sobre Roma) se consideró el comienzo de un nuevo tiempo en la historia de Italia, la «era fascista», y a partir de él se comenzó oficialmente a contar los años, el emblema del Partido, el fascio, se convirtió en símbolo del Estado y toda la mitología partidista (el mito de Roma, la evocación de la grandeza del imperio romano, etc.) pasó a formar parte del sentimiento del nuevo Estado y a ser el modelo de la «nueva civilización».

La relevancia del Partido no mermó, sino al contrario, el poder del Duce, quien por lo demás tuvo buen cuidado en evitar que los dirigentes fascistas alcanzaran excesivo poder y popularidad y cuando esto sucedió (como fue el caso de Italo Balbo, Farinacci, Turati, Grandi, Bottai… ) los sustituyó en los puestos clave por hombres incapaces de plantear una línea política propia independiente de la del dictador. De allí los frecuentes «cambios de guardia» en los equipos gubernamentales y en los puestos clave de la dirección del Partido, de la milicia, de la política y de la alta administración. Mussolini no permitió la menor objeción a su autoridad, pero, sin embargo, dejó amplio margen de maniobra a una burocracia fiel y depurada, razón por la cual en la Italia fascista existieron grandes diferencias políticas entre el Norte y el Sur e incluso entre unas ciudades y otras.

El Duce ocupó la posición central en el sistema, que Emilio Gentile define como un cesarismo totalitario”, una dictadura carismática integrada en una estructura política basada en el partido único y en la movilización de las masas. Esta estructura estuvo en continua construcción para adecuarla al mito del Estado totalitario, adoptado como modelo de referencia y como código de creencias y de comportamiento para el individuo y para las masas. El objetivo del fascismo, en suma, consistió en controlar y dirigir en todos los aspectos la actividad y el pensamiento de cada italiano, subordinando al Estado, a lo público, los valores individuales y la vida privada (religión, cultura, moral, afectos…). Así entendido, el fascismo caminó hacia un totalitarismo en el que las masas quedaban entregadas completamente al Estado para conseguir el fortalecimiento y la grandeza de la nación. La misión de integrar a esas masas en el Estado fue el principal cometido del Partido Nacional Fascista.

El ideal totalitario fascista, en consecuencia, exigía en una primera fase la eliminación de toda disidencia y de los elementos «insanos» (es la función represiva violenta a la que se ha aludido anteriormente) y, en un segundo tiempo, debía lograr la movilización total de las masas. Esa movilización se operó en distintos niveles: mediante el encuadramiento de la población en organizaciones controladas por el Partido, por la impregnación cultural del espíritu fascista y a través de la educación.

Los italianos quedaron integrados desde la infancia en organizaciones de distinto tipo. Ésta fue la tarea de la Obra Nacional Balilla, creada en 1926. A los 4 años de edad, los niños formaban parte de la organización «Hijos de la Loba», de ahí pasaban, cumplidos los 8 años, a ser «balillas» o «pequeñas italianas», según el sexo; a los 14 años, los muchachos eran «vanguardistas» y las chicas «jóvenes italianas» y a los 18, todos entraban en la «juventudes Italianas», salvo los universitarios, que disponían de su propia organización: el Grupo Universitario Fascista. De esta forma, la juventud italiana quedaba perfectamente controlada por el Partido, el cual se encargaba de imprimirle el gusto por la vida en común, la obediencia y las virtudes militares y le transmitía las consignas del Duce, sistematizadas orgánicamente según los casos. El Partido puso especial cuidado en transmitir las frases exactas del Duce para convertirlas en máximas presentes en la vida cotidiana de los italianos. Así, en 1939 publicó una especie de guía con las consignas más incisivas, indicando dónde y cuándo debían ser utilizadas. En el exterior de las sedes del Partido se aconsejaban fijar, entre otras, las siguientes: «Credere, obbedire, combattere», «El símbolo del Littorio quiere decir audacia, tenacidad, expansión y potencia». En el interior: «Estamos contra la vida cómoda», «Los mejores fascistas obedecen en silencio y trabajan con disciplina», «El credo del fascista es el heroísmo y el del burgués, el egoísmo». En las organizaciones juveniles: «Si el derecho no está acompañado de la fuerza es una palabra vana», «Vosotros sois ante todo el ejército de mañana». En las sedes fascistas femeninas: «Los pueblos fecundos tienen derecho al imperio», «Es preciso cuidar la raza desde el comienzo de la maternidad y la infancia», etc.

El adoctrinamiento de la Obra Balilla se completaba mediante la educación, a la que el régimen atribuyó especial importancia. En la enseñanza primaria el control del Estado era completo y los maestros estaban obligados a impartir clases vestidos con la camisa negra. En los restantes niveles de enseñanza la acción del Estado era asimismo muy amplia y desde 1931 se obligó a los profesores universitarios a jurar fidelidad al régimen (sólo 13 de más de un millar de docentes rehusó hacerlo).

El encuadramiento fascista no finalizaba con la juventud. Aparte de su ingreso en el Partido, los adultos quedaban integrados en las asociaciones profesionales y en los sindicatos fascistas, e incluso se reguló el tiempo de ocio mediante la Opera Nazionale Dopo-lavoro (1925). Esta última organización tenía como función crear círculos recreativos y garantizar la actividad durante el tiempo libre mediante el establecimiento de centros deportivos, programación de actividades culturales, viajes colectivos, etc. Con ello se dio un paso fundamental para impregnar a la población de la cultura y del espíritu fascista, tarea desarrollada ante todo por el Ministerio de Prensa y de Propaganda, convertido en 1937 en Ministerio de Cultura Popular, cuya misión consistía en controlar la prensa y desarrollar la propaganda fascista utilizando los medios modernos de comunicación (radio, grandes carteles, escenografía espectacular en los actos y fiestas públicos, etc.).

De acuerdo con la tesis sobre la unidad de la cultura y el Estado formulada por Giovanni Gentile, uno de los intelectuales más notorios al servicio del régimen, el totalitarismo fascista trataba de ejercer un control total de la cultura y del pensamiento de los italianos para crear una «religión política» centrada en la sacralización del Estado fascista y en el mito del Duce. Los valores de esta nueva religión laica, destinada a crear un «hombre nuevo» capaz de transformar el orden existente, fueron el sentimiento de camaradería, la misión de regeneración nacional, el sentido trágico y activista de la existencia, el mito de la juventud como artífice de la historia (el himno fascista se titulaba Giovinezza), la disciplina, la virilidad, el espíritu combativo y, ante todo, la subordinación del individuo al Estado.

La represión de toda disidencia política y el éxito de la propaganda fascista en imbuir en el espíritu de los italianos el ideal totalitario de la «religión política» fueron los dos pilares que explican el ascendiente de Mussolini sobre las masas y la razón principal de la duración del régimen, el cual no desapareció por causas internas, sino por la Guerra Mundial. No basta, por tanto, como advierte Pierre Milza en su biografía del dictador, evocar la personalidad de Mussolini, su carisma, su talento como orador y su capacidad para atraerse a las masas. Benito Mussolini fue un producto característico de la Italia de su tiempo y compartió con muchos de sus conciudadanos su forma de vida y su manera de pensar (Milza, 1999, 886-887). Por su origen social, coincidió con un amplio número de jóvenes de las clases medias en el desprecio hacia la burguesía y hacia el conservadurismo de la Italia liberal de fin de siglo y en su período como socialista perteneció a la corriente de ultra izquierda alimentada por los ideales contradictorios del colectivismo libertario, el jacobinismo de tradición mazziniana y un marxismo elemental. Llegó al poder como resultado de un golpe de fuerza apoyado por las clases dominantes en un clima de terror revolucionario y se consolidó porque convenció al país de que a él se debía la paz social e imbuyó en la población un sentimiento de prestigio internacional. Los católicos quedaron satisfechos por la normalización de relaciones entre la Iglesia y el Estado, la burguesía salió beneficiada por el control del movimiento obrero y la política económica del régimen, las clases medias vieron en el Partido Fascista una vía para la promoción individual, una legislación social moderna y demagógica tranquilizó a los sectores menos favorecidos y la propaganda no cesó de ensalzar los valores rurales.

Aunque el régimen no logró gran cosa en su acción exterior, ni en sus aventuras coloniales ni en sus relaciones con los países del entorno europeo, la propaganda oficial convirtió en éxito los fracasos. Sólo al final de los años treinta, cuando Mussolini quedó comprometido en exceso con Alemania, reaccionó negativamente la población italiana, sobre todo los jóvenes, porque les pareció excesiva la imitación del modelo nazi, tanto en asuntos de envergadura, como la política racista (su aplicación en Italia fue relativa, a causa del escaso celo de los funcionarios en aplicarla), como en ciertos detalles, como la adopción en los desfiles del «paso de la oca», denominado por los fascistas «paso romano».

A pesar de ciertas apariencias, tampoco en materia económica cosechó la Italia fascista grandes resultados. El régimen comenzó aplicando una política de signo liberal, favorable a los intereses de las clases poderosas y encaminada a desmantelar el aparato dirigiste de la época de la primera Guerra Mundial. De esta forma se consiguió superar la crisis de 1920-1921, que había provocado la intensa agitación social que facilitó el ascenso del fascismo, y se produjo una subida de salarios y el incremento del índice de producción. Sin embargo, debido al empecinamiento de Mussolini en mantener una política de prestigio, se estabilizó la cotización de la lira, lo cual ocasionó en 1927 una grave recesión que obligó a dar un giro proteccionista para reducir las importaciones y reequilibrar la balanza de pagos. Así se dio paso a una política dirigiste que duró hasta comienzo de los años treinta. Basada en el corporativismo y en los principios de la Carta del Lavoro, su finalidad se centró en el desarrollo de sectores hasta entonces incapaces de atender las necesidades del consumo social. Para ello se lanzó un conjunto de grandes iniciativas, presentadas como «batallas» para recordar a las fuerzas productivas la disciplina militar con que debían actuar para engrandecer la nación. La primera batalla fue la del trigo, iniciada en 1925, con el objetivo —por motivos fundamentalmente de prestigio— de lograr la autosuficiencia (en 1933 se consiguió cubrir las necesidades del mercado interior). La siguiente fue la de la «cuota 90», destinada a rebajar el valor de la libra esterlina de 150 a 90 liras, lo cual se consiguió reduciendo los salarios en un 20% y, en consecuencia, descendió el consumo interior. Esta política se continuó mediante la campaña de «bonificaciones» (objeto de un gran despliegue propagandístico), destinada a poner en producción zonas pantanosas en el valle del Po, en los litorales tirreno y adriático y, sobre todo, en el «Agro romano» (desecación de los pantanos pontinos y fundación de nuevas ciudades). Las grandes iniciativas abarcaron otros sectores (electrificación de líneas férreas, construcción de autopistas, realización de grandes proyectos urbanísticos, como el Foro de Roma) y también la política natalista, destinada a crear una Italia de 60 millones de habitantes (el crecimiento absoluto de la población pasó de 38 a 45 millones).

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