—Yo… Yo también la he buscado… Como la buscó Clodoveo, como la buscó Childeberto y mi padre Clotario; como todos los reyes merovingios lo hicieron… Jamás hubiera supuesto que estuviese en un lugar perdido de la cordillera cantábrica…
Liuva y Nícer observan perplejos la extraña risa del rey; éste prosigue con unas frases que les intrigan aún más.
—Siempre pensamos que la copa guardaba relación con el príncipe Hermenegildo…
El rey se levanta otra vez del trono, muy nervioso, y comienza a moverse de un lado a otro por el estrado, mirando a los dos extranjeros. Sin transición alguna, Dagoberto comienza a relatar una antigua historia que aparentemente nada tiene que ver con la copa.
—Durante casi cuarenta años los reinos de Neustria, de donde procedía mi padre, y el reino de Austrasia, que regía la reina Brunequilda, se enfrentaron en una guerra salvaje. El origen de todo ello fue la rivalidad enfermiza entre Fredegunda, reina de Neustria, y Brunequilda, reina de Austrasia. Las dos tejieron los destinos de Europa, enfrentándose entre sí con un odio irracional. Fredegunda había causado la muerte de la hermana y del esposo de Brunequilda. A su vez, ésta había ordenado el asesinato de Chilperico, esposo de Fredegunda. Al final de sus días, la reina Brunequilda fue ajusticiada y atormentada por lasciva y asesina de su propia familia. Mi padre Clotario, nieto de Fredegunda, quedó como único rey de los francos. Él pensó que había vencido. Sin embargo, cada vez me doy más cuenta de que el derrotado fue él.
Dagoberto se detiene un momento y exclama:
—Ahora pienso de modo muy distinto de la reina Brunequilda.
Nícer mira a Liuva, quien está tenso, completamente perdido en sus reflexiones. Dagoberto prosigue hablando de la reina de Austrasia.
—Brunequilda buscó siempre la unidad de la estirpe merovingia, fortaleciendo la autoridad de la casa real frente a los desmanes de los nobles; por eso, ellos la odiaban y no pararon hasta conseguir su muerte. Sí. Los nobles de Austrasia se valieron de mi padre, el rey de Neustria, Clotario, para deshacerse de su reina. Después le utilizaron para sus fines y, ahora; yo soy prisionero de ellos. Me imponen su candidato como Mayordomo de Palacio, y el que realmente gobierna el reino es él. Soy un prisionero de mis nobles. He conseguido resistir, pero no podré hacerlo siempre; por eso he buscado esa copa. Ahora, vosotros, extranjeros, afirmáis que la copa la posee mi rival Swinthila y que antes había estado en manos de los cántabros…
—Mi padre, el rey Recaredo, la poseyó y la guardó en el norte de Hispania… —repite Liuva.
Los ojillos inteligentes y astutos del rey Dagoberto brillan de nuevo mientras examina detenidamente a Liuva, quien, a pesar de su falta de visión, nota en aquel momento la mirada del rey, detenida en él.
—Brunequilda odió a vuestro padre, le consideró causante de la muerte de su hija Ingunda y de la ejecución inicua de su esposo Hermenegildo. Sí, ella era muy ambiciosa. Lideró en las sombras la rebelión de Hermenegildo, le ayudó con dinero y con tropas. Una mujer audaz y muy inteligente que pensó que podría controlar los dos lados de los Pirineos si su hija o su nieto llegaban al trono. Buscó también la copa de poder. Pero la guerra civil goda fue un fracaso para Hermenegildo, quien fue ejecutado; Ingunda también murió. Así que, cuando Recaredo se proclamó rey, la reina Brunequilda intentó de nuevo vencerle por la fuerza de las armas y, al no poder conseguirlo, intentó ganárselo a través de un matrimonio con otra de sus hijas, pero él contrajo matrimonio con una plebeya. Aquello ofendió mortalmente a la reina franca, por lo que decidió matarlo. Pasó años tramando su venganza, nunca se detenía… Una venganza que era muy sencilla: situar a Atanagildo, su nieto, en el trono de Toledo eliminando al rey Recaredo. Quería dominar la corte hispana como dominaba los destinos de los francos. Ahora ella está muerta; los nobles de Austrasia la mataron. Sí. Brunequilda fue la causante de vuestros sufrimientos y la decadencia de vuestra familia.
Liuva se sobresalta, de pronto intuye que la conjura de la que había hablado su madre en la carta podía haberse originado en la corte de los francos. Había sido Brunequilda la que había organizado la muerte de Recaredo, la que había movido los hilos para que a él mismo lo destronasen.
—No le valió de mucho —prosiguió Dagoberto—; no bien hubo conseguido la muerte de vuestro padre, fue traicionada. El propio Atanagildo, nunca se supo muy bien por qué, no quiso continuar con los planes de venganza de su abuela, regresando a Bizancio, donde murió. Witerico, que había jurado lealtad a Brunequilda y conseguir el reino para Atanagildo, tardó poco en apropiarse de él.
Liuva interroga al rey, buscando una respuesta precisa, una respuesta que explicará el misterio que rodeó a la muerte de Recaredo.
—¿Fue Brunequilda la causante de la muerte de mi padre?
—Digamos que colocó las piezas del juego adecuadamente, de modo que el trono godo retornase a su familia. ¡No consiguió nada…!
Liuva baja la cabeza angustiado; mientras que el rey, alzando el tono de voz, repite:
—¡No consiguió nada! Dicen que le faltaba la copa, una copa que Recaredo poseyó… Siempre pensamos que Hermenegildo poseía la clave del paradero de la copa.
—¿Por qué Hermenegildo? —inquiere Nícer muy interesado.
—Cuando mi padre destronó a Brunequilda y fue ajusticiada como sus crímenes le hacían merecer, mi padre, Clotario, encontró una carta que los espías de la reina habían interceptado en la corte de Bizancio. La carta era una misiva que Hermenegildo había enviado al emperador Mauricio como presentación para su hijo y su esposa, cuando éstos huyeron hacia Constantinopla.
El rey Dagoberto se dirigió a uno de los criados de palacio y le dijo:
—¡Traedme el cofre que custodia el conde de los Notarios! Él sabrá bien cuál es.
El criado sale de la estancia, se demora escasos minutos, después entra con un cofre, se arrodilla delante del rey y lo abre. El rey rebusca en su interior.
—Aquí está, os la leeré, está escrita con extrañas palabras que ocultan algo; quizá vosotros podáis ayudarme a esclarecer lo que hay detrás. La carta dice así:
In nomine Domini anno feliciter secundo regni Domni nostri Erminigildi regis quem persequitur genetor sus Domiinus Liuuigildus rex in cibitate Ispalensem.
Domino meo, Mauritio Imperatori:
In manibus vestris meam uxorem et meum filium Atanagildum colloco, confido ut earum fidem et praesidium acciperant. Meo filio rogo ut bonum veritatemque, quae in fati cálice refluunt, quaerat. Inpostremae requietis loco illum quaerat.
ERMENEGILDI, REX
[30]
El rey aprieta el pergamino, como queriendo extraer de él su contenido.
—Mi padre leyó muchas veces esta carta; la entregamos a los eruditos de la corte. Se inicia con un encabezamiento del lugar en que fue escrita; en la ciudad de Hispalis, en el segundo año del reinado de Hermenegildo, cuando su padre lo persigue, al inicio de la guerra civil. Después continúa un mensaje muy simple y muy breve:
A mi Señor, el emperador Mauricio:
Pongo en vuestras manos a mi esposa y a mi hijo Atanagildo, confío que de ellas obtengan protección y amparo. A mi hijo le ruego que busque el bien y la verdad que rebosan en la copa del destino. Que la busque en el lugar de mi último descanso.
HERMENEGILDO, REY
Nícer se turba ante aquella carta. Le gustaría decirle algo a Liuva, algo que ha entendido al momento, algo que no desea que Dagoberto sepa; pero Liuva, ciego y ensimismado, no se percata de la actitud de Nícer. El rey, sin tampoco captar la causa de la inquietud de Nícer, prosigue hablando.
—Hay algo extraño en la carta. Pensábamos que en ella estaba la clave del misterio del cáliz de poder. Cuando la carta alude a la copa podría parecer que se trata de una expresión metafórica, pero quizá podría ser que se refiera a un objeto real. Durante mucho tiempo pensamos que Hermenegildo quería que esa copa llegase a manos de su hijo y por eso había escrito la carta. Me pregunto ¿qué quería decir con «el lugar de mi último descanso»?
Nícer calla, no desea comunicar al rey lo que ha descubierto. Sin embargo, Liuva habla:
—Al parecer, la madre de Hermenegildo y Recaredo les indicó que devolvieran la copa al norte, que no podrían descansar hasta que lo hiciesen… El descanso de Hermenegildo quizá sea el santuario de Ongar.
Dagoberto sube de nuevo al estrado, se sitúa en el trono, apoyando la cabeza en una mano, como descansando, y entonces les dice: —Si la copa ha estado en el lugar que decís en las montañas, esta carta no tiene mucho valor ya. Realmente, yo no creo que Hermenegildo tuviese la copa de poder, si la hubiese tenido no habría sido tan fácilmente derrotado…
El rey, malhumorado, arroja la carta al suelo: —Esta carta no significa nada…
Rápidamente, sin dudar, Nícer la recoge. Dagoberto, harto de aquel misterio que no ha podido aclarar, se dirige al cántabro:
—Sí. Podéis quedárosla, de poco me ha servido, no la necesito para nada… Durante tantos años, desde la corte de los francos la buscamos en un lugar y en otro. Finalmente, la copa estaba en el país de los cántabros y ahora la posee su rey, Swinthila, él llegó antes. Veo que estáis interesados en lo que os cuento.
—Sí —contestan los dos a la par.
—Os ayudaré a regresar a vuestra tierra. Os ruego que busquéis la copa y la traigáis al reino de los francos; si lo hacéis así, os recompensaré generosamente. Si no lo hacéis, encontraréis mi venganza.
El rey da la audiencia por finalizada. Encarga al chambelán de la corte que les proporcione monturas, algún dinero y una escolta para regresar a las tierras hispanas.
Liuva sale de la sala del trono de los reyes francos cariacontecido. Piensa que no han conseguido nada, que sólo han perdido tiempo alejándose de su destino final. Ha logrado tener más luz sobre el fin de su padre y sobre el final de su propio reinado, pero ¿para qué le sirve ahora eso? Debe recuperar la copa; sin embargo, ha caminado en sentido contrario a ella. Swinthila y el cáliz de oro se hallan en Hispania, a miles de leguas de allí. Nícer, en cambio, muestra una expresión tranquila, como si nada hubiese ocurrido. Guarda cuidadosamente la carta de Hermenegildo.
Un criado los acompaña a unas estancias en la fortaleza, interesándose en la fecha en la que desean partir; sus órdenes son acompañarles con una escolta. Fijan la salida para el día siguiente de madrugada. Les introduce en un amplio aposento; encima del lecho hay ropas para el viaje para ambos, una buena espada para Nícer y una bolsa llena de sueldos de oro.
Después se quedan solos.
Liuva se sienta en el lecho, en medio de la estancia, inclinando la cabeza con ademán de desasosiego. Nícer le observa preocupado, pero pronto esboza una sonrisa.
—Querido Liuva… ¿Qué te ocurre?
—Todo lo que hemos hecho no ha servido para nada. Han pasado más de dos años y estamos peor que cuando comenzamos.
—Yo no lo creo así…
—¿No?
—Es verdad que Swinthila se ha escapado con la copa de oro; pero Dagoberto nos ha dado una luz muy clara sobre la copa de ónice. Dagoberto no sabe que la copa tiene dos partes, ha acertado al decir que la copa de poder nunca la ha tenido Hermenegildo. Éste poseyó únicamente la de ónice… La carta tiene la clave del paradero de la copa de ónice. Estoy completamente seguro.
Liuva se yergue con prontitud al oír aquellas palabras.
—¿Tú crees?
—Tengo la seguridad…
—¡Léela…!
Nícer le lanza una mirada sardónica, antes de responder:
—No sé leer.
—¡No es posible…!
—No, no sé, sólo he sido educado para manejar la espada…
—¿Entonces…?
—Mira, Liuva, no sé leer pero tengo buena memoria para lo que se habla. He fijado la carta en mi mente. En ese texto hay dos cosas, un encabezamiento, al que el rey no ha dado importancia, y unas palabras dirigidas a su hijo en las que le dice que la copa está en el lugar de su descanso. De todo, lo que más me llama la atención es el encabezamiento: que se hable del segundo año del reinado de Hermenegildo, cuando realmente la carta debió de ser escrita al final de la guerra civil, es decir, cinco años más tarde. Por otro lado, el encabezamiento está escrito en un lenguaje distinto al resto de la carta, y señala que Hermenegildo fue feliz en Hispalis. Estoy seguro de que la copa de ónice está en el sur, en la ciudad de Hispalis.
—Mal me lo pones… Eso está muy lejos…
—Por lo menos sabemos dónde dirigir nuestros pasos y poseemos la clave del lugar en el que pueda estar la copa de oro. Los que conocieron a Hermenegildo y le amaron en la ciudad de Hispalis sabrán algo más y entenderán lo que está oculto en la carta. Sí. Debemos ir allí, a la Bética y mostrarles la carta.
—¿Qué propones? —pregunta con un cierto temor Liuva.
—Regresar al sur; conseguir la copa en Toledo de Swinthila y después encaminarnos a Hispalis, donde debe de estar la copa de ónice.
Liuva da muestras de desesperación mientras se queja:
—¡Algo imposible…! Yo no soy capaz de seguir…
Nícer le anima:
—¡Has llegado hasta aquí! Yo creo en la Providencia, o en el Destino. Creo que algo guía nuestros pasos… En los últimos meses has cambiado mucho, no pareces ya aquel hombre débil e indeciso que salió de las montañas cántabras. Me has salvado la vida, organizaste la huida de la fortaleza de Gundebaldo… ¿No te encuentras mejor?
Liuva percibe que en las palabras de Nícer hay una luz, una esperanza. Es verdad que ya no desea morir, como antaño, sino conseguir su misión; y, ya con más serenidad, le responde:
—Sí. Lo estoy… Desde niño parecía que la vida me llevaba por donde no quería, que algo me arrastraba en una dirección fija. Ahora soy yo el que busco la copa, como si al fin fuese dueño de mis propias acciones. Parece como si todo tuviese un sentido, por eso las palabras de Dagoberto fueron como un mazazo, como un poner término a la misión que me había sido encomendada y para la que vivía.
—No. No es así. Dagoberto nos ha puesto en el buen camino.
Ambos se animan, después de tanto tiempo ven alguna luz; alguna remota posibilidad de conseguir lo que tanto han buscado. Sin embargo, Liuva advierte:
—Hay un problema más.
—¿Cuál…?
—La escolta. En realidad, pienso que son espías que Dagoberto envía hacia el sur con el fin de arrebatarnos la copa en cuanto la consigamos. Es muy raro que nos haya dado una carta tan comprometedora…