El primer pretexto lo proporcionó en 435 antes de Jesucristo, Corcira con una insurrección contra Corinto, de la que era colonia. Ésta solicitó incorporarse a la Confederación ateniense, es decir, que con pobres palabras pidió la ayuda de su nota, que fue enviada en seguida y tuvo un encuentro con la de Corinto, acudida a su vez para restablecer el
statu quo.
El éxito fue dudoso y no resolvió nada. Tres años después, Potidea hizo lo contrario; colonia de Atenas, se rebeló y pidió ayuda a Corinto. Pericles mandó en su contra un ejército que la sitió durante dos años y no logró expugnarla. Estos dos fracasos constituyeron un grave golpe para el prestigio de Atenas, pues cuando se quiere mandar, hay que demostrar ante todo que se tiene la fuerza de hacerlo. La rebelde Megara se sintió alentada y se alineó al lado de Corinto, que a su vez llamó a Esparta. Atenas impuso el bloqueo a Megara, sitiándola por hambre. Esparta protestó. Atenas replicó que estaba dispuesta a retirar las sanciones si Esparta aceptaba un tratado comercial con la Confederación, lo que significaba entrar a formar parte de la
Commonwealth.
Era una propuesta provocativa, ante la que Esparta reaccionó con una contraproposición otro tanto provocativa: dijo que estaba dispuesta a aceptar si Atenas a su vez aceptaba la plena independencia de los Estados griegos, esto es, si renunciaba a su primacía imperial. Pericles no vaciló en rehusar, aun a sabiendas de que aquel «no» era la guerra.
La alineación de las fuerzas estaba ya clara: de una parte Atenas con sus infinitos confederados del Jónico, el Egeo y del Asia Menor, mantenidos unidos por la flota; de la otra, Esparta con todo el Peloponeso (salvo la neutralista Argos), Corinto, Beocia, Megara, mantenidos unidos por el Ejército. Pericles puso inmediatamente en práctica su plan. Reunió las tropas dentro de los muros de Atenas, abandonando el Ática al enemigo, que la saqueó, y mandó las naves a sembrar la confusión en las costas del Peloponeso. El mar era suyo, y, por tanto, los aprovisionamientos estaban asegurados: se trataba de esperar a que el frente enemigo se desintegrase.
Tal vez eso hubiese ocurrido si el hacinamiento en Atenas no hubiera provocado una epidemia de tifus petequial, que diezmó soldados y población. Como siempre sucede en estos casos, los atenienses, en vez de buscar el microbio, buscaron al responsable, y naturalmente lo identificaron en Pericles. Éste, debilitado ya por el proceso de Aspasia, había visto multiplicarse, por causa de la guerra, a sus enemigos tanto de derechas como de izquierdas. De izquierdas, el más encarnizado era Cleón, un curtidor de pieles, tosco, demagogo y valeroso. Acusó a Pericles de malversaciones. Y dado que Pericles no pudo efectivamente rendir cuentas de los «fondos secretos» que había empleado para intentar corromper a los estadistas espartanos, fue derrocado y multado, precisamente cuando la epidemia le mataba a su hermana y sus dos hijos legítimos. Es verdad que, arrepentidos en seguida después, los atenienses le llamaron de nuevo al poder, y es más, haciendo una excepción a la ley impuesta por él mismo, confirieron la ciudadanía al hijo que había tenido con Aspasia. Pero el hombre estaba ya moralmente acabado y pocos meses después lo estuvo también físicamente. Triste fin de una carrera gloriosa.
Le sustituyó Cleón, su antítesis humana. Aristóteles dice de él que subía a la tribuna en mangas de camisa y que arengaba a los atenienses con un lenguaje de pillastre, vulgar y pintoresco. Pero fue un buen general. Derrotó a los espartanos en Esfacteria, rechazó sus proposiciones de paz, dominó con inaudita violencia las revueltas de los confederados y al final murió batiéndose como un león contra el héroe espartano Brásidas.
La guerra, que arreciaba hacía casi diez años, había sembrado la ruina en toda Grecia, sin arribar a ninguna solución. Amenazada por una revuelta de esclavos, Esparta propuso la paz. Atenas aceptó, siguiendo por fin el parecer de los aristócratas conservadores, uno de los cuales, Nicias, firmó el tratado en 421 y le dio su nombre. Éste preveía no sólo una paz por cincuenta años, sino también una colaboración entre ambos Estados en caso de que en alguno de los dos los esclavos se sublevaran. Los grandes enemigos vuelven a encontrar la concordia para mantener las injusticias sociales.
Alcibíades
Tal vez aquella paz, aun sin durar cincuenta años, que tales eran las intenciones de los contratantes, hubiese durado empero un poco más de seis, como aconteció, de no haber llevado el nombre de Nicias.
Era éste el vástago de una dinastía de encumbrado linaje y, como todos sus colegas del partido conservador, había desaprobado vivamente la guerra contra Esparta, ciudad en la que todos los reaccionarios de Grecia veían un modelo que imitar. Era también uno de los pocos aristócratas ricos. Incluso, al parecer, su patrimonio era, con el de Calias, el más fuerte de Atenas; se evaluaba en quinientos millones de liras, casi todos empleados en esclavos, que él alquilaba en cuadrillas a los administradores de las minas.
Este comercio, que a nosotros nos parece odioso, pero que en aquellos tiempos era considerado mondísimo, no impedía en absoluto a Nicias pasar por hombre piadoso, devotísimo de los dioses, para los que no transcurría día sin que él hiciese algo. Ora dedicaba una estatua de Atenea, ora una parte de su patrimonio a Dionisio, financiando como corego los más suntuosos espectáculos en su honor. Para cada mínimo acto que cumplir, consultaba al numen competente y le pagaba la respuesta con
ex votos
costosos. Nunca habla salido de casa con el pie izquierdo. Inscribía palabras mágicas en las paredes de su morada para protegerla de los incendios. Los días nefastos (pongamos el martes y el viernes) jamás había iniciado ninguna empresa. Para cortarse el pelo esperaba la luna llena. Cuando el vuelo de los pájaros indicaba mal tiempo, pronunciaba la fórmula de conjuro y la repetía veintisiete veces. Organizaba y pagaba de su bolsillo procesiones para la cosecha. Abandonaba el Senado si oía el chillido de un ratón. Se tapaba los oídos a cada palabra de sonido funesto. A cada muerto de su familia, que siendo antigua habían de ser muchos, le dedicaba una ceremonia especial, invocando por el nombre a cada uno de ellos a cada bocado que engullía; tantos muertos, tantos bocados; tantas muertas, tantos tragos. Es más, comía incluso con una tablilla ante los ojos en la cual estaban escritos los nombres de todos sus antepasados, para no olvidar a ninguno; y a medida que honraba a uno, tachaba el nombre con tiza, eructaba en señal de saludo y pedía otro servicio. Después de lo cual, como democristiano ejemplar, alquilaba otro rebaño de esclavos y se ganaba otra propinilla de millones.
Para combatir a un hombre semejante, cargado de dinero y a quien el resultado ruinoso de la guerra a la cual él siempre se habla opuesto, había terminado dándole la razón, su adversario Alcibíabes, aun cuando aristócrata también, no tenía más que un medio: tomar la sucesión ideológica de Pericles al frente del belicoso partido demócrata y tratar de desacreditar la obra «distensiva», aquello que hoy se llamaría el «espíritu de Munich», del partido conservador.
Alcibíades no tenía dinero. Y no podía ni menos ufanarse de contar con la protección de los dioses, con los cuales se mostraba muy irrespetuoso. Pero en compensación poseía un blasón, la belleza, el espíritu, el valor y la insolencia. Hijo de una prima de Pericles, se había criado en casa de éste, quien, seducido por la exuberancia y la genialidad del muchacho, había tratado de disciplinar sus dotes y de orientarle hacia el bien. En vano. Egocéntrico y extravertido, Alcibíades, con tal de causar sensación y hacer carrera, no reparaba en los medios. Cierto que más por ambición que por patriotismo se había batido como un héroe contra los espartanos, primero en Potidea y luego en Delios, si bien algunos dijesen que el verdadero autor de las hazañas que se le atribuían había sido Sócrates, que le quería con un amor sobre cuya naturaleza tal vez es mejor no hacer indagaciones.
Alcibíades formaba parte del grupo de jóvenes intelectuales que el Maestro ejercitaba en el arte sutil de razonar, pero de vez en cuando se alejaba para ir detrás de prostitutas y mozalbetes de equívoca fama y entonces Sócrates perdía la cabeza, cuenta Plutarco, y se ponía a buscarle como a un esclavo fugitivo. Después Alcibíades volvía, lloraba de arrepentimiento más o menos fingido en los brazos del viejo, que se lo perdonaba en seguida, y preparaba otra de las sayas. Un día se encontró con Hipónaco, que era uno de los más ricos jefes conservadores y, por una apuesta, le abofeteó. Al día siguiente se presentó en su casa, se desnudó y se echó a los pies del ofendido suplicándole que le azotase en castigo. El pobre hombre, en vez de un buen par de vergajazos le dio por esposa a su hija Hipareta, el mejor partido de Atenas, con una dote de veinte talentos. Alcibíades los disipó inmediatamente en un palacio y una cuadra de caballos de carrera con los que, en el
derby
de Olimpia, ganó los premios primero, segundo y cuarto.
Atenas estaba loca con él. Adoptó, como en Inglaterra, el vicio del tartamudeo, porque él era ligeramente tartamudo, y se dejó imponer la moda de ciertos zapatos sólo porque él la lanzó. Nesesitando siempre dinero para su desenfrenado lujo, se lo hacía regalar hasta de las hetairas más famosas. Y para mostrar que ninguna mujer se le resistía, hizo grabar en su escudo de oro un Eros con el rayo en la mano. Entre otras cosas, quiso una flotilla de trirremes para su uso particular. Y de una de ellas hizo su
garçonniere
flotante, con una tripulación formada de músicos. Un día, Hipareta huyó de casa y le citó ante los tribunales para divorciarse. Él acudió y, delante de los jueces, la raptó. La pobre mujer aceptó su hado de esposa engañada, sufrió en silencio las humillaciones que él le infligió y poco después murió de pena.
Ahora bien, este extraordinario y turbulento personaje, violador de leyes y de mujeres, seductor no tan sólo de corazones femeninos, sino también de masas electorales, era partidario de la guerra porque la guerra significaba un atajo para sus ambiciones, y detestaba la paz porque llevaba el nombre de Nicias. La Constitución no le permitía, ni siquiera cuando fue elegido arconte, denunciar el tratado. Pero él, aun respetándolo formalmente, se dio a fomentar ocultamente una coalición contra Esparta, que Atenas armó sin participar en ella y que fue severamente derrotada en Mantinea en 418. Poco después mandó una flota a Milo, que se había rebelado, hizo condenar a muerte a todos los adultos varones, deportar como esclavas a las mujeres y a los niños, y entregar los bienes a quinientos colonos atenienses. A la sazón, el partido demócrata y las clases industriales y comerciales que le sostenían y financiaban volvían a levantar cabeza e hicieron de él uno de los diez generales entre los que se dividía el mando de las fuerzas armadas. Plutarco cuenta que, al oír aquella noticia, Timón, un viejo misántropo que odiaba a los hombres y gozaba con sus calamidades, se frotó las manos de contento.
Poniendo a contribución toda su tortuosa diplomacia, Alcibíades se dedicó a convencer a los atenienses de que el único modo de recuperar el perdido prestigio y reconstruir un Imperio, era conquistar Sicilia. Se ofrecía un buen pretexto. La ciudad jonia de Lentini había mandado de embajador en Atenas a Gorgias para solicitar ayuda contra la doria Siracusa que quería anexionársela. Nicias suplicó a la Asamblea que rechazase la propuesta. Alcibíades la avaló, seguro de recibir el mando de la expedición, y la hizo aprobar.
Mas el azar se entremetió. Una noche, mientras hacían los preparativos, las estatuas del dios Hermes fueron impíamente mutiladas. Se ordenó una encuesta para indagar las responsabilidades de aquel sacrilegio. Y las sopechas recayeron sobre Alcibíades, que tal vez no tenía nada que ver y era solamente la víctima de una maquinación de los conservadores para evitar la guerra. Él solicitó un proceso. Pero en espera de que fuese celebrado, el mando de la expedición fue confiado a Nicias, es decir, a quien no la quería.
Nicias había sido ya general en la guerra contra Corinto. Había ganado su batalla. Pero, mientras volvía a Atenas, recordó haber dejado insepultos a dos soldados suyos y volvió atrás, pidiendo humildemente a los vencidos que le permitieran inhumar los dos cadáveres. Los atenienses se habían reído un poco de tanta santurronería; pero después de la afrenta a Hermes, querían estar seguros de que su comandante fuese querido por los dioses y por eso le eligieron a él.
Antes de aceptar, Nicias, como de costumbre, consultó a los oráculos y hasta mandó emisarios a Egipto para interrogar a Ammón, el cual dijo que sí. Suspirando y poco convencido, el mojigato general dio la señal de partida. En el último momento recordó que estaban en la nefasta Plinterias, como quien dice martes y trece; pero era demasiado tarde para revocar la orden. La noticia de que los cuervos estaban picoteando la estatua de Palas —otro signo siniestro— acabó por ponerle tan nervioso que aquel día, por primera vez, salió de casa con el pie izquierdo. Para congraciarse de nuevo con el cielo, durante todas aquellas semanas de navegación ordenó ayunos y preces a sus soldados que desembarcaron en la costa sícula desmoralizados y debilitados. Siracusa pareció en seguida como de difícil conquista. Y el cielo se ensañó con los sitiadores descargando lluvias torrenciales. Nicias pasaba el tiempo rezando a los dioses, que le respondieron mandándole una epidemia. Por fin, espantado, decidió abandonar la empresa y reembarcar el ejército. Mas precisamente en aquel momento hubo un eclipse de luna, que los augures lo interpretaron como una orden celeste de aplazar la partida por «tres veces nueve días», o sea veintisiete días.
Habiendo comprendido finalmente con quién se las habían, los siracusanos efectuaron una salida nocturna, asaltaron la flota ateniense y le pegaron fuego. El gazmoño general se batió como un bravo soldado. Fue capturado vivo por los siracusanos y pasado por las armas inmediatamente junto con todos los demás prisioneros, menos aquellos que —como hemos dicho— sabían recitar de memoria algún verso de Eurípides.
Como buenos germánicos, los dorios de Siracusa sentían tanta pasión por la sangre como por el arte y tenían igualmente fácil la horca y el «sentimiento».
La gran traición
Con la flota, Atenas había perdido, en las playas sicilianas la casi totalidad del Ejército, esto es, la mitad de sus ciudadanos varones. Y como los desastres no vienen nunca solos, a éste se sumó otro: la deserción de Alcibíades, quien, para eludir el proceso, se había refugiado en Esparta poniéndose a su servicio. Y Alcibíades era uno de esos hombres que constituyen un peligro para quien lo tiene a su favor, pero una desdicha para quien lo tiene en contra.