Aquel «precisamente» le salió con un matiz de disgusto en la voz.
Era el día del comienzo de la revolución, la huelga general, la insurrección o comoquiera que ella, en su fuero interno, la llamara.
Al poco tiempo llegó el sargento. Las besó a las dos.
—¿Qué tal el viaje? Pasa y verás. Hemos hecho lo que hemos podido para arreglar este cuchitril, pero no ha dado tiempo a pintarlo. Los muebles nos los han prestado, voluntariamente, gente buena, de esa que le gusta ayudar. Y no te quejes que otros han tenido peor suerte con el alojamiento.
La mujer se despidió de mí. El emitió un gruñido que iba a ser su forma habitual de saludarme en adelante. Cuando los tres desaparecieron, yo salí al prado detrás de la casa donde Juana jugaba con Mila, que no me abandonaba ni los días festivos desde que se llevaron a Ezequiel.
—Mila, hija —le dije—. Nos meten en la casa del maestro a un sargento con su familia. No sólo detienen a mi marido sino que además me ponen a la puerta un carcelero…
Pero tampoco fue exactamente así. Lola, la mujer del sargento, resultó ser una mujer charlatana y alegre y nunca mostró la menor hostilidad hacia nosotras.
Con frecuencia llamaba a mi puerta, me pedía alguna cosa que necesitaba, me invitaba a tomar café por la tarde, a la salida de la escuela. Yo procuraba escabullirme pero no siempre podía.
—Además, mejor que no le haga usted frente —me había aconsejado don Germán—. No lo tome como algo personal. Olvide que está aquí a causa de una misión desagradable y ayúdela. No le conviene enemistarse con esta gente…
Así que yo traté de ser buena vecina, recibí a su hija en mi escuela, dejaba a Juana jugar con Dolorcitas.
Creo que ella comprendía y agradecía mi actitud.
—Le advierto —me dijo un día— que algunos oficiales han tenido mala suerte. Yo no sé qué casas les han buscado pero les hacen la vida imposible, a mi me parece que a propósito.
Se quedó reflexionando un momento y añadió con un acento que pareció espontáneo y sincero:
—Sé lo que le ha pasado a su marido. Lo siento mucho. Piense que al mío podían haberle dado un tiro el primer día, cuando entró al asalto de la mina. Nosotras las mujeres siempre pagando los platos rotos de todo…
Al principio me llegaron noticias de Ezequiel por medio de emisarios desconocidos. Don Germán era el centro de toda información; era mi brújula y el apoyo más firme. A él acudía y siempre lo encontraba con la misma serenidad, con idéntica paciencia y energía. Desde su sillón que pocas veces abandonaba dirigía los hilos que no habían sido totalmente destruidos.
La Guardia Civil respetó a don Germán y no se atrevió a interrogarle sin motivos concretos. Por otra parte era evidente que su enfermedad le mantenía al margen de los hechos recientes.
Ese mismo argumento esgrimían sus enemigos reservándose una parte de duda: «Estaba enfermo, si no ya hubiéramos visto.»
En su nuevo papel de intermediario clandestino se sentía rejuvenecer. «Es otro» me decía Eloísa, «se siente útil y ha olvidado la amenaza que pesa sobre su corazón.»
Las primeras cartas me llegaron también por conducto de don Germán. Pero yo no podía esperar más. Necesitaba ver a Ezequiel, comprobar por mi misma cómo estaba. Solicité permiso escrito para ausentarme unos días de la escuela. La respuesta no llegó y no esperé más. El sábado despedí a los niños más temprano y me fui a coger el coche de línea que pasaba al mediodía. Con Juana a mi lado bajé en taxi hasta el río donde el barquero montaba guardia permanente cerca del puente roto.
Las aguas bajaban turbias. Las últimas lluvias habían aumentado el caudal y la barca se balanceaba en la corriente.
Miré hacia el puente. Trabajaban en él con vigas, tablas, cables de acero, para recuperar cuanto antes un paso provisional.
Como si adivinara mi pensamiento el barquero dijo:
—No estaba tan crecido cuando les obligaron a pasarlo. Además, de aquella parte hay menos fondo.
Al llegar a León nos esperaba un amigo de don Germán que había facilitado los trámites de nuestra visita. Nos acompañó a la cárcel y allí, entre rejas, estaba Ezequiel. Tenía mal aspecto sobre todo por la barba, llevaba un jersey que no reconocí y los mismos pantalones del día en que se fue. Cuando me vio hizo gestos de extrañeza y señalaba mi cabeza. Me acordé del empeño de Lola en rizarme el pelo. Las tenacillas quemaban y los tirones de pelo me molestaban, mientras Lola hablaba sin cesar de Madrid: «Si vieras qué edificios, qué parques, qué comercios. Yo no sé cómo puedes vivir en este pueblo…»
Yo me dejaba hacer, indiferente al entusiasmo de la mujer, y ahora allí estaba el resultado: Ezequiel que me miraba sorprendido y movía la cabeza de un lado a otro, diciendo «no».
Si hubiéramos estado cerca, si hubiera sido fácil entenderse, estoy segura de que hubiera dicho: «No es digno de ti.»
Pero en seguida envió besos a Juana y nos gritaba palabras cariñosas. Nos llegaban diseccionadas por los gritos de los otros que se cruzaban con los suyos y se rompían también en pedazos.
—Esa Inés es muy lista. Mire como a ella no la cogieron. Andará huida. Como es de Bilbao se habrá ido para allá… Dice Joaquín que en la mina están acobardados y dormidos. Lo sabe él por los compañeros, jubilados o casi, que le visitan. Fíjese usted con lo pequeña que es nuestra mina y ha habido cuatrocientas detenciones, ¿qué será en esa Asturias tan minera, con tanto mil y mil de obreros que allí viven?
La charla de Marcelina me zumbaba en los oídos. Pasaba de una noticia a una sospecha, de un rumor a una certeza. Pero yo la oía sin curiosidad. No podía concentrarme en datos aislados sobre un estado de cosas cuya trascendencia no podía calibrar. Me preguntaba cuánto tiempo retendrían a Ezequiel en la cárcel, cuál sería el siguiente paso, qué debía hacer yo.
Bajo un signo de pesadumbre se acercaban las Navidades. Decidí ir a pasarlas a casa de mis padres. La idea de quedarme sola en Los Valles me pareció insoportable. Así pues, al día siguiente de terminar mis clases emprendimos el recorrido lentísimo que nos acercaría al calor de los míos. Taxi, coche de línea, tren. Y los brazos de mis padres recibiéndonos a las dos.
A mi regreso, el sargento y su familia ya no estaban. Respiré aliviada y me dispuse a arrostrar la perspectiva incierta del año que empezaba.
1935 fue un año gris. De un gris pesado, cargado de amenazas.
Si tuviera que resumir lo que ese año significó para mí, lo haría lacónicamente: fue un año de tristeza y de miedo.
La tristeza me dominaba a todas horas. Sólo durante el tiempo dedicado a la escuela, salía del marasmo en que me debatía.
El trabajo era mi medicina, mi estímulo, lo único que me conservaba firmemente asentada en la realidad.
Al entrar en la clase, dejaba atrás mi carga de angustia. El desaliento se transformaba en vigor, la debilidad en fortaleza.
En medio del terremoto que nos había sacudido, sólo los niños conservaban intacta la esperanza. Empecé a llevar a mi hija a las clases conmigo. La sentaba en la primera fila, entre las más pequeñas, y su presencia me confortaba. Por unas horas el círculo mágico se cerraba, aislado del mundo exterior. Juana y las niñas y yo habitábamos ese círculo dentro de cuyas barreras seguía siendo cierta la belleza del mundo. Una y otra vez percibía en los ojos absortos el esplendor de los descubrimientos.
«Las plantas se alimentan de la tierra. Los astros giran. Hay un mundo submarino apenas explorado. El hombre descubre el fuego, pinta las cuevas, aprende a cultivar la tierra.»
Los conocimientos que el hombre ha ido adquiriendo a través de los siglos, el brillante juego del pensamiento, la dulce congoja de la sensibilidad. Todo fluía dentro del círculo. Luego, las puertas se abrían y otra vez, en la calle, esperaban la sombra de la tristeza y la amenaza del miedo.
El miedo adoptaba distintas formas. Miedo por el destino de Ezequiel. Miedo a ser denunciada. Miedo a encontrarme sin trabajo. Un día me encontré bajo la puerta un recorte de periódico en el que se podía leer:
«La escuela es la gran responsable de la revolución de octubre. Una escuela sin Dios y sin principios morales donde miles de maestros han estado sembrando en el alma de los niños el germen de la rebeldía. Desde estas páginas pedimos una depuración de ese Magisterio que ha corrompido a la infancia y ha envenenado con propaganda subversiva las clases de adultos.»
—Hay treinta mil mineros presos y no llegan al centenar de maestros, ¿de qué miles nos hablan? — se indignó don Germán.
Luego me habló con razonable firmeza y sus palabras fueron un alivio para mi imaginación atormentada.
—Ladran porque cabalgamos —dijo—. Tengo motivos muy fundados para creer que las cosas van a cambiar. Las fuerzas de izquierda están cerrando filas, se unen partidos, asociaciones. Hay una intención clara de no volver a caer en la trampa del treinta y tres…
Todavía pasarían unos meses hasta que el anuncio hecho por don Germán empezara a vislumbrarse con claridad. Al terminar 1935, el año de mi miedo y mi tristeza, los hechos se sucedieron con rapidez. En enero de 1936 se disolvieron las Cortes, el Frente Popular que don Germán pronosticara ganó las elecciones en febrero. La amnistía fue su primer objetivo.
Sin previo aviso, Ezequiel llegó una tarde. Se arrojó en nuestros brazos y nos retuvo mucho rato apretadas contra su pecho. Juana estaba confusa y se escapó en cuanto pudo del abrazo. Ezequiel parecía agotado y le ayudé a descalzarse. Se tumbó en la cama e intentó balbucir unas palabras que se perdieron en la profundidad de su sueño.
Estuvo durmiendo varias horas, en la misma postura en que había caído derrumbado.
El final de la pesadilla me devolvió el esplendor de los sueños. «Otra vez a empezar», pensaba. «Ha sido un largo viaje por un túnel sin salida…»
Todo iba a ser como antes. En el programa del Frente Popular se hacía alusión a la enseñanza.
«… se impulsarán con el ritmo de los primeros años de la República la creación de escuelas de primera enseñanza, estableciendo cantinas, roperos, colonias escolares y demás instituciones complementarias…»
Con nuevo ímpetu iban a renacer los proyectos estrangulados durante el anterior bienio, la coeducación que había sido anulada, la actuación de la Inspección que había sido atacada; las Misiones Pedagógicas que habían quedado reducidas al mínimo.
El sueño de mis comienzos profesionales emergía con fuerza del hoyo en que había estado sepultado. Ezequiel recuperaría su escuela, nuestras vidas volverían a discurrir por cauces serenos. Era posible imaginar un futuro para Juana. También nuestro inmediato futuro cambiaría.
—No debemos quedarnos aquí. Debíamos pensar en pedir un traslado a un lugar más sano, cuando sea posible. No me gusta el polvo del carbón, la competencia con las escuelas de la mina, la división del pueblo en dos zonas.
Ezequiel no contestaba. Desde su regreso hablaba poco.
«Es la cárcel», trataba de razonar conmigo misma. «Irá pasando el tiempo y olvidará.»
Domingo no había vuelto a Los Valles. «Se habrá ido al encuentro de ella, allá donde esté», apuntó Marcelina.
En un principio me encontré alegrándome de la ausencia de la pareja. Un impulso irracional me hacía rechazarla influencia que habían ejercido sobre Ezequiel. Yo trataba de neutralizar esa influencia.
—Nuestra revolución está en la escuela —le repetía—. Tú sabes muy bien que no se puede salvar a un pueblo ignorante.
Pero Ezequiel no me escuchaba. Aunque Domingo no estaba, él regresó a la mina.
—Otra vez a organizar, otra vez a comprometerse —se indignaba Marcelina—. Pero Gabriela, ¿usted por qué le deja? Lo suyo es enseñar al que no sabe y que se deje de minas ni mineros. ¡Ay los hombres, qué bien sueñan y qué mal despertar tienen!
Ezequiel no renunciaba a sus sueños. Vivía en la frontera de la Plaza. Dedicaba su día a los asuntos de la Casa del Pueblo.
No había hecho el menor intento de agilizar su rehabilitación, retrasada sin duda por trámites burocráticos. Llegué a pensar que había solicitado la excedencia sin yo saberlo.
—Es un líder, Gabriela —me dijo don Germán—. Le siguen y le admiran. Los compañeros de la mina y muchos otros que estuvieron con él en la cárcel. Cada uno elige la responsabilidad de su destino. Usted debe respetar la elección de Ezequiel.
Respeté su elección. Respeté hasta el último de sus compromisos. Respeté su renuncia a la vida familiar, cada día más exigua. Respeté su deseo de continuar en Los Valles. «Iré cuando pueda», había dicho cuando terminó el curso; y yo corrí a cuidar a mi padre enfermo.
Aquel verano hizo mucho calor. Encontré a mi padre extenuado. Se ahogaba en el intento de respirar un aire sofocante. Una grave enfermedad de pulmón lo tenía agotado, incapaz ni de mantenerse erguido sobre una montaña de almohadas. Yo velaba sus horas turnándome con mi madre.
Una tarde… Estábamos solos los dos, se oía en la huerta el incansable charloteo de Juana y la sosegada réplica de mi madre. Por la ventana entreabierta se filtraba la sombra movible de la parra. Yo había cerrado los ojos un instante, abrumada de cansancio y de pena. Cuando los abrí, él me estaba mirando y por su rostro exangüe se deslizaban dos lágrimas. En aquel momento supe que iba a morir. Esto ocurrió el doce de julio. El dieciséis le puse un telegrama a Ezequiel: «Mi padre ha muerto. Ven en seguida.» No llegó la respuesta. Pero apenas acabábamos de enterrar a mi padre ya estaban llegando las primeras noticias de una sublevación militar, allá en Canarias. Las noticias eran confusas. «El Gobierno garantiza… El pueblo resiste… El Ejército avanza.»
En quince días la sublevación se había extendido por la provincia de León y había triunfado en la ciudad. Tras la ocupación trabajosa de Los Valles, de mano en mano, de mensajero en mensajero, llegó hasta mí la carta de Eloísa: «Han matado a mi padre y a Ezequiel. Los fusilaron al amanecer con otros muchos, a la entrada de la mina. El Señor les perdone su crimen.»
El coche de línea daba tumbos. Cada golpe me dolía en el hueco del estómago vacío, del corazón vacío. Al salir de la ciudad, tapé la cara de Juana con la mano para que no mirara afuera.
En las cunetas había muertos. Vi en seguida el primer brazo rígido elevado hacia el cielo. Luego descubrí cuerpos abandonados sobre la tierra. Unos con la cara escondida, otros bien visible: boca sin voz, arriba; ojos ciegos, arriba; frente dormida, arriba.