Hijos de un rey godo (83 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: Hijos de un rey godo
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—Noble rey Sisenando, has alcanzado el poder gracias a que los magnates de este reino, y los francos, te han apoyado…

Un silencio tenso recorre la sala. Nadie se ha atrevido nunca a hablar así a un monarca reinante; pero aquel hombre, Isidoro, posee el prestigio y la fuerza moral suficiente como para enfrentarse a cualquier rey de los godos.

Isidoro prosigue, con voz fuerte:

—Las leyes que este mismo concilio ha dictado se deben cumplir.

Después, dirigiéndose al rey, le habla con una confianza impropia en un vasallo:

—¿ Qué será de ti si los mismos que ahora te han apoyado un día se rebelan contra ti? Respeta a tu predecesor y serás respetado por todos. Castígalo, pero no le quites la vida. ¡Que se conozca la munificencia y generosidad del rey Sisenando con los que lo han perseguido!

El rey se muestra inseguro y cavilante ante las palabras de Isidoro. La amenaza que el obispo le ha lanzado ha hecho mella en su ánimo —los mismos que le han coronado pueden un día volverse en contra de él—, pero el odio le domina.

Desde las filas de los clérigos, un hombre con hábito monacal, caminando muy despacio, un hombre ciego, se abre paso entre las gentes que abarrotan el concilio. Apoyándose en un bastón, se sitúa delante del presbiterio, muy cerca de Isidoro, más allá de los obispos y de los nobles. Alza el brazo, le falta la mano que ha sido amputada tiempo atrás.

—¿Me conocéis? Mi nombre es Liuva. Soy el legítimo sucesor del rey Recaredo al que muchos de vosotros servisteis con devoción. La tiranía de Witerico me cortó la mano y me dañó los ojos. Gracias a algunos de los que estáis aquí, aún sigo vivo. Adalberto, ¿dónde estás? ¿Búlgar…? —grita.

Nadie le contesta. Adalberto y Búlgar, del partido del rey depuesto, no asisten al concilio. La muchedumbre enmudece, compadecida de aquel que reinó y ahora es un desecho humano. Al no oír respuesta, prosigue en un tono dolorido:

—Decidme, ¿a qué conduce todo esto? ¿A qué tantas luchas, tantas guerras, tanto odio? ¿Conseguiréis algo ejecutando a Swinthila? Él es mi hermano y me traicionó. Me utilizó para robar lo más sagrado y después me abandonó a mi suerte.

Muchos recuerdan a Liuva, su juventud tronchada por el tirano. Repasan también los años terribles que siguieron cuando Witerico el usurpador fue rey y su gobierno despótico sembró el terror en el reino. Las palabras de Liuva y de Isidoro provocan una fuerte oleada de clemencia entre las gentes que asisten al concilio. Se escuchan voces que solicitan el perdón real.

Sisenando no está de acuerdo, pero no tiene más remedio que transigir; le interesa legitimar la usurpación del trono y señalarse, ante la Iglesia y el concilio, como un rey moderado, frente al gobierno tiránico que, supuestamente, Swinthila ha ejercido. Al fin logra dominar su odio y se levanta del sitial.

—¡Sea así! Sea Swinthila condenado al destierro con su familia. Nunca más pise la Corte de Toledo, y ninguno de sus descendientes, ni sus hijos, ni los hijos de sus hijos puedan acceder al trono de los godos. ¡Sea así!

—¡Sea así…!

Desde un rincón Swinthila mira, con agradecimiento, a Isidoro y, con asombro, a Liuva. ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí?

El concilio prosigue, discutiéndose en él asuntos de disciplina eclesiástica y también cuestiones políticas. Las esperanzas de Swinthila se han hundido pero, al menos, conserva la vida. Podrá volver a ver el sol, a sus hijos, las tierras onduladas de Hispania.

Al finalizar el concilio Swinthila y Ricimero regresan a la prisión, mientras se decide qué se hará con ellos.

Unos días más tarde, gracias a la influencia de Isidoro, el rey Sisenando no tendrá más remedio que liberarlos. Isidoro les comunica que se ha dictaminado que Ricimero y él deben recluirse en un convento, bajo la jurisdicción monacal. El lugar elegido es Agali, un monasterio que no está muy lejos de la corte. En un amanecer, cuando todos duermen en el alcázar real, Swinthila y su hijo salen de la prisión.

Isidoro los está esperando, les conduce junto a Liuva, el ciego. Desde el calabozo Liuva y Swinhila recorren las estancias del palacio de los reyes godos, el lugar donde ambos llegaron a reinar.

Liuva no puede ver las escuelas palatinas, el lugar de su desdicha, la palestra, las estancias reales… Pero tampoco esa visión lograría ya afectarle. Su alma está en paz.

Fuera, un hombre fuerte y siempre leal les espera, es Wallamir. Les han preparado varios caballos. Wallamir hace subir a Liuva detrás de él.

—Venid —les dice—, debéis acompañarme. El rey ha ordenado que os conduzcan a Agali. Allí os esperan.

Swinthila no pregunta quién les espera, se deja conducir por Wallamir y Liuva. Atraviesan los montes de Toledo, es invierno y la vegetación escasea. Algún conejo salta entre las retamas, libre. Ahora Swinthila también se siente libre, se ha liberado de la cárcel, pero también del afán de venganza, y de aquel deseo desmedido de poder que le consumía en todo momento, una profunda libertad le llena el alma. Recuerda la leyenda del águila. Dicen que las águilas al final de su vida deben arrancarse todas sus plumas y el pico. Estos crecerán de nuevo y el águila se renueva para vivir una nueva vida. Los días del cautiverio han domado al águila de Swinthila, que ahora sólo desea volar libre de odios y de rencor.

Alcanzan Agali, un convento de monjes venidos del África Tingitana bastantes años atrás, expulsados por las tropas vándalas. Un edificio de piedra, sostenido por contrafuertes, con pequeñas ventanas ojivales, la planta grande de tres naves, con cubierta de tejas. En el atrio del templo les espera su esposa Teodosinda, sus hijos pequeños. Teodosinda le abraza. Swinthila se sorprende porque nada ha disminuido el amor que ella siempre le ha guardado en su corazón. La hija de Sisebuto siempre le ha esperado. Ha confiado en Swinthila a pesar de las locuras del espíritu indómito de su esposo, siempre alejado de todo lo bueno. El derrocado monarca llora y ríe abrazando a sus hijos. Teodosinda estrecha fuertemente a Ricimero. Ha de pasar algún tiempo antes de que Swinthila se dé cuenta de que más atrás están dos jóvenes.

Se trata de Gádor, la nieta de Recaredo, y Ardabasto, el nieto de Hermenegildo.

Gádor dobla la rodilla ante Swinthila, y le pide la bendición para su matrimonio… ¿Qué puede hacer Swinthila sino aceptar?

Nícer está más atrás. El duque de Cantabria le ofrece a Swinthila ocultarse en las tierras del norte. El abad del convento de Agali, bajo cuya jurisdicción ahora está Swinthila, ha aceptado que la familia real se vaya lejos de la corte de Toledo, a las montañas cántabras, en un lugar ajeno a los odios y venganzas de los godos.

Swinthila accede, como atontado.

Entonces, Liuva lo conduce a la iglesia.

Allí, en el centro del altar, junto con los ornamentos preparados para el oficio divino, un objeto centellea bajo la luz que penetra por las ojivas. Es la copa sagrada.

—¿Tú…?

—Sí.

—Le hablé de la copa a tu esposa, ella la consiguió, gracias a Ricimero. Fue tu hijo quien la robó en Cesaraugusta, y me la confió. Nadie iba a sospechar del hijo del rey. Teodosinda te ama y sabía que la copa te estaba matando lentamente. Le expliqué su poder y ella decidió que debías desprenderte de ella.

El rostro de Swinthila palidece. Liuva no se da cuenta de lo que le ocurre, cree que ya nada le importa a aquel que es una piltrafa de sí mismo. Ambos avanzan hacia el altar.

En el atrio los jóvenes y Teodosinda reunidos y dichosos parecen haberse olvidado de las penas; contentos de haber recuperado a su padre, felices al estar de nuevo unidos.

Acompañando a Swinthila, Liuva y Wallamir están dentro del templo, Liuva al lado de Swinthila, muy cerca de la copa, Wallamir les observa mucho más atrás desde el dintel de la puerta. Al contemplar la copa, la rabia y la locura regresan a Swinthila. Reconsidera con rencor que ella, la buena y amante esposa, le ha traicionado y su propio hijo también; guiados de muy nobles intenciones, los dos le han quitado lo que Swinthila más ama en el mundo. Entonces el deseo, la pasión por la copa, la insania, la locura más feroz se despiertan de nuevo en su corazón.

La necesita.

Necesita beber de la copa una vez más, tan sólo una vez más. Si bebe de ella, recuperará su reino. Sabe que es peligroso cuando el cáliz de oro y el de ónice están unidos. Sólo el de corazón limpio puede beber de la copa, pero ahora que Swinthila se siente arrepentido, todo puede cambiar. Todo va a ser distinto. Junto al cáliz, preparada para la misa, hay una jarra pequeña transparente con vino. Swinthila vuelca el licor de uva en la copa sagrada. Aquel ruido alerta a Liuva en su ceguera, quien adivina lo que está ocurriendo con la copa y con su hermano. Cuando la copa se inclina hacia los labios del depuesto rey godo, en el mismo instante en el que la roza, Liuva se le adelanta y la retira:

—No debes hacerlo, morirás.

Para evitar que su hermano beba su contenido, preso de una gran determinación y venciendo las limitaciones de su ceguera, Liuva forcejea con Swinthila, le arranca la copa de las manos y bebe de ella. Inmediatamente cae al suelo como muerto. Ha querido salvarle, pero Swinthila no quiere ser salvado, lo único que desea es beber de la copa; agitado por una ciega pasión ingiere lo que resta de la copa, sólo queda ya un sorbo de vino. Lo bebe y pierde el sentido. En su semiinconsciencia, una gran debilidad lo invade, la piel se le va cubriendo de pústulas; como si la maldad que alberga su corazón saliera al exterior. Su esposa grita y cae de rodillas junto a él. No está muerto, el mal ha salido al exterior.

Liuva, al pasar un lapso corto de tiempo, se levanta. Se han desprendido de sus ojos las escamas que los han cubierto durante años.

Mira con ojos llenos de luz a todos los que lo rodean y llora.

Yo, la Providencia o la Fortuna, aquella a que los romanos llaman la Parca, sé muy bien que cada uno se labra su propio destino.

EPÍLOGO

El hombre de la mano cortada mira al frente, su expresión está llena de luz y es gozosa. Los verdes valles de Ongar descienden delante de él e inundan completamente su retina. Se recrea viendo cada rama, cada árbol, cada flor. El ganado paciendo a los lejos, el vuelo del águila imperial en los cielos claros. Puede ver las gotas del rocío sobre las hojas del manzano. Allá a lo lejos, en el fondo del valle una tormenta de verano moja la tierra, baña los valles, vivificándolos con su fino caer. Más en la distancia, las altas montañas de Vindión cubiertas de nieves perpetuas parecen rozar los cielos, y los rayos del sol rebrotan en las cumbres nevadas.

El valle está en paz y su corazón también. Detrás de él, en un altar, con trazos simples han sido esculpidos los signos del tetramorfos: el hombre alado, el león, el toro y el águila. Los signos que contienen la clave, la síntesis de las vidas de los hijos del rey godo. Swinthila fue un águila, que quizá voló demasiado alto, quemándose al llegar al sol. Recaredo, el toro, embistió de frente a la vida, conduciendo hacia delante su destino, uniendo los pueblos y las razas. Pereció víctima de su propia fuerza. Hermenegildo, el león, siguió los designios de la Providencia y alcanzó una corona imperecedera. Liuva, el hombre alado, me ha vencido a mí, al Destino, resurgiendo como el fénix de sus propias cenizas.

Sobre el ara del altar, una copa de oro y ónice reluce, protegida por los cantos de los monjes.

Ciudad Real, 13 de abril de 2009

Ficción y realidad

La historia de Hermenegildo, el príncipe rebelde, ha llegado hasta nosotros envuelta en el misterio. Los cronistas contemporáneos estaban divididos con respecto al hijo de Leovigildo. Por un lado, sus mismos compatriotas le consideraron únicamente un traidor que se levantó contra la autoridad legítimamente constituida, no le perdonaron que hubiese sido el causante de una terrible guerra civil. Sin embargo, el papa Gregorio Magno le alaba y le considera un mártir de la fe católica.

Su figura histórica plantea muchas dudas. La primera es el mismo hecho de que su padre autorizase su muerte. A lo largo de la historia muy pocos gobernantes han ordenado la ejecución de sus hijos. Leovigildo, aunque lo narrado en la novela pudiera hacerlo pensar así, no fue un rey sanguinario, sino un hábil político. Los mismos católicos a quien él persiguió no le denigran, sino que le consideran un monarca prudente y justo. Es extraño que hiciese matar a su propio hijo.

También resulta curioso que Hermenegildo, ya asociado al trono, y con muchas posibilidades de heredarlo, se rebelase contra su padre. La solución que se plantea en la novela —que Hermenegildo no es auténticamente hijo de Leovigildo— es una solución de ficción. No hay ningún dato para pensar que Hermenegildo no lo fue. Lo único que se intenta señalar es que en la vida de Hermenegildo hubo un enigma. Como enigmático es también el hecho de su ejecución en Tarragona, un lugar tan alejado de las tierras en las que él desarrolló su vida, hecho que hace pensar en una huida hacia las cortes francas. Entra dentro de lo históricamente posible que Brunequilda, madre de la princesa franca Ingunda, apoyase la rebelión de Hermenegildo y que él se dirigiese hacia la cabeza oculta de la rebelión en las Galias.

La figura de Brunequilda es una de las figuras más apasionantes de la Europa del siglo VI. Esta princesa nacida en Toledo controló los destinos de los reinos francos, y su rivalidad con Fredegunda marcó a la dinastía merovingia con asesinatos y muertes de todo tipo.

La inscripción, que se conserva en el museo arqueológico de Sevilla, acerca de san Hermenegildo constituye uno de los pocos restos alusivos a este príncipe y a la rebelión frente a su padre. Una interpretación de esta inscripción (Fernández Martínez, C. y Gómez Pallarés, J., 2001) parece señalar que se escribió en dos períodos distintos: el primero, en el reinado de Hermenegildo y, el segundo, después de su muerte. Sin embargo, a la luz de trabajos recientes, como el discurso de ingreso en la RAH de Luis García Moreno, no es descartable que pueda ser una falsificación moderna. De cualquier modo, la visión de esta antigua inscripción supuso para la autora una fuente de inspiración. Quizá fue allí, bajo aquella losa, donde se conservó un tiempo el cadáver de Hermenegildo. En la actualidad su cuerpo se ha perdido, pero la cabeza descansa, desde tiempos de Felipe II, en un relicario en el monasterio de El Escorial.

Recaredo fue un rey ponderado e inteligente que logró consolidar los éxitos de su padre. Durante su reinado hubo de hacer frente a múltiples conjuras. Murió en su lecho; no hay datos para pensar en una muerte violenta. Hubo negociaciones para casar a Recaredo con las princesas francas Rigunthis y Clodosinda, pero no consta que dichos enlaces llegaran a celebrarse. De hecho, en el año 589, en el concilio de Toledo, Recaredo aparece casado con la dama goda Baddo o Bado o Bada, supuesta hija del conde de las Languiciones. Las negociaciones para casarlo con Rigunthis se realizaron hacia el año 582 o 583 y las nuevas negociaciones matrimoniales de las que tenemos noticias son del año 587. Como su hijo mayor, Liuva II, nació hacia el año 581 o 582 (murió con alrededor de veinte años hacia el año 601); se piensa que pudo ser hijo natural. Así, el texto de la
Crónica
de san Isidoro, que se cita al inicio de la primera parte de la novela, el Águila, indica: «Liuva… hijo de madre innoble, pero ciertamente notable por la calidad de sus virtudes.» Para conocer mejor la época de Leovigildo, Hermenegildo y Recaredo resulta de sumo interés el libro de Santiago Castellanos:
Los godos y la Cruz
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