Contrariamente a cierta leyenda que le reviste de una seria y entonada solemnidad, César era un perfecto hombre de mundo, galante, elegante, despreocupado, lleno de humor, capaz de encajar pullas de los demás y de replicarlas con mordaz sarcasmo. Era indulgente con los vicios ajenos porque tenía necesidad de que los demás lo fuesen con los suyos. Curión le llamaba «el marido de todas las esposas y la esposa de todos los maridos». Y una de las razones por la que los aristócratas le odiaron tanto era que él seducía regularmente a sus esposas, las cuales, a decir verdad, competían entre sí para ser seducidas. Entre ellas estaba Servilia, hermanastra de Catón, que también por esto le fue irreductiblemente hostil. Servilia le era tan devota que le sacrificó incluso su hija Tercia, a la que dejó el puesto cuando los años la obligaron a retirarse. César recompensó a la generosa madre haciéndole otorgar los bienes de ciertos senadores proscritos a un precio que era un tercio de su valor. Y Cicerón bordó sobre aquello un juego de palabras, diciendo que aquella venta había sido hecha
Tertia deducía
. El mismo Pompeyo, por bien que más guapo, rico y, en aquel momento, más famoso que César, vio cómo arramblaba aquél con su mujer y la repudió. César se hizo perdonar, dándole por esposa a una hija suya.
Este extraordinario personaje en torno al cual, en adelante, toda la historia de Roma y del mundo comienza a girar, era, pues, en cuanto a moralidad, del tiempo. Y, en efecto, debutó de una manera que nada bueno permitía presagiar. Acabados los estudios a los dieciséis años, partió en seguimiento de Marco Termo que se iba a Asia a hacer una de tantas guerras. Mas, en vez de buen soldado, se hizo favorito de Nicomedes, rey de Bitinia, que tenía una debilidad por los chicos guapos. Vuelto a Roma a los dieciocho, se casó con Consuela, porque así lo quería su padre. Pero cuando éste murió, la repudió remplazándola por Cornelia, hija de aquel Cinna que en su tiempo había tomado la sucesión de su tío Mario. Y así consolidó los vínculos que ya le ligaban al partido democrático.
Sila, cuando instauró la dictadura, le ordenó que se divorciase. César, aunque habituado a cambiar de mujer como quien se cambia de vestido, se negó bravuconamente. Fue condenado a muerte, siéndole confiscada la dote de Cornelia. Después intervinieron amigos comunes y Sila permitió que marchara al exilio. César pagó aquel gesto de clemencia definiéndolo como un «bobada». Pero se engañaba. Sila había comprendido muy bien la «bobada» que estaba haciendo y lo dijo a algunos de sus íntimos: «Ese muchacho vale por muchos Marios.» Pero tal vez sentía por él una oculta simpatía.
Cuando el dictador se hubo retirado, César volvió a Roma. Pero al encontrarla todavía a merced de los reaccionarios, que le detestaban como sobrino de Mario y yerno de Cinna, partió de nuevo hacia Cicilia. Una embarcación pirata lo apresó en el mar y pidió veinte talentos por su rescate, algo así como cuarenta millones de liras. César contestó con insolencia que era un precio demasiado bajo para su valía y que prefería entregar cincuenta. Mandó a sus siervos a buscarlos y engañó la espera escribiendo versos y leyéndolos a sus raptores, a quienes no les gustaron ea absoluto. César les llamó «bárbaros» y «cretinos», y les prometió ahorcarles a la primera ocasión. Mantuvo la palabra, pues apenas liberado corrió a Mileto, fletó una flotilla, persiguió y capturó a aquellos filibusteros, recuperó su dinero, es decir, el de sus acreedores (a quienes no se lo restituyó) y —manifestación de clemencia— antes de colgarles, les degolló.
Él mismo contó esta aventura en algunas cartas a los amigos, aunque podemos dudar de su autenticidad.
César no era aún, a la sazón, el sobrio y apasionado autor del
De bello gallico
, que, habiendo ganado realmente muchas batallas, no tenía ya necesidad de novelarlas. Era un mozalbete charlatán, arrogante y disoluto, que al llegar a Roma, en 68, estaba ya cargado de deudas. Las había contraído con Craso, tras haber seducido también a su mujer Tértula. Con aquel dinero compró los votos, fue elegido, tuvo una gobernación y un mando militar en España, combatió a los rebeldes y volvió a Roma con fama de buen soldado y de experto administrador.
El 65 volvió a presentarse a las elecciones, fue elegido edil y dio las gracias a sus secuaces financiando espectáculos jamás vistos. Pero también hizo otra cosa: transferir de nuevo al Capitolio los trofeos de victoria de Mario, que Sila había depurado. Tres días después fue nombrado propretor en España. Sus acreedores se reunieron y pidieron al Gobierno que no le dejase marchar antes de haber pagado. £1 mismo reconoció deberles veinticinco millones de sestercios.
Y Craso, como de costumbre, se los prestó. César volvió entre los iberos, los sometió casi completamente y trajo a Roma un botín tal que el Senado le otorgó el triunfo. O tal vez lo hizo tan sólo para impedirle que concurriese al Consulado, en vista de que la canidatura no podía ser presentada hallándose ausente y que al triunfador la ley le impedía volver a Roma antes de la ceremonia. Pero César acudió de todos modos, dejando el Ejército fuera de las puertas de la ciudad. Y justamente durante aquella campaña electoral comenzó su gran acción política.
Los conservadores detestaban a César, que había defendido a Catilina, vuelto a colocar los trofeos de Mario en el Capitolio y que ahora se presentaba como jefe de los
populares
. Y podían muy bien impedirle el éxito oponiéndole un hombre del prestigio de Pompeyo, a quien, por contra, decepcionaron, como hemos dicho, porque estaban celosos de sus victorias y de sus riquezas. Éstas eran tales que le permitían tener un ejército propio: aquel con el que desembarcó en Brindisi al retorno de Oriente y que podía elegirlo dictador mediante la fuerza. Generosamente, Pompeyo lo licenció y solamente con un pequeño séquito de oficiales entró en Roma y celebró el triunfo. Valeroso en el combate, Pompeyo era muy tímido en cuestiones de responsabilidad política y no quería hacer nunca nada en contra de la legalidad y del «reglamento». El Senado lo sabía y se aprovechó de ello para tratarle con frialdad y para negarse a repartir entre sus soldados las tierras que él les había prometido. César vio en ello una buena ocasión para atraerle de su parte y de Craso.
Esta obra maestra de diplomacia se consolidó con un acuerdo tripartito: el primer triunvirato. Pompeyo y Craso ponían su influencia, que era grande, y sus riquezas, que eran inmensas, al servicio de César para hacerle elegir cónsul. Éste, una vez alcanzado el poder, distribuiría las tierras a los soldados de Pompeyo y concedería a Craso las contratas a las que aspiraba.
Así fue rota la famosa «concordia de los órdenes» auspiciada por Cicerón, o sea la alianza entre la aristocracia y la alta burguesía. Esta última, que veía en Craso y Pompeyo a sus legítimos representantes, se coligó, en cambio, con los
populares
de César. Y la aristocracia estúpida y arrogantemente convencida de no tener necesidad de ayuda y de no tener que compartir sus privilegios con nadie, se quedó aislada. Presentó como candidato a un personaje insignificante, Bíbulo, que fue elegido. Pero no pudo impedir que también fuese elegido César, figura de muy otro relieve.
César cumplió los compromisos adquiridos con los aliados. Propuso en seguida la distribución de tierras y la ratificación de las medidas adoptadas por Pompeyo en Oriente. El Senado se opuso. Y entonces César llevó los proyectos de ley ante la Asamblea. Era lo que también habían hecho los Gracos, jugándose el pellejo. Mas los tiempos habían cambiado. Bíbulo puso el veto diciendo que los dioses, interrogados, se habían mostrado contrarios. La Asamblea se le rió en la cara y un
popular
le volcó un orinal en la cabeza. Los proyectos fueron aprobados por gran mayoría, Pompeyo se convirtió en yerno de César, al casarse con su hija Julia, y durante meses y meses se divirtieron a expensas de los triunviros, que ofrecieron magníficos espectáculos en el Circo.
En aquella atmósfera de favor popular le fue fácil a César llevar a efecto sus reformas económicas y sociales, que por lo demás eran las de los Gracos. El Senado hizo oposición a todas mandando regularmente a Bíbulo a la Asamblea para manifestar que los dioses la desaprobaban. La Asamblea se burlaba de los dioses y se reía de Bíbulo, que al final se encerró en su casa y no volvió a salir más. Como era costumbre bautizar el año con el nombre de los dos cónsules, los romanos llamaron el quincuagésimo noveno «el de Julio y César».
Éste lo terminó haciéndose elegir por sucesores para el 58 a Gabinio y Pisón, con cuya hija Calpurnia casó tras el divorcio regular de su tercera mujer Pompeya, que estaba a punto de ser procesada por ultraje al pudor y a la religión; la acusaban de haber introducido a su amante Clodio, disfrazado de mujer, en el recinto consagrado a la diosa Bona, de la cual Pompeya era sacerdotisa. El hecho es cierto. Clodio, joven aristócrata, guapo, ambicioso y sin escrúpulos, frecuentaba la casa de César, admiraba la política de éste y aún más a su mujer. No se sabe, empero, si ésta era su cómplice, cuando le pillaron en aquella impía tentativa. César, llamado a declarar, proclamó la inocencia de Pompeya. Cuando el juez le preguntó por qué, en tal caso, se había divorciado de ella, respondió: «Porque la mujer de César no puede estar mancillada ni siquiera por una sospecha.» Y testimonió también a favor de Clodio diciendo que no le consideraba capaz de un acto semejante, aun cuando resultaba que había cometido otros peores: por ejemplo, seducir a su propia hermana, la famosa Clodia, mujer de Quinto Cecilio Metelo, a la cual Catulo llamaba Lesbia y Cicerón perseguía con su mala lengua. Rencoroso y entremetido como era, el gran abogado fue también a testimoniar contra el hermano. Pero César puso en movimiento a Craso, que compró a los jueces. Y Clodio fue absuelto.
El porqué César tuviese tanto empeño en salvar a aquel disoluto que, como hoy se diría, le deshonró a la esposa, viose inmediatamente después, cuando Clodio se presentó candidato al tribunal de la plebe y César le apoyó. Evidentemente, después de haber instalado al suegro y a un amigo íntimo en el cargo de cónsul, quería a un deudor a la cabeza del proletariado. César se burlaba del honor conyugal. Con todo aquel asunto, Clodio le había proporcionado el pretexto de librarse de una esposa que ya no le servía para nada y para remplazaría con otra que le servía de mucho por su parentela. En el momento de dejar el cargo se autonombró procónsul por cinco años de la Galia Cisalpina y Narbonense. Dado que la ley prohibía estacionar tropas de los Apeninos para abajo, quien tenía el mando de los Apeninos para arriba era prácticamente dueño de la península. Y César quería ser en adelante ese dueño.
Sabía muy bien que el Senado haría lo posible por impedírselo. Mas César había demostrado que se podía gobernar también sin él, haciendo aprobar directamente las leyes por la Asamblea. En los últimos tiempos había ido más lejos aún; impuso que todos los debates que se desarrollaban en aquella solemne y aristocrática junta fuesen registrados y publicados día a día. Así nació el primer diario. Se llamó
Acta diurna
, y era gratuito, pues en vez de venderlo, la fijaban en los muros, de modo que todos los ciudadanos pudiesen leerlo y controlar lo que hacían y decían sus gobernantes. La invención fue de enorme alcance porque sancionó al más democrático de todos los derechos. El Senado, que sacaba prestigio hasta de su reserva, quedó así sometido a la opinión pública, y no volvió a recobrarse de ese golpe.
Con Gabinio y Pisón guardándole las espaldas; con un aventurero fácilmente sobornable como Clodio al frente de la plebe; con la amistad de Pompeyo y el apoyo financiero de Craso; con el Senado embridado y constreñido a rendir cuentas de sus decisiones, César podía ahora incluso alejarse de Roma para procurarse lo que todavía le faltaba; la gloria militar y un ejército fiel.
LA CONQUISTA DE LAS GALIAS
Cuando César llegó, en 58, Francia era para los romanos tan sólo un nombre: Galia. No conocían más que sus provincias meridionales, las que habían sometido a vasallaje para asegurarse las comunicaciones terrestres con España. Lo que pudiera haber más al Norte, lo ignoraban.
Más al Norte no existía lo que hoy se llama una nación. Diseminadas por distintas regiones, vivían tribus de raza céltica que pasaban el tiempo haciéndose la guerra entre sí. César, que entre otras cosas era un gran periodista y poseía el don de la observación, vio que cada una de esas tribus estaba dividida en tres clases: los nobles o caballeros, que tenían el monopolio del Ejército; los sacerdotes o
druidas
, que tenían el monopolio de la religión y de la instrucción; y el pueblo, que tenía el monopolio del hambre y del miedo. César creyó que para dominar a aquellas tribus bastaba con tenerlas divididas, y que para tenerlas divididas bastaba con oponer los caballeros a los caballeros. Cada uno, para pelear con otro, se llevaría consigo un pedazo de pueblo. Había un solo peligro: que los
druidas
se pusiesen de acuerdo entre ellos y constituyesen el centro espiritual de una unidad nacional. Y por esto era preciso tenerles a todos de parte de Roma.
César les tenía simpatía a los galos por dos razones ; ante todo porque uno de ellos había sido preceptor suyo; y después, porque eran hermanos de sangre de los celtas del Piamonte y la Lombardía que Roma había sometido ya y que constituían su mejor infantería. Si lograba extender ese sometimiento a toda Francia, encontraría en ella una mina inagotable para sus ejércitos.
César no contaba con fuerzas suficientes para una guerra de conquista. Para aquel considerable territorio, sólo le habían dado cuatro legiones, menos de treinta mil hombres. Y precisamente en el momento en que asumía su mando, cuatrocientos mil helvecios se desparramaban desde Suiza sobre la Galia Narbonense, amenazando anegarla, y ciento treinta mil germanos cruzaban el Rin para reforzar en Flandes a su hermano de raza Ariovisto, que se había establecido allí tres años antes. Toda la Galia, aterrada, pidió protección a César quien, sin siquiera advertirlo al Senado, alistó a sus propias expensas otras cuatro legiones y conminó a Ariovisto a que viniese para discutir un convenio con él, Ariovisto rehusó, y César, para afianzar su prestigio a los ojos de sus nuevos súbditos, no tuvo más elección que la guerra contra aquél y contra los helvecios.
Fueron dos campañas temerarias y fulgurantes. Batidos, pese a su enorme superioridad numérica, los helvecios pidieron poder retirarse a su patria, lo que César les permitió con tal de que aceptase a el vasallaje a Roma. Los germanos fueron completamente aniquilados cerca de Ostheim. Ariovisto huyó, mas para morir poco después. El depravado y endeudado mujeriego se revelaba, en el campo de batalla, como un formidable general.