Paca.
— ¡Bonita representación! (
Furiosa, zarandea a su hija.
) ¡Adentro, condenada! ¡Ya te daré yo diversiones!
(
Fernando
y
Urbano
se asoman.
)
Rosa.
— ¡No me empuje! ¡Usted no tiene derecho a maltratarme!
Paca.
— ¿Qué no tengo derecho?
Rosa.
— ¡No, señora! ¡Soy mayor de edad!
Paca.
— ¿Y quién te mantiene? ¡Golfa, más que golfa!
Rosa.
— ¡No insulte!
Paca.
— (
Metiéndola de un empellón.
) ¡Anda para adentro! (A
Pepe
, que optó desde el principio por bajar un par de peldaños.
) ¡Y tú, chulo indecente! ¡Si te vuelvo a ver con mi niña te abro la cabeza de un sartenazo! ¡Cómo me llamo Paca!
Pepe.
— Ya será menos.
Paca.
— ¡Aire! ¡Aire! ¡A escupir a la calle!
(
Cierra con ímpetu.
Pepe
baja sonriendo con suficiencia. Va a pasar de largo, pero
Urbano
le detiene por la manga.
)
Urbano.
— No tengas tanta prisa.
Pepe.
— (
Volviéndose con saña.
) ¡Muy bien! ¡Dos contra uno!
Fernando.
— (
Presuroso.
) No, no, Pepe. (
Con sonrisa servil.
) Yo no intervengo; no es asunto mío.
Urbano.
— No. Es mío.
Pepe.
— Bueno, suelta. ¿Qué quieres?
Urbano.
—(Reprimiendo su ira y sin soltarle.
) Decirte nada más que si la tonta de mi hermana no te conoce, yo sí. Que si ella no quiere creer que has estado viviendo de la Luisa y de la Pili después de lanzarlas a la vida, yo sé que es cierto. ¡Y que como vuelva a verte con Rosa, te juro, por tu madre, que te tiro por el hueco de la escalera! (
Lo suelta con violencia.
) Puedes largarte.
(Le
vuelve la espalda.
)
Pepe.
— Será si quiero. ¡Estos mocosos! (
Alisándose la manga.
) ¡Qué no levantan dos palmos del suelo y quieren medirse con hombres! Si no mirara…
(
Urbano
no le hace caso.
Fernando
interviene, aplacador.
)
Fernando.
— Déjalo, Pepe. No te… alteres. Mejor es que te marches.
Pepe.
— Sí. Mejor será. (
Inicia la marcha y se vuelve.
) El mocoso indecente, que cree que me va a meter miedo a mí… (
Baja protestando.
) Un día me voy a liar a mamporros y le demostraré lo que es un hombre…
Fernando.
— No sé por qué te gusta tanto chillar y amenazar.
Urbano.
— (
Seco.
) Eso va en gustos. Tampoco me agrada a mí que te muestres tan amable con un sinvergüenza como ése.
Fernando.
— Prefiero eso a lanzar amenazas que luego no se cumplen.
Urbano.
— ¿Qué no se cumplen?
Fernando.
— ¡Qué van a cumplirse! Cualquier día tiras tú a nadie por el hueco de la escalera. ¿Todavía no te has dado cuenta de que eres un ser inofensivo?
(
Pausa.
)
Urbano.
— ¡No sé cómo nos las arreglamos tú y yo para discutir siempre! Me voy a comer. Abur.
Fernando.
—(Contento por su pequeña revancha.
) ¡Hasta luego, sindicalista!
(
Urbano
sube y llama al III.
Paca
abre.
)
Paca.
— Hola, hijo. ¿Traes hambre?
Urbano.
— ¡Más que un lobo!
(
Entra y cierra.
Fernando
se recuesta en la barandilla y mira por el hueco. Con un repentino gesto de desagrado se retira al «casinillo» y mira por la ventana, fingiendo distracción. Pausa.
Don Manuel
y
Elvira
suben. Ella aprieta el brazo de su padre en cuanto ve a
Fernando.
Se detienen un momento; luego continúan.
)
Don Manuel.
— (
Mirando socarronamente a
Elvira
, que está muy turbada.
) Adiós, Fernandito.
Fernando.
— (
Se vuelve con desgana. Sin mirar a
Elvira.
) Buenos días.
Don Manuel.
— ¿De vuelta del trabajo?
Fernando.
— (
Vacilante.
) Sí, señor.
Don Manuel.
— Está bien, hombre. (
Intenta seguir, pero
Elvira
lo retiene tenazmente, indicándole que hable ahora a
Fernando.
A regañadientes, termina el padre por acceder.
) Un día de estos tengo que decirle unas cosillas.
Fernando.
— Cuando usted disponga.
Don Manuel.
— Bien, bien. No hay prisa; ya le avisaré. Hasta luego. Recuerdos a su madre.
Fernando.
— Muchas gracias. Ustedes sigan bien. (
Suben.
Elvira
se vuelve con frecuencia para mirarle. Él está de espaldas.
Don Manuel
abre el II con su llave y entran.
Fernando
hace un mal gesto y se apoya en el pasamanos. Pausa.
Generosa
sube.
Fernando
la saluda muy sonriente.
) Buenos días.
Generosa.
— Hola, hijo. ¿Quieres comer?
Fernando.
— Gracias, que aproveche. ¿Y el señor Gregorio?
Generosa.
— Muy disgustado, hijo. Como lo retiran por la edad… Y es lo que él dice: «¿De qué sirve que un hombre se deje los huesos conduciendo un tranvía durante cincuenta años, si luego le ponen en la calle?». Y si le dieran un buen retiro… Pero es una miseria, hijo; una miseria. ¡Y a mi Pepe no hay quien lo encarrile! (
Pausa.
) ¡Qué vida! No sé cómo vamos a salir adelante.
Fernando.
— Lleva usted razón. Menos mal que Carmina…
Generosa.
— Carmina es nuestra única alegría. Es buena, trabajadora, limpia… Si mi Pepe fuese como ella…
Fernando.
— No me haga mucho caso, pero creo que Carmina la buscaba antes.
Generosa.
— Sí. Es que se me había olvidado la cacharra de la leche. Ya la he visto. Ahora sube ella. Hasta luego, hijo.
Fernando.
— Hasta luego.
(
Generosa
sube, abre su puerta y entra. Pausa.
Elvira
sale sin hacer ruido al descansillo, dejando su puerta entornada. Se apoya en la barandilla. Él finge no verla. Ella le llama por encima del hueco.
)
Elvira.
— Fernando.
Fernando.
— ¡Hola!
Elvira.
— ¿Podrías acompañarme hoy a comprar un libro? Tengo que hacer un regalo y he pensado que tú me ayudarías muy bien a escoger.
Fernando.
— No sé si podré.
(
Pausa.
)
Elvira.
— Procúralo, por favor. Sin ti no sabré hacerlo. Y tengo que darlo mañana.
Fernando.
— A pesar de eso no puedo prometerte nada. (
Ella hace un gesto de contrariedad.
) Mejor dicho: casi seguro que no podrás contar conmigo.
(
Sigue mirando por el hueco.
)
Elvira.
—
(
Molesta y sonriente.
) ¡Qué caro te cotizas! (
Pausa.
) Mírame un poco, por lo menos. No creo que cueste mucho trabajo mirarme… (
Pausa.
) ¿Eh?
Fernando.
— (
Levantando la vista.
) ¿Qué?
Elvira.
— Pero ¿no me escuchabas? ¿O es que no quieres enterarte de lo que te digo?
Fernando.
— (
Volviéndole la espalda.
) Déjame en paz.
Elvira.
— (Resentida.) ¡Ah! ¡Qué poco te cuesta humillar a los demás! ¡Es muy fácil… y muy cruel humillar a los demás! Te aprovechas de que te estiman demasiado para devolverte la humillación…, pero podría hacerse…
Fernando.
— (Volviéndose
furioso.
) ¡Explica eso!
Elvira.
— Es muy fácil presumir y despreciar a quien nos quiere, a quien está dispuesto a ayudarnos… A quien nos ayuda ya… Es muy fácil olvidar esas ayudas…
Fernando.
— (
Iracundo.
) ¿Cómo te atreves a echarme en cara tu propia ordinariez? ¡No puedo sufrirte! ¡Vete!
Elvira.
— (
Arrepentida.
) ¡Fernando, perdóname, por Dios! Es que…
Fernando.
— ¡Vete! ¡No puedo soportarte! No puedo resistir vuestros favores ni vuestra estupidez. ¡Vete! (
Ella ha ido retrocediendo muy afectada. Se entra, llorosa y sin poder reprimir apenas sus nervios.
Fernando
, muy alterado también, saca un cigarrillo. Al tiempo de tirar la cerilla.
) ¡Qué vergüenza!
(
Se vuelve al «casinillo». Pausa.
Paca
sale de su casa y llama en el I.
Generosa
abre.
)
Paca.
— A ver si me podía usted dar un poco de sal.
Generosa.
— ¿De mesa o de la gorda?
Paca.
— De la gorda. Es para el guisado. (
Generosa
se mete.
Paca
, alzando la voz.
) Un puñadito nada más… (
Generosa
vuelve con un papelillo.
) Gracias, mujer.
Generosa.
— De nada.
Paca.
— ¿Cuánta luz ha pagado este mes?
Generosa.
— Dos sesenta. ¡Un disparate! Y eso que procuro encender lo menos posible… Pero nunca consigo quedarme en las dos pesetas.
Paca.
— No se queje. Yo he pagado cuatro diez.
Generosa.
— Ustedes tienen una habitación más y son más que nosotros.
Paca.
— ¡Y qué! Mi alcoba no la enciendo nunca. Juan y yo nos acostamos a oscuras. A nuestra edad, para lo que hay que ver…
Generosa.
— ¡Jesús!
Paca.
— ¿He dicho algo malo?
Generosa.
— (
Riendo débilmente.
) No, mujer; pero… ¡qué boca, Paca!
Paca.
— ¿Y para qué sirve la boca, digo yo? Pues para usarla.
Generosa.
— Para usarla bien, mujer.
Paca.
— No he insultado a nadie.
Generosa.
— Aun así…
Paca.
— Mire, Generosa: usted tiene muy poco arranque. ¡Eso es! No se atreve ni a murmurar.
Generosa.
— ¡El Señor me perdone! Aún murmuro demasiado.
Paca.
— ¡Si es la sal de la vida! (
Con misterio.
) A propósito: ¿sabe usted que don Manuel le ha pagado la luz a doña Asunción?
(
Fernando
, con creciente expresión de disgusto, no pierde palabra.
)
Generosa.
— Ya me lo ha dicho Trini.
Paca.
— ¡Vaya con Trini! ¡Ya podía haberse tragado la lengua! (
Cambiando el tono.
) Y, para mí, que fue Elvirita quien se lo pidió a su padre.
Generosa.
— No es la primera vez que les hacen favores de ésos.
Paca.
— Pero quien lo provocó, en realidad, fue doña Asunción.
Generosa.
— ¿Ella?
Paca.
— ¡Pues claro! (
Imitando la voz.
) «Lo siento, cobrador, no puedo ahora. ¡Buenos días, don Manuel! ¡Dios mío, cobrador, si no puedo! ¡Hola, Elvirita, qué guapa estás!» ¡A ver si no lo estaba pidiendo descaradamente!
Generosa.
— Es usted muy mal pensada.
Paca.
— ¿Mal pensada? ¡Si yo no lo censuro! ¿Qué va a hacer una mujer como ésa, con setenta y cinco pesetas de pensión y un hijo que no da golpe?
Generosa.
— Fernando trabaja.
Paca.
— ¿Y qué gana? ¡Una miseria! Entre el carbón, la comida y la casa se les va todo. Además, que le descuentan muchos días de sueldo. Y puede que lo echen de la papelería.
Generosa.
— ¡Pobre chico! ¿Por qué?
Paca.
— Porque no va nunca. Para mí que ése lo que busca es pescar a Elvirita… y los cuartos de su padre.
Generosa.
— ¿No será al revés?
Paca.
— ¡Qué va! Es que ese niño sabe mucha táctica se hace querer. ¡Cómo es tan guapo! Porque lo es; eso no hay que negárselo.
Generosa.
— (
Se asoma al hueco de la escalera y vuelve.
) Y Carmina sin venir… Oiga, Paca: ¿es verdad que don Manuel tiene dinero?
Paca.
— Mujer, ya sabe usted que era oficinista. Pero con la agencia esa que ha montado se está forrando el riñón. Como tiene tantas relaciones y sabe tanta triquiñuela…
Generosa.
— Y una agencia, ¿qué es?
Paca.
— Un sacaperras. Para sacar permisos, certificados… ¡Negocios! Bueno, y me voy, que se hace tarde. (
Inicia la marcha y se detiene.
) ¿Y el señor Gregorio, cómo va?
Generosa.
— Muy disgustado, el pobre. Como lo retiran por la edad… Y es lo que él dice: «¿De qué sirve que un hombre se deje los huesos durante cincuenta años conduciendo un tranvía, si luego le ponen en la calle?». Y el retiro es una miseria, Paca. Ya lo sabe usted. ¡Qué vida, Dios mío! No sé cómo vamos a salir adelante. Y mi Pepe, que no ayuda nada…
Paca.
— Su Pepe es un granuja. Perdone que se lo diga, pero usted ya lo sabe. Ya le he dicho antes que no quiero volver a verle con mi Rosa.
Generosa.
— (
Humillada.
) Lleva usted razón. ¡Pobre hijo mío!
Paca.
— ¿Pobre? Como Rosita. Otra que tal. A mí no me duelen prendas. ¡Pobres de nosotras, Generosa, pobres de nosotras! ¿Qué hemos hecho para este castigo? ¿Lo sabe usted?