Elvira.
— Es muy fácil, papá. Tú lo que necesitas no es un yerno rico, sino un muchacho emprendedor que lleve adelante el negocio. Pues sacas a Fernando de la papelería y le colocas, ¡con un buen sueldo!, en tu agencia. (
Pausa.
) ¿Concedido?
Don Manuel.
— Pero, Elvira, ¿y si Fernando no quiere? Además…
Elvira.
— ¡Nada! (
Tapándose los oídos.
) ¡Sorda!
Don Manuel.
— ¡Niña, que soy tu padre!
Elvira.
— ¡Sorda!
Don Manuel.
—(Quitándole las manos de los oídos.
) Ese Fernando os tiene sorbido el seso a todas porque es el chico más guapo de la casa. Pero no me fío de el. Suponte que no te hiciera caso…
Elvira.
— Haz tu parte, que de eso me encargo yo…
Don Manuel.
— ¡Niña!
(
Ella rompe a reír. Coge del brazo a su padre y le lleva, entre mimos, al lateral izquierdo. Bajan. Una pausa.
Trini
, una joven de aspecto simpático— sale del III con una botella en la mano atendiendo a la voz de
Paca
.)
Paca.
— (
Desde dentro.
) ¡Qué lo compres tinto! Que ya sabes que a tu padre no le gusta el blanco.
Trini.
— Bueno, madre.
(
Cierra y se dirige a la escalera.
Generosa
sale del I, con otra botella.
)
Generosa.
— ¡Hola, Trini!
Trini.
— Buenos, señora Generosa. ¿Por el vino?
(
Bajan juntas.
)
Generosa.
— Sí. Y a la lechería.
Trini.
— ¿Y Carmina?
Generosa.
— Aviando la casa.
Trini.
— ¿Ha visto usted la subida de la luz?
Generosa.
— ¡Calla, hija! ¡No me digas! Si no fuera más que la luz… ¿Y la leche? ¿Y las patatas?
Trini.
— (
Confidencial.
) ¿Sabe usted que doña Asunción no podía pagar hoy al Cobrador?
Generosa.
— ¿De veras?
Trini.
— Eso dice mi madre, que estuvo escuchando. Se lo pagó don Manuel. Como la niña está loca por Fernandito…
Generosa.
— Ese gandulazo es muy simpático.
Trini.
— Y Elvirita una lagartona.
Generosa.
— No. Una niña consentida…
Trini.
— No. Una lagartona…
(
Bajan charlando. Pausa.
Carmina
sale del I. Es una preciosa muchacha de aire sencillo y pobremente vestida. Lleva un delantal y una lechera en la mano.
)
Carmina.
— (Mirando
por el hueco de la escalera.
) ¡Madre! ¡Qué se le olvida la cacharra! ¡Madre!
(
Con un gesto de contrariedad se despoja del delantal, lo echa adentro y cierra. Baja por el tramo mientras se abre el IV suavemente y aparece
Fernando
, que la mira y cierra la puerta sin ruido. Ella baja apresurada, sin verle, y sale de escena. El se apoya en la barandilla y sigue con la vista la bajada de la muchacha por la escalera.
Fernando
es,
en efecto, un muchacho muy guapo. Viste pantalón de luto y está en mangas de camisa. El IV vuelve a abrirse.
Doña Asunción
espía a su hijo.
)
Doña Asunción.
— ¿Qué haces?
Fernando.
— (
Desabrido.
) Ya lo ves.
Doña Asunción.
—(
Sumisa.
) ¿Estás enfadado?
Fernando.
— No.
Doña Asunción.
— ¿Te ha pasado algo en la papelería?
Fernando.
— No.
Doña Asunción.
— ¿Por qué no has ido hoy?
Fernando.
— Porque no.
(
Pausa.
)
Doña Asunción.
— ¿Te he dicho que padre de Elvira nos ha pagado el recibo de la luz?
Fernando.
— (
Volviéndose hacia su madre.
) ¡Sí! ¡Ya me lo has dicho! (
Yendo hacia ella.
) ¡Déjame en paz!
Doña Asunción.
— ¡Hijo!
Fernando.
— ¡Qué inoportunidad! ¡Pareces disfrutar recordándome nuestra pobreza!
Doña Asunción.
— ¡Pero, hijo!
Fernando.
— (
Empujándola y cerrando de golpe.
) ¡Anda, anda para adentro!
(
Con un suspiro de disgusto, vuelve a recostarse en el pasamanos. Pausa.
Urbano
llega al primer rellano. Viste traje azul mahón. Es un muchacho fuerte y moreno, de fisonomía ruda, pero expresiva: un proletario.
Fernando
lo mira avanzar en silencio.
Urbano
comienza a subir la escalera y se detiene al verle.
)
Urbano.
— ¡Hola! ¿Qué haces ahí?
Fernando.
— Hola, Urbano. Nada.
Urbano.
— Tienes cara de enfado.
Fernando.
— No es nada.
Urbano.
— Baja al «casinillo». (
Señalando el hueco de la ventana.
) Te invito a un cigarro. (
Pausa.
) ¡Baja, hombre! (
Fernando
empieza a bajar sin prisa.
) Algo te pasa. (
Sacando la petaca.
) ¿No se puede saber?
Fernando.
— (
Que ha llegado.
) Nada, lo de siempre… (
Se recuestan en la pared del «casinillo». Mientras hacen los pitillos.
) ¡Qué estoy harto de todo esto!
Urbano.
— (
Riendo
.) Eso es ya muy viejo. Creí que te ocurría algo.
Fernando.
— Puedes reírte. Pero te aseguro que no sé cómo aguanto. (
Breve pausa.
) En fin, ¡para qué hablar! ¿Qué hay por tu fábrica?
Urbano.
— ¡Muchas cosas! Desde la última huelga de metalúrgicos la gente se sindica a toda prisa. A ver cuándo nos imitáis los dependientes.
Fernando.
— No me interesan esas cosas.
Urbano.
— Porque eres tonto. No sé de qué te sirve tanta lectura.
Fernando.
— ¿Me quieres decir lo que sacáis en limpio de esos líos?
Urbano.
— Fernando, eres un desgraciado. Y lo peor es que no lo sabes. Los pobres diablos como nosotros nunca lograremos mejorar de vida sin la ayuda mutua. Y eso es el sindicato. ¡Solidaridad! Ésa es nuestra palabra. Y sería la tuya si te dieses cuenta de que no eres más que un triste hortera. ¡Pero como te crees un marqués!
Fernando.
— No me creo nada. Sólo quiero subir. ¿Comprendes? ¡Subir! Y dejar toda esta sordidez en que vivimos.
Urbano.
— Y a los demás que los parta un rayo.
Fernando.
— ¿Qué tengo yo que ver con los demás? Nadie hace nada por nadie. Y vosotros os metéis en el sindicato porque no tenéis arranque para subir solos. Pero ese no es camino para mí. Yo sé que puedo subir y subiré solo.
Urbano.
— ¿Se puede uno reír?
Fernando.
— Haz lo que te de la gana.
Urbano.
— (
Sonriendo.
) Escucha, papanatas. Para subir solo, como dices, tendrías que trabajar todos los días diez horas en la papelería; no podrías faltar nunca, como has hecho hoy…
Fernando.
— ¿Cómo lo sabes?
Urbano.
— ¡Porque lo dice tu cara, simple! Y déjame continuar. No podrías tumbarte a hacer versitos ni a pensar en las musarañas; buscarías trabajos particulares para redondear el presupuesto y te acostarías a las tres de la mañana contento de ahorrar sueño y dinero. Porque tendrías que ahorrar, ahorrar como una urraca; quitándolo de la comida, del vestido, del tabaco… Y cuando llevases un montón de años haciendo eso, y ensayando negocios y buscando caminos, acabarías por verte solicitando cualquier miserable empleo para no morirte de hambre… No tienes tú madera para esa vida.
Fernando.
— Ya lo veremos. Desde mañana mismo…
Urbano.
— (
Riendo.
) Siempre es desde mañana. ¿Por qué no lo has hecho desde ayer, o desde hace un mes? (
Breve pausa.
) Porque no puedes. Porque eres un soñador. ¡Y un gandul! (
Fernando
le mira lívido, conteniéndose, y hace un movimiento para marcharse.
) ¡Espera, hombre! No te enfades. Todo esto te lo digo como un amigo.
(
Pausa
.)
Fernando.
— (
Más calmado y levemente despreciativo.
) ¿Sabes lo que te digo? Que el tiempo lo dirá todo. Y que te emplazo. (
Urbano
le mira.
) Sí, te emplazo para dentro de… diez años, por ejemplo. Veremos, para entonces, quién ha llegado más lejos; si tú con tu sindicato o yo con mis proyectos.
Urbano.
— Ya sé que yo no llegaré muy lejos; y tampoco tú llegarás. Si yo llego, llegaremos todos. Pero lo más fácil es que dentro de diez años sigamos subiendo esta escalera y fumando en este «casinillo».
Fernando.
— Yo, no. (
Pausa.
) Aunque quizá no sean muchos diez años…
(
Pausa
)
Urbano.
— (
Riendo.
) ¡Vamos! Parece que no estás muy seguro.
Fernando.
— No es eso, Urbano. ¡Es que le tengo miedo al tiempo! Es lo que más me hace sufrir. Ver cómo pasan los días, y los años…, sin que nada cambie. Ayer mismo éramos tú y yo dos críos que veníamos a fumar aquí, a escondidas, los primeros pitillos… ¡Y hace ya diez años! Hemos crecido sin darnos cuenta, subiendo y bajando la escalera, rodeados siempre de los padres, que no nos entienden; de vecinos que murmuran de nosotros y de quienes murmuramos… Buscando mil recursos y soportando humillaciones para poder pagar la casa, la luz… y las patatas. (
Pausa.
) Y mañana, o dentro de diez años que pueden pasar como un día, como han pasado estos últimos…, ¡sería terrible seguir así! Subiendo y bajando la escalera, una escalera que no conduce a ningún sitio; haciendo trampas en el contador, aborreciendo el trabajo… perdiendo día tras día… (
Pausa.
) Por eso es preciso cortar por lo sano.
Urbano.
— ¿Y qué vas a hacer?
Fernando.
— No lo sé. Pero ya haré algo.
Urbano.
— ¿Y quieres hacerlo solo?
Fernando.
— Solo.
Urbano.
— ¿Completamente?
(
Pausa.
)
Fernando.
— Claro.
Urbano.
— Pues te voy a dar un consejo. Aunque no lo creas, siempre necesitamos de los demás. No podrás luchar solo sin cansarte.
Fernando.
— ¿Me vas a volver a hablar del sindicato?
Urbano.
— No. Quiero decirte que, si verdaderamente vas a luchar, para evitar el desaliento necesitarás…
(
Se detiene.
)
Fernando.
— ¿Qué?
Urbano.
— Una mujer.
Fernando.
— Ése no es problema. Ya sabes que…
Urbano.
— Ya sé que eres un buen mozo con muchos éxitos. Y eso te perjudica; eres demasiado buen mozo. Lo que te hace falta es dejar todos esos noviazgos y enamorarte de verdad. (
Pausa.
) Hace tiempo que no hablamos de estas cosas… Antes, si a ti o a mí nos gustaba Fulanita, nos lo decíamos en seguida. (
Pausa.
) ¿No hay nada serio ahora?
Fernando.
— (
Reservado
) Pudiera ser.
Urbano.
— No se tratará de mi hermana, ¿verdad?
Fernando.
— ¿De tu hermana? ¿De cuál?
Urbano.
— De Trini.
Fernando.
— No, no.
Urbano.
— Pues de Rosita, ni hablar.
Fernando.
— Ni hablar.
(
Pausa.
)
Urbano.
— Porque la hija de la señora Generosa no creo que te haya llamado la atención… (
Pausa. Le mira de reojo, con ansiedad.
) ¿O es ella? ¿Es Carmina?
(
Pausa.
)
Fernando.
— No.
Urbano.
— (
Ríe y le palmotea la espalda.
) ¡Está bien, hombre! ¡No busco más! Ya me lo dirás cuando quieras. ¿Otro cigarrillo?
Fernando.
— No. (
Pausa breve.
) Alguien sube.
(
Miran hacia el hueco.
)
Urbano.
— Es mi hermana.
(
Aparece
Rosa
,
que es una mujer joven, guapa y provocativa. Al pasar junto a ellos los saluda despectivamente, sin detenerse, y comienza a subir el tramo.
)
Rosa.
— Hola, chicos.
Fernando.
— Hola, Rosita.
Urbano.
— ¿Ya has pindongueado bastante?
Rosa.
— (
Parándose.
) ¡Yo no pindongueo! Y, además, no te importa.
Urbano.
— ¡Un día de éstos le voy a romper las muelas a alguien!
Rosa.
— ¡Qué valiente! Cuídate tú la dentadura por si acaso.
(
Sube.
Urbano
se queda estupefacto por su descaro.
Fernando
ríe y le llama a su lado. Antes de llamar
Rosa
en el III se abre el I y sale
Pepe.
El hermano de
Carmina
ronda ya los treinta años y es un granuja achulado y presuntuoso. Ella se vuelve y se contemplan, muy satisfechos. Él va a hablar, pero ella le hace señas de que se calle y le señala el «casinillo», donde se encuentran los dos muchachos ocultos para él.
Pepe
la invita por señas a bailar para después y ella asiente sin disimular su alegría. En esta expresiva mímica los sorprende
Paca
, que abre de improvisto.
)