Read Historia de España contada para escépticos Online
Authors: Juan Eslava Galán
Tags: #Novela Histórica
En el siglo pasado y en el primer tercio del nuestro, los arqueólogos desenterraron las ciudades y los palacios de los grandes imperios de la antigüedad, con toda su riqueza y esplendor: Troya, la legendaria ciudad cantada en la
Ilíada;
Tirinto, la ciudadela micénica; las tumbas faraónicas del Valle de los Reyes; Babilonia, Nínive, Persépolis..., los palacios, los zigurats y los archivos de los antiguos imperios de Mesopotamia; Cnosos y las residencias de la talasocracia cretense...
¿Y Tartessos?, ¿dónde demonios estaba Tartessos? Un alemán, Adolf Schulten, se propuso descubrir la fabulosa capital del rey Argantonio, el emporio occidental del oro y la plata. Suponía Schulten que la ciudad yacería sepultada en algún lugar cercano a la desembocadura del Guadalquivir. Entre 1923 y 1925, excavó, sin resultado, en el coto de Doñana. Al final tuvo que desistir: Tartessos había desaparecido como si se la hubiera tragado la tierra. No había ni rastro de la ciudad ni de sus gentes. Schulten estaba tan ofuscado con las teorías difusionistas dominantes que ni siquiera advirtió la procedencia tartésica de algunos preciosos objetos que llegaban a sus manos. Creyó que eran importaciones orientales traídas por los fenicios o los cartagineses.
Tartessos no apareció porque probablemente nunca existió. Lo que los autores antiguos mencionan es un río cercano a Cádiz, un río de raíces argénteas (seguramente, el Guadalquivir, que discurre al pie de sierra Morena, rica en plata; pero también podría ser el Guadalete, o incluso el Tinto). Luego hablan de un reino y de una región llamados Tartessos, pero nunca se refieren a una ciudad. La ciudad sólo se menciona a partir de finales del siglo —IV, cuando ya hacía varias generaciones que Tartessos se había extinguido.
Tartessos seguramente nunca pasó de ser una asociación de régulos o caudillos locales en torno a una dinastía algo más fuerte que representaba a la colectividad ante los fenicios. Cuando se acabó el negocio, la sociedad se disolvió, y cada cual tiró por su lado. Lo que sucedió fue un conglomerado de caudillos locales en una región llamada Turdetania, más rica, próspera y culta que sus vecinas, porque el que tuvo, retuvo.
Ya queda dicho que los comerciantes griegos competían con los fenicios. La verdad es que no les iban a la zaga en espíritu emprendedor y astucia, quizá porque, también ellos, procedían de una tierra pobre, montuosa y superpoblada que los echaba al mar y habían tenido que despabilarse para subsistir. Por eso, a lo largo de un milenio, los griegos extendieron sus colonias por Asia Menor (actual Turquía), por el sur de Italia (que llamaron Magna Grecia), por Sicilia y por la costa mediterránea francesa, donde fundaron Marsella.
Cuando los griegos llegaron a nuestra Península encontraron que los fenicios se les habían adelantado y ocupaban los mejores mercados, así que tuvieron que contentarse con establecer modestas bases en las costas catalanas y levantinas, en especial en el golfo de Rosas, que les caía más cerca de su emporio marsellés. Por cierto que esta palabra griega,
emporio,
que significa precisamente «mercado», es el origen del nombre de Ampurias, nuestra más famosa colonia griega.
Los griegos, ya queda dicho, aprovecharon la caída de Tiro para apoderarse de los mercados fenicios. La euforia duró poco porque los cartagineses arremetieron contra los griegos y recuperaron la herencia de sus primos tirios. La malhumorada reacción cartaginesa ha dejado elocuentes huellas arqueológicas: en Sicilia y el Levante español se encuentran vestigios de muchos poblados griegos destruidos a finales del siglo —V. En algunos casos el grueso estrato de cenizas prueba que el saqueo fue seguido de incendio.
El Mediterráneo se había convertido en un tablero de juego peligroso, lleno de guerras y rivalidades. Desde entonces, a los metales y demás productos tradicionales, la Península sumó sus mercenarios. Tanto griegos como cartagineses, y posteriormente los romanos, que se alzaron con todo el lote, alistarían en sus ejércitos a los excelentes guerreros ibéricos. Diodoro de Sicilia, historiador del siglo —V, describe el sable íbero, la falcata: «Emplean una técnica peculiar en la fabricación de sus magníficas espadas: entierran trozos de hierro para que se oxiden y, luego, aprovechan sólo el núcleo mediante nueva forja. La espada corta cualquier cosa que se encuentre en su camino. No hay escudo, casco o cuerpo que resista su tajo.» Acojonante.
Como vimos al comienzo del libro, hace dos mil quinientos años, España estaba fragmentada en un complejo mosaico de pueblos, cada uno con sus rarezas y costumbres. Los más atrasados eran los pastores celtíberos de la meseta y los celtas castreños del norte, aunque quizá no fueran tan salvajes como los pintan griegos y romanos. Por el contrario, el Levante y el sur, hasta el Algarve portugués, estaban poblados por turdetanos e íberos, ya desasnados por el prolongado trato con fenicios y griegos. Estos íberos sepultaban a sus príncipes en mausoleos tan artísticos como el de Toya (Jaén), y eran capaces de crear obras tan bellas como la Dama de Elche, fechada hacia el -475.
La famosa dama ha tenido una historia ajetreada. La descubrieron unos obreros agrícolas en La Alcudia de Elche el 4 de agosto de 1897. Casualmente (o sospechosamente, según se mire), un hispanista francés, Pierre Paris, veraneaba en casa del cuñado del dueño de la finca donde se halló la dama. El francés se prendó de la pieza y la adquirió. La dama permanecería en el Museo del Louvre hasta que Pétain la cedió a su amigo Franco para el Museo del Prado en 1941. Recientemente un historiador americano, John Moffitt, ha señalado que la dama es una falsificación decimonónica. Excuso decir que los historiadores españoles han reaccionado como si les hubieran mentado a la madre. Y no van descaminados, porque la Dama de Elche es, en realidad, una diosa madre mediterránea, cuya idealizada divinidad no logra disimular los rasgos del modelo humano que la inspiró. El escéptico lector perdonará si dejándonos arrastrar por los sentimientos damos en creer que los rasgos de esta virgencita de pómulo alto, boca fina, mirada soñadora y griega, y gesto serio y solemnemente hierático reproducen los de alguna princesa de la ciudad ibérica de Illici, cercana a Elche. La dama es sólo un busto, pero nada cuesta imaginar que la infanta era de buena alzada, un punto caballona y corpulenta, algo escurrida de tetas, pero potente de muslos y con el pubis duro como una piedra. ¡Que siga triunfando por muchos siglos en su altar de escayola del Museo Arqueológico Nacional!
En los tiempos de la luz antigua, antes de la irrupción de los dioses pastores, solares, que impusieron los dorios y los judíos, el Mediterráneo adoraba a una diosa femenina y lunar, la de las venus paleolíticas, la Tanit fenicia, la Hera griega, la Juno romana y sus sucesoras. Este culto femenino se cristianiza y prolonga en la mariolatría. En realidad, lo único que cambia es la advocación de la diosa, porque el lugar sagrado se perpetúa. Por eso, muchos santuarios marianos actuales ocupan el lugar de antiguos santuarios precristianos, con sus fuentes, sus cuevas, sus peregrinaciones, sus curiosos ritos, sus exvotos y sus canciones a María.
Por cierto, ¿en qué lengua cantaban aquellos españoles? ¿Qué idioma vernáculo hablaban las autonomías de entonces? Por lo que se deduce de las inscripciones, la Península era una Babel de dialectos o idiomas de áspero sonido. Los lusitanos y celtíberos hablaban una lengua céltica algo distinta de la usada por sus primos del otro lado de los Pirineos, pero igualmente emparentada, aunque fuera de lejos, con el griego y el latín, por pertenecer, como ellas, al tronco indoeuropeo. Por su parte, los tartesios y los íberos levantinos hablaban extrañas lenguas preindoeuropeas. El idioma tartesio no se parece a ningún otro conocido. El ibérico es, para unos, remoto pariente del vasco y, para otros, completamente ajeno a él. Si los que lo emparentan con el vasco estuvieran en lo cierto, podríamos esperar que, con tiempo y paciencia, alguna vez se puedan entender las relativamente abundantes inscripciones ibéricas que poseemos. El caso es que ya han sido descifradas, ya sabemos cómo suenan sus palabras, pero seguimos sin saber qué significan.
El descalabro de sus parientes de Tiro, expoliados por la soldadesca babilónica, conmocionó a los cartagineses y los escarmentó en cabeza ajena. Ellos constituían una nueva camada fenicia recriada en las ásperas tierras líbicas, más agresiva y osada. Cartago era consciente de que en un Mediterráneo disputado por nuevas potencias sólo el dominio de tierras y el mantenimiento de tropas, aunque fueran mercenarias, les garantizaban la estabilidad y el respeto de sus competidores. Además, Cartago no cesaba de buscar nuevos mercados y rutas. Mientras sus agentes divulgaban por las tabernas portuarias fantásticas leyendas sobre la existencia de monstruos marinos y de vertiginosos abismos más allá del estrecho de Gibraltar, ellos discretamente fletaban navíos en busca del oro de Guinea y el estaño de Cornualles y Bretaña. Incluso intentaron fundar, colonias estables en las costas africanas. Enviaron sesenta barcos pesados con tres mil colonos, amén de abundantes pertrechos, pero se les agotaron las provisiones a la altura de Senegal y tuvieron que regresar. No obstante, trajeron interesantes noticias de África y sus gentes: «Había muchos salvajes —escribe un testigo—, gentes de cuerpo velludo llamados
gorillai,
que huyeron de nosotros. Logramos atrapar a tres hembras, pero como se negaban a seguirnos y mordían y arañaban a los que las llevaban tuvimos que matarlas y trajimos las pieles a Cartago.»
Durante dos siglos, el Mediterráneo fue escenario de cruentas batallas navales. Cartagineses y etruscos (un pueblo itálico) se aliaban para disputar a los griegos las rutas comerciales y las ricas islas de Córcega y Sicilia. En estas guerras, los cartagineses emplearon mercenarios españoles, en especial honderos baleares, los cuales, según escribe Estrabón, «alrededor de la cabeza llevan tres hondas de junco negro, de cerdas o de nervios: una larga para los tiros largos; otra corta, para los cortos, y la tercera mediana, para los intermedios. Desde niños los adiestran en el manejo de la honda y si tienen hambre tienen que acertar en la diana antes de recibir el pan».
El año -509, los cartagineses firmaron un tratado de amistad con los romanos, un oscuro pueblo itálico que estaba todavía en mantillas, como quien dice, pero ya comenzaba a destacar dentro del entorno etrusco. Los romanos no tuvieron inconveniente en aceptar el monopolio marítimo cartaginés a cambio de que Cartago no hostigara a sus aliados. La zona de influencia se establecía a partir del cabo vagamente denominado Kalon Akroterion. Más de un historiador ha descuidado sus obligaciones conyugales en cavilosas vigilias sobre la identificación de ese promontorio. ¿Se trata del moderno Ras sidi Ali el-Mekki, al norte de Túnez, o es el cabo de Palos o el de La Nao (Alicante)?
Hacia el año -500, los cartagineses se presentaron con sus naves de guerra cargadas de mercenarios en los antiguos mercados fenicios de Iberia, y los recuperaron sin contemplaciones, después de bajar los humos, cuando fue menester, a los caudillos y reyezuelos que habían aprovechado el eclipse fenicio para comerciar por su cuenta. Además, instalaron dos bases en sendos puntos estratégicos: la isla de Ibiza y el magnífico puerto natural de Cartagena, llamada con redundancia Cartago Nova
(Nota: Evidentemente el autor se equivoca de fuentes, ya que Cartago Nova es el nombre latino, y los cartagineses es difícil que bautizaran su mayor enclave en Iberia en el idioma de sus enemigos. Su nombre cartaginés era Qart Hadasht de Iberia)
, es decir, «la Nueva Cartago» (porque, cosa curiosa, Cartago a su vez significa
Qarthadash,
«ciudad nueva»).
Corrían tiempos difíciles. Todo el mundo quería enriquecerse con los metales. Las minas de sierra Morena se fortificaban. A lo largo de las rutas de transporte del mineral, Guadalquivir abajo, se construían recintos fortificados y torres de vigilancia. Como antaño sus abuelos tartésicos, los caudillos ibéricos locales querían sacar tajada de la riqueza que brotaba de sus tierras o simplemente viajaba por ellas. A esto se añadía, seguramente, una cierta inestabilidad social. Los arqueólogos se topan con muchas señales de guerra. Por ejemplo, en Porcuna (Jaén), el magnífico mausoleo de un reyezuelo local fue destruido y el grupo escultórico que lo adornaba acabó hecho pedazos en el fondo de una zanja, donde durmió el sueño de los justos hasta su descubrimiento en 1975. Ahora constituye la joya del museo arqueológico de Jaén. Entre las figuras épicas que representan combates de guerreros o enfrentamientos con monstruos hay una, más civil, que retrata a un masturbador en plena acción.
Pasado un siglo, tras el ocaso de los griegos focenses y de los etruscos, las únicas superpotencias eran Cartago y Roma. En -348 acordaron repartirse el Mediterráneo. La península Ibérica quedó escindida en dos zonas de influencia: Roma se adueño del norte, y Cartago, de la región minera del sur, desde Cartagena. Como es natural, no se consultó a los indígenas.
Los cartagineses se propusieron ordenar y ordeñar la tierra que les había correspondido. A estas alturas, los recursos se iban diversificando, y España no sólo producía la plata de sierra Morena y Cartagena (y el cinabrio de Almadén, y el hierro del Moncayo). A la oferta metalífera del subsuelo, la Península añadía cuanto se criaba sobre la tierra: valiosos productos industriales (esparto y sal); una floreciente industria alimentaria (las salazones de atún, ese cerdo del mar, y las fábricas de
garum
) y hasta mercenarios celtíberos.
El
garum
merece epígrafe aparte.
Esta salsa española de fama internacional fue, durante siglos, imprescindible en las mesas más exigentes. Era una especie de pasta de anchoas, de consistencia casi líquida, que se elaboraba fermentando al sol, en grandes recipientes, hocicos, paladares, intestinos y gargantas de una serie de peces grandes: atún, murena, escombro y esturión (un pez que, por cierto, abundó en el Guadalquivir hasta el siglo pasado). El
garum
combinaba con todo y se añadía generosamente a platos de carne, pescado o de verdura, e incluso a la fruta, al vino o al agua. A la gente le gustaban los sabores contundentes, lo picante, lo agridulce. De hecho, la miel y las pasas aderezaban muchos platos de carne. Podemos imaginar que para el gusto moderno, el
garum
resultaría nauseabundo. El aliento de los que lo consumían apestaba. «Si recibes una tufarada de aliento pestilente —escribe el poeta Marcial—,
ecce, garum es
t.
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