¿Fue la rabia de haberse dejado engañar con una estratagema tan burda lo que impelió a los burgueses de la «Costa», a coaligarse con los barones de la «Llanura» contra el dictador de ascendencia aristocrática, pero de ideas progresistas? No se sabe. Sábese solamente que la coalición se hizo y se llevó la mejor parte, volviendo a arrojar al exilio a Pisístrato. Pero éste no era hombre para aceptar la derrota. Tres años después del segundo derrocamiento, o sea en 546, hele aquí de nuevo con sus hombres a las puertas de una ciudad que, evidentemente, no había encontrado de su gusto la restauración del antiguo régimen y que se las abrió sin resistencia. Pisístrato volvió a ser dictador, y siguió siéndolo, casi sin molestias, durante diecinueve años, o sea hasta su muerte.
Este curioso y complejo personaje parece creado aposta por la Historia para confundir las ideas a todos aquellos que creen tenerlas clarísimas y que, basándose en ellas, han decidido que la democracia es
siempre
una fortuna, y que la dictadura es
siempre
una desgracia. Apenas se lo volvieron a encontrar encima, todos sus enemigos —que seguían siendo muchos— temblaron ante la idea de una purga. En cambio, Pisístrato, que durante la lucha había sabido dar la cara, en la victoria derrochó generosidad. Se desembarazó rápidamente, confinándoles, tan sólo de aquellos que se encarnizaban en una aversión irreductible; mas para los demás hubo indulgencia plenaria. Todos esperaban que modificase la Constitución de Solón para dar una base jurídica al propio poder personal; y, en cambio, los retoques fueron escasos y superficiales. Nada de régimen policial, nada de denuncias, nada de «leyes especiales», nada de «culto de la personalidad». Pisístrato quiso elecciones libres, aceptó a los arcontes que el voto popular designó y se sometió al control del Senado y de la Asamblea. Y cuando un particular le acusó de asesinato, se querelló simplemente ante un tribunal común. Ganó la causa porque el adversario no se presentó. Pero la contumacia fue sugerida a ésta por el conocimiento de sostener una tesis impopular. Pues la inmensa mayoría de atenienses, tras haberle hostigado y tenido por sospechoso mucho tiempo, se habían vuelto sinceramente afectos a Pisístrato, que poseía un arma formidable: la simpatía.
Le llamaban
tirano,
pero la palabra no tenía en aquellos tiempos el amenazador y peyorativo significado que tiene en el nuestro. Venía de
tirra,
que quiere decir
fortaleza,
pero también era el nombre de la capital de Lidia, donde el rey Giges había establecido precisamente un clásico régimen dictatorial. El tirano Pisístrato era un hombre cordial que, eso sí, hacía lo que quería, pero después de haber convencido a los demás de que lo que él quería era lo que ellos querían también. Pocos eran los que lograban oponer argumentos a sus argumentos, y eso también porque él sabía exponerlos de la manera más persuasiva. Tenía eso que los franceses llaman
charme,
conocía el arte de aliñar los discursos sobre las materias más difíciles con anécdotas divertidas, de atraerse a los oponentes sin ofenderles, es más, fingiendo darles la razón, y exponía sus tesis con llaneza, sin engreimiento, haciéndolas comprensibles a todos. Y de estas cualidades se sirvió para llevar a cabo una obra fenomenal. Su reforma agraria fue tal, que el Ática no tuvo necesidad de otra durante siglos. El latifundio quedó destruido y en su lugar surgió una miríada de cultivadores directos que, sintiéndose propietarios, sentíanse también ciudadanos y, como tales, interesados en el destino de la patria. Su política fue «productivística» y de pleno empleo de la mano de obra, a través de grandes empresas de obras públicas que absorbieron a los desocupados e hicieron de Atenas la verdadera capital de Grecia.
Hasta aquel momento había sido de hecho una ciudad como muchas otras, de segundo plano con respecto a Mileto y Éfeso, mucho más desarrolladas desde el punto de vista comercial, cultural y arquitectónico, tanto, que Homero apenas habla de ella. Pisístrato empezó por el puerto, fundando astilleros que pronto construyeron las más modernas y poderosas naves de la época.
Había comprendido que el destino de Atenas, circuida por áridas y pedregosas montañas por la parte de tierra, estaba en el mar. La iniciativa, además de conciliarle la burguesía de la «Costa», formada principalmente por armadores y mercaderes, le procuró el dinero para la reforma urbanística. Fueron sus geólogos los que descubrieron, en los contornos, plata y mármol. Y fue con estos materiales que, en el lugar de las cabañas de adobe, se elevaron los palacios, y en la Acrópolis, el viejo templo de Atenea fue embellecido con el famoso peristilo dórico. Pues Pisístrato, el hombre de hierro, era además culto y de gustos refinados. Y, en efecto, una de las primeras cosas que hizo apenas llegado al poder, fue instituir una comisión para la compilación y ordenamiento de la
Ilíada
y de la
Odisea,
que Homero había dejado desparramadas en episodios fragmentarios confiados a la memoria oral del pueblo. Y hasta qué punto la comisión reuniera y modificara también el texto, es difícil saberlo.
En política exterior, Pisístrato no perdió de vista solamente dos cosas: evitar la guerra, y dar a Atenas, sin que las demás ciudades se diesen cuenta, una posición de capital moral sobre Grecia, en espera de convertirla en capital política. Lo consiguió, a pesar de las molestias que causó a mucha gente con su flota omnipresente y entrometida y con las «colonias» que fundó un poco en todas partes, en casa ajena, pero especialmente en los Dardanelos. Escultores, arquitectos y poetas acudieron a Atenas también porque reconocían en Pisístrato a un intelectual como ellos. Y los juegos «panhelénicos» que él instituyó en la ciudad se convirtieron en motivo de encuentro no sólo para los atletas, sino también para los hombres políticos de toda Grecia. Pero más lejos no se llegó. Celoso cada uno de la propia «patria chica», representada por una ciudad sola y sus aledaños, eran constitucionalmente refractarios a concebir otra más grande.
Pisístrato vio los inconvenientes, pero tuvo el buen sentido de no forzar con la violencia una unidad antinatural. Como Renan, creía que una nación se funda por el deseo de sus habitantes de vivir juntos; y que cuando este deseo falta, no hay política que pueda sustituirlo. Fue un gran hombre. Su dictadura, presentada como la negación de la Constitución de Solón, le procuró en cambio el medio de llevar a cabo su obra y de resistir a las pruebas posteriores. El tirano supo rehuir todas las tentaciones del poder absoluto, menos una: la de dejar el «cargo» en herencia a sus hijos Hipias e Hiparco. El amor paternal impidióle ver con su habitual claridad que los totalitarismos no tienen herederos y que el suyo se justificaba solamente como una excepción a la democracia, para asegurar el orden y la estabilidad. Lástima.
Los persas a la vista
Pisístrato había muerto en el 527 antes de Jesucristo. Veintiún años después, o sea en 506, hallamos a uno de sus dos hijos, designados por él para sucederle, Hipias, en la Corte del rey de Persia, Darío, para sugerirle la idea de declarar la guerra a Atenas y a Grecia entera. Los grandes hombres no deberían dejar nunca viudas ni herederos. Son peligrosísimos.
Este Hipias no había debutado mal, después que su padre hubo sido depositado en la fosa. Era un mozalbete despierto que, a fuerza de estar junto al papá, había aprendido muchas de sus triquiñuelas, y se había apasionado por la política, a diferencia de su hermano Hiparco que, en cambio tan sólo se interesaba por el amor y la poesía, de modo que entre ambos ni siquiera había rivalidades peligrosas. Y, sin embargo, quien provocó las desventuras que condujeron a la caída de la dinastía fue precisamente Hiparco.
Probablemente éste no era, en cuanto a moralidad, peor que muchos de sus coetáneos y en materia sentimental seguía sus ideas, entre las cuales figuraba la de una absoluta imparcialidad en lo que atañe a los dos sexos. Hiparco tuvo la desgracia de tropezar con un bellísimo joven llamado Harmodio, que un tal Aristogitón —aristócrata cuarentón, influyente y celoso— consideraba propiedad suya. Éste concibió la idea de desembarazarse de su rival con el puñal y, para imprimir al asesinato una etiqueta más limpia que lo hiciese popular, pensó en extenderlo también al hermano Hipias, haciéndolo así pasar por «delito político» en nombre de la libertad y contra la tiranía. Organizó en ese sentido una conjura con otros nobles latifundistas y, con ocasión de una fiesta, intentó el golpe, que sólo resultó bien a medias: Hiparco dejó el pellejo en él, mientras que Hipias se salvó. Y desde aquel momento, un poco por rencor y otro poco por miedo a otros complots, el hijo y discípulo de Pisístrato, dictador liberal, indulgente e ilustrado, convirtióse en un
tirano
auténtico.
Los efectos de su política persecutoria no se hicieron esperar. Aristogitón, que había intentado el golpe por motivos personales y más bien sucios, y que de momento no había encontrado ningún apoyo moral en el pueblo, tardó poco, en la fantasía de la gente, indignada por los abusos de Hipias, en convertirse en un adalid de la libertad, en tanto que Harmodio adquiría la semblanza de un mártir, como si hubiese sido una muchacha inmaculada y acosada; y hasta la cortesana Lena, su amante, fue aureolada de leyenda. Decíase que, detenida y torturada por la policía para que revelase los nombres de los cómplices, se había cortado la lengua de un mordisco, escupiéndola a la cara de sus verdugos.
El descontento del pueblo enfureció a Hipias, que a su vez enfureció al pueblo. Y cuando el divorcio entre ambos fue total, los exiliados, que mientras tanto se habían concentrado en Delfos, armaron un ejército, llamaron a los espartanos en su ayuda, y junto con éstos marcharon contra Atenas. Hipias se refugió en la Acrópolis con sus seguidores. Mas, para poner a salvo sus hijitos, trató de hacerles expatriar secretamente. Los sitiadores los capturaron. Y el infeliz padre, por salvar la vida de los hijos y la suya propia, capituló y marchó voluntariamente al destierro. No hay que olvidar, empero, que por sus venas corría aún la sangre de Pisístrato, o sea de un hombre pronto siempre a sacrificar la posición por la familia, pero jamás dispuesto a resignarse a la derrota.
El que mandaba a los rebeldes, al frente de los cuales entró en la ciudad, era Clístenes, un aristócrata por quien los demás aristócratas sentían poca simpatía porque tenía ideas progresistas. Por lo que, como los vencedores eran ellos, impugnaron su candidatura para las elecciones siguientes, y en su sitio pusieron a Iságoras, un latifundista retrógrado que pretendía que la república se volviese a tragar todas sus conquistas sociales. Al cabo de cuatro años fue depuesto por una insurrección popular, contra la cual nada pudieron ni siquiera los espartanos, acudidos nuevamente para apuntalar un orden constituido que, a ellos, reaccionarios encallecidos, les gustaba en extremo.
Clístenes, que había capeado la revuelta, asumió el poder y lo ejerció un poco dictatorialmente, también, pero en nombre de la democracia. Llevó a término la reforma igualitaria de Pisístrato, duplicó el número de ciudadanos con derecho a voto, destruyó desde los cimientos algunas agrupaciones en
tribus
que constituían la fuerza de clientela de la aristocracia y que correspondía un poco a nuestro colegio uninominal; e inauguró aquel sistema de autodefensa de las instituciones democráticas que se llama
ostracismo.
Cada miembro de la Asamblea popular, de la que formaban parte seis mil personas, o sea prácticamente todos los cabezas de familia de la ciudad, podía inscribir en una pizarra el nombre del ciudadano que, según él, constituyese una amenaza para el Estado. Si esta anónima denuncia venía avalada por tres mil colegas, el denunciado se veía mandado al destierro por diez años sin necesidad de un proceso que testificase sus culpas.
Era un principio injusto y por lo demás peligroso, pues se prestaba a toda clase de abusos. Pero los atenienses lo practicaron con moderación, si bien no siempre atinadamente, pues en los casi cien años que estuvo en uso, fue aplicado tan sólo en diez casos. Y el colmo de la sabiduría acaso la pusieron de manifiesto haciendo blanco de ello precisamente a quien lo había inventado. Un día en que el presidente de la Asamblea, según el enjuiciamiento habitual, preguntó a la asistencia; «¿Se halla entre vosotros alguno que consideréis peligroso para el Estado? Y si está, ¿quién es?», muchas voces respondieron: «Clístenes.» La denuncia reunió los tres mil sufragios exigidos por la ley, con lo que el inventor del ostracismo fue «ostracizado» por aquel pueblo al que había devuelto la libertad y que, con sabia ingratitud, la usó para librarse de él, quien, con muchos méritos en su haber, podía sentirse tentado a hacer de ellos un título para legitimar una nueva tiranía.
No conocemos las reacciones del pobre proscrito. Pero el hecho de que la Historia no las haya registrado, demuestra que fueron menos enérgicas que aquellas a las que se hubiese entregado un Pisístrato o un Hipias. Acaso Clístenes tuvo bastante lucidez para darse cuenta de que la ingratitud, jamás excusable en el plano humano, a menudo lo es en el plano político. Y en el hecho de que los atenienses, convertidos por él en partícipes de la soberanía del Estado, se mostrasen en seguida tan celosos de usarla en perjuicio suyo, vio probablemente el triunfo de su propia obra y gustosamente sacrificó a ella su destino personal. Ya que el ostracismo no implicaba más persecución que el exilio, nos agrada pensar que Clístenes vivió el tiempo suficiente para poder ver con qué heroico encarnizamiento los atenienses defendieron las libertades que él les había dado, cuando para amenazarlas se perfiló, por consejo de Hipias —viejo, pero aún robusto y, a diferencia de Clístenes, incapaz de perdón y de resignación—, el ejército da Darío.
En este punto hemos de hacer un pequeño inciso.
Algo había cambiado, desgraciadamente, desde los tiempos en que las
poleis
griegas podían libremente abandonarse a sus fuerzas centrífugas y separatistas porque ningún enemigo les amenazaba. Al Norte, las bárbaras tribus ilirias, de la que habían descendido aqueos y dorios, habían dejado de caer sobre la Hélade. Al Sur, el poderío egipcio seguía declinando. Al Oeste, Roma y Cartago todavía estaban en los albores.
Mas el peligro provenía del Este, donde hasta aquel momento, sólo había existido el reino de Lidia, fruto más que nada de la diplomacia de un gran soberano: Creso, el amigo de Solón, el cual, por bien que hubiese anexionado varias islas griegas de la Jonia, era favorable a los griegos, de los que había absorbido la cultura. Tanto, que precisamente esto fue acaso su equivocación. Pues, ocupado y preocupado solamente por ellos, no se fijó en la Persia que le crecía a las espaldas; y cuando se dio cuenta del peligro, era ya demasiado tarde.