Hijos de un rey godo (82 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: Hijos de un rey godo
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—Ésas son las mismas palabras que nos leyó Dagoberto. —Hermenegildo quiso que la inscripción fuese como una señal para que su hijo llegase a encontrar lo que él más quería, la copa sagrada, la que conduciría a su hijo al bien y a la verdad —explica Román.

—Sí—reconoce Florentina—. En su huida hacia las tierras francas, Hermenegildo pasó por Astigis. Él había heredado de su madre la capacidad de la adivinación, el don de penetrar en el tiempo y en el espacio. Siempre se había sentido muy unido a ella, la sin nombre, y le dolía no haber podido cumplir el juramento proferido en su lecho de muerte. Poco tiempo antes de venir a mi convento, al mirar en el fondo de la copa de ónice se le había revelado que su hijo no había muerto, que había sobrevivido al naufragio; por eso, en Astigis, hizo que yo escribiese la carta que ahora posee Ardabasto. En ella, le pedía a Atanagildo que cumpliese la promesa y devolviese la copa al norte. Esa carta dirigida a Atanagildo le llegó a éste muchos años más tarde.

Román asiente a lo expuesto por Florentina y a su vez añade: —La inscripción se realizó al principio de la rebelión, cuando todo parecía ir bien a nuestro señor Hermenegildo, pero si os fijáis, la parte final de la inscripción difiere de la segunda parte. Se ha borrado lo que ponía anteriormente y lo sustituimos por
cibitatem Ispalensem ducti aione
, su sentido más profundo es éste: «traído a la ciudad de Hispalis para siempre». Éste es el lugar de su último descanso. Cuando Hermenegildo murió, yo recogí la copa. Él me había pedido que lo enterrase aquí junto a la copa, en Hispalis, donde había sido feliz, en la pequeña iglesia que él mismo mandó construir, y en la que había esta inscripción.

Román suspiró con tristeza al recordar el pasado:

—Recaredo nunca supo que era aquí donde se guardaba la copa de ónice. De hecho, él no quiso saber nada más de ella, le hacía sufrir demasiado. Pensó que había cumplido su misión, devolviendo al norte la copa de oro. Nunca preguntó por la copa de ónice. La copa de ónice siempre ha estado aquí, junto a Hermenegildo. Cuando le enterramos, la guardamos en la tumba, que cubrimos con una losa en la que estaba grabada la inscripción; sólo cambiamos el final de la misma, para avalar que Hermenegildo llegó a Hispalis,
ducti aione
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para siempre. Así, con esta inscripción y en este lugar oculto, nadie, sino los más íntimos, los que le amamos, podría deducir que aquí se hallaba enterrado el príncipe rebelde, nuestro amado Hermenegildo y, con él, la copa de la verdad y el bien.

Román se detiene emocionado. Todos callan un momento.

Después, Román saca del interior de la sacristía unas palas de hierro. Ayudado por Nícer y Ardabasto, introducen las palancas en el borde de la losa. Tras algún esfuerzo, descubren la tumba, una tumba en la pared con un crismón por único detalle decorativo y la inscripción latina.

Al abrirla no notan olor a podredumbre, sino un olor a tierra mojada mezclado con un perfume suave que ninguno de los presentes es capaz de distinguir. Un grito se escapa de la boca de Florentina al ver el cuerpo del que ella había amado; los demás guardan silencio conmovidos. Allí está Hermenegildo. Su rostro es pálido y sereno, como una estatua de cera. La herida larga y rojiza de su cuello indica la causa de la muerte. Su cuerpo no ha conocido la corrupción. Parece hallarse descansando. En sus manos, la copa de color rojo oscuro brilla reflejando la luz de las antorchas.

Florentina solloza y exclama:

—Aquí está la copa que tantos habéis buscado. Sólo el que es carne de su carne y sangre de su sangre puede tomarla.

Ardabasto, con esfuerzo, avanza y, guiado por una certera intuición, besa las manos, yertas y rígidas sobre la copa. Al roce de los labios del legado, Hermenegildo parece aflojarlas, como abriéndolas. Ardabasto se la arranca sin esfuerzo y retrocede algunos pasos hacia atrás. Nícer le acerca el cáliz de oro. Ardabasto une ambas copas, la de ónice encaja perfectamente en la de oro, y deposita ambas sobre el altar. Todos se arrodillan.

En la capilla sucede algo portentoso, una luz sobrenatural sale de la copa y lo envuelve todo. Ilumina el sepulcro, abierto tras del altar, con el cadáver incorrupto de Hermenegildo, el propio altar con la copa y, más allá, resplandece sobre los que han amado al que fuera rey de la Bética. Un silencio profundo y reverente invade la estancia. Todos permanecen de rodillas sintiendo que un prodigio acontece en sus corazones.

Entonces sucede algo de lo que nunca volverán a hablar. A todos les parece que Hermenegildo abre los ojos y se levanta de su lecho de piedra, interpelando a cada uno de los presentes. En ese momento sus espíritus se llenan de una paz profunda e inefable.

Para Florentina no hay palabras, sino que se siente envuelta por su mirada, una mirada que expresa un amor más allá de la muerte.

A Ardabasto le parece entender unas palabras que le dicen: «Has cumplido el destino de la copa, eres mi digno sucesor.»

Hermenegildo, atravesando la ceguera de Liuva, le confía: «Tu destino va unido al de Swinthila, deberás ayudarle y entonces retornará a ti la visión del cuerpo y la del alma. Te aguarda una larga vida.»

A Nícer, Hermenegildo le hace ver las tierras del norte, sus hijos defendiéndose de las luchas entre clanes; en ese momento percibe claramente: «Pronto llegará la paz y tú regresarás con los tuyos. Conducirás la copa al lugar que le corresponde; con ella vendrá la concordia a los pueblos del norte. Después, llegará un tiempo en el que todo se derrumbará, pero la salvación vendrá de las montañas cántabras, de los hijos de tus hijos.» Nícer no entiende las últimas palabras, que se graban para siempre en su interior; sin embargo, se alegra sabiendo que volverá con los suyos.

Román siente cómo Hermenegildo le agradece toda la fidelidad con la que le ha servido, colmándose de un consuelo y una alegría superiores a todo lo que él ha experimentado en los días de su vida.

La quietud se hace más densa; un silencio sagrado les envuelve.

Después, el cuerpo del príncipe se deshace ante sus ojos, y sólo queda del que había sido rey de los godos un poco de polvo, como de ceniza.

El Concilio IV de Toledo

Durante varios meses, Swinthila permanece junto a Ricimero en presidio, en los calabozos de la fortaleza regia de Toledo. No sabe nada de su esposa ni de sus otros hijos. Sin embargo, Gelia, su hermano, está libre y seguro; no sólo eso, Gelia no ha perdido su preeminencia entre los godos, ha sabido acoplarse a los tiempos; siempre mantuvo contactos con los rebeldes. Su traición al rey Swinthila le ha sido muy bien recompensada. Ahora que se ha salvado, Gelia no quiere acordarse del caído.

Swinthila puede ver desde el tragaluz de su prisión un retazo de cielo, casi siempre límpido, de la ciudad del Tajo. Esa visión de un fragmento de libertad le basta para considerar que la vida es hermosa, se siente apegado a ella. No quiere morir. Le obsesiona la idea de que pronto llegará el momento de la ejecución, cada día que pasa le parece un nuevo milagro. Escucha los ruidos de la ciudad y unas ansias nuevas de vivir, de obrar de una manera distinta a como lo ha hecho estos años, asoman en su corazón. ¿Adónde le ha llevado su afán de venganza? ¿Adónde le han conducido los deseos de poder?

A veces habla de todo esto con Ricimero, que le escucha con ojos grandes, claros, abiertos, que dejan traslucir su alma. Swinthila se desespera, pensando que aquellos ojos habían confiado en él. En este tiempo de cautividad le cuenta la historia de su padre Recaredo, de Hermenegildo, la historia de la copa de poder. Le habla de Liuva, el hombre de la mano cortada, a quien quemaron los ojos, y que quizás en su ceguera veía mucho más allá de lo que él nunca ha visto. En este tiempo de adversidad, el corazón de Swinthila se va transformando; en el infortunio, va naciendo un hombre nuevo.

Ricimero guarda silencio; por un lado, se da cuenta de que está ocurriendo lo que su madre quería, el cambio interior de aquel ser prepotente que había regido el destino de los godos. Sin embargo, por otro lado, Ricimero se siente también culpable. Él sustrajo la copa, la copa de poder ya no está con ellos y de ahí han venido todos los males. No se atreve a hablar de ello al rey.

Hasta la prisión llegan rumores, el nuevo rey Sisenando ha convocado un concilio para legitimar su acceso a la corona que es, a todas luces, abusivo y tiránico.

Las voces de los convocados al nuevo concilio rebasan los muros del alcázar de los godos, bajan a los patios y al fin descienden hasta los calabozos en donde mora el rey destronado. Ricimero y su padre escuchan las trompas y los tambores que entonan antiguas marchas guerreras. Se oyen gritos alegres en las calles, señalando la bienvenida a un noble o a un obispo que acude a tan magno acontecimiento. Desde mucho antes de la muerte del rey Recaredo, no ha tenido lugar en la ciudad del Tagus una reunión así.

El día en que comienza el concilio, la prisión se abre. El depuesto rey Swinthila ha sido convocado también a la magna asamblea, en donde se dictarán disposiciones y leyes, el órgano legislativo de los godos. El concilio es una reunión eclesiástica pero, en aquella ocasión, al mismo tiempo tendrá lugar un juicio sumarísimo contra la persona del rey destituido.

Encadenado, rodeado por los denuestos y maldiciones de la gente, atraviesa las calles de la ciudad hasta la iglesia de Santa Leocadia, donde tendrá lugar el proceso. Los ciudadanos se congregan en las calles lanzando piedras y basura contra el rey derrocado y contra su hijo, insultándoles ante la mirada complaciente de los soldados leales a Sisenando.

Los que le ultrajan son, tal vez, los mismos hombres que, no mucho tiempo atrás, le vitoreaban, cuando entraba triunfador al frente del ejército. Swinthila cavila para sí: «Yo conduje al reino a la cima de su poder, vencí a los bizantinos, a los cántabros y a los vascones. Todo ha sido olvidado, ahora sólo recuerdan que he sido un tirano. Soy un hombre caído que merece únicamente el insulto y la ignominia.»

Los conducen a un lugar apartado, a una nave lateral de la iglesia; desde allí puede observar bien la magna asamblea. Todos les miran, muchos con desprecio. Desde aquel lugar ínfimo, Swinthila observa atentamente a su rival, Sisenando. Ya no puede odiarle, le da igual todo. Después de tantos meses en la prisión, con una condena a muerte sobre su cabeza, Swinthila sólo desea una cosa, desea vivir.

El rey Sisenando, orgulloso y displicente, se sienta en un trono a la derecha del presbiterio. Es el elegido de Dios, por tanto se sienta a la diestra del altar.

Junto al altar izquierdo cuelga una hermosa corona votiva, la corona que el mismo rey Swinthila había ofrecido en los días felices de su reinado, la corona de oro y piedras preciosas de la que pende, en el centro, una cruz engastada en perlas. Colgadas en el aro de oro de la corona unas letras: SUINTHILA REX OFFERET,
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el rey Swinthila la ofrece. Parece un contrasentido, el rey Swinthila ha sido derrotado, pero la corona de la victoria sigue luciendo cerca de una lámpara votiva.

En el centro de la iglesia, los clérigos; detrás, los nobles. Las puertas se cierran para que sólo los convocados puedan asistir. Isidoro, obispo de Hispalis, preside la celebración y modera las intervenciones.

Se van leyendo los cánones y conclusiones. En el canon setenta y cinco se reafirma la dignidad regia; como una paradoja, el rey Sisenando penará a aquellos que se alcen contra la autoridad real. El mismo rey que se ha rebelado contra su predecesor dicta una ley que prohíbe lo mismo que él ha hecho. Después el canon sigue diciendo que el rey que incurriese en tiranía, en abuso de autoridad, puede ser depuesto. Con esas palabras se justifica la actuación del actual monarca, son palabras que atañen directamente al destronado rey Swinthila.

La atención de todos se vuelve hacia donde el monarca destituido espera su juicio, encadenado. Muchos nobles piden su cabeza, se oyen gritos de: «¡Muerte al tirano!»

Isidoro intercede, su voz clara y potente se deja oír en todo el templo:

—El reino godo se ha convertido en el hazmerreír de Occidente. Un rey derroca a otro, derramando su sangre y éste al siguiente. Los francos se burlan del
morbus gothorum
, la enfermedad que nos hace matar a nuestros reyes —grita Isidoro con energía—. ¡Basta ya de sangre! ¡Basta ya…!

Un noble de menor alcurnia se levanta entre los asistentes:

—El rey Swinthila confiscó mis tierras sin motivo justo, necesitaba caudales para sus guerras. Estoy arruinado…

Después, otro y otro:

—Me condenó al destierro injustamente.

—Mis hijos murieron en sus guerras.

—Me quitaron los caballos y los ganados…

Un hombre alto se levanta; es Gelia, en la desgracia se une a los vencedores y ataca al caído:

—Mi nombre es Gelia, desciendo de Leovigildo, soy hijo del gran rey Recaredo. Este tirano inicuo…

—¿Dónde están mi esposa y mis hijos? —le grita Swinthila desesperado.

—A salvo… en un convento donde no intriguen más.

Después, Gelia continúa acusando a su hermano, con lo que él mismo procura exculparse y, como colofón, dirigiéndose al público que abarrota la sala del concilio, denuncia:

—Él mató por un medio pérfido al rey Sisebuto y favoreció la muerte de su hijo… Yo le apoyé, pero él determinó que mi familia fuera desplazada de la corte para quedarse él sólo con el poder…

Es entonces cuando un hombre fuerte, de cabello cano, se levanta entre el público; un guerrero de gran prestigio entre los godos y muy valiente, un noble de rancia estirpe, acérrimo defensor de la casa baltinga. Su nombre es Wallamir.

—Te equivocas, Gelia, al acusar a tu hermano y no defenderle; siempre has estado al sol que más calienta. Tu padre Recaredo fue un rey íntegro y cabal que buscó siempre hacer la justicia. Este concilio tiene lugar gracias a él. Los godos nos hemos dado unas leyes que respetamos y Recaredo fue valedor de esas leyes. Debemos, por su memoria, respetar a su hijo Swinthila. No podemos poner nuestras manos sobre el hijo de Recaredo, el que un día fue ungido.

Se hace un silencio en la reunión. Entonces se levanta el rey Sisenando. El odio mana por su boca:

—Este hombre, Swinthila, ha sido un tirano, hay pruebas más que suficientes para condenarle a muerte… Debe morir.

Se escuchan voces coreando las palabras del rey. Isidoro se levanta de nuevo, colocándose en medio del templo.

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