Hija de la fortuna (34 page)

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Authors: Isabel Allende

Tags: #Drama

BOOK: Hija de la fortuna
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Eliza salió de la pelea del oso sin dinero y con hambre, no había comido desde el día anterior y decidió que nunca más apostaría sus ahorros con el estómago vacío. Cuando ya no tuvo nada que vender, pasó un par de días sin saber cómo sobrevivir, hasta que salió en busca de trabajo y descubrió que ganarse la vida era más fácil de lo sospechado, en todo caso preferible a la tarea de conseguir a otro que pagara las cuentas. Sin un hombre que la proteja y la mantenga, una mujer está perdida, le había machacado Miss Rose, pero descubrió que no siempre era así. En su papel de Elías Andieta conseguía trabajos que también podría hacer en ropa de mujer. Emplearse de peón o de vaquero era imposible, no sabía usar una herramienta o un lazo y las fuerzas no le alcanzaban para levantar una pala o voltear a un novillo, pero había otras ocupaciones a su alcance. Ese día recurrió a la pluma, tal como tantas veces había hecho antes. La idea de escribir cartas fue un buen consejo de su amigo, el cartero. Si no podía hacerlo en una taberna, tendía su manta de Castilla al centro de una plaza, instalaba encima tintero y papel, luego pregonaba su oficio a voz en cuello. Muchos mineros escasamente podían leer de corrido o firmar sus nombres, no habían escrito una carta en sus vidas, pero todos esperaban el correo con una vehemencia conmovedora, era el único contacto con las familias lejanas. Los vapores del
Pacific Mail
llegaban a San Francisco cada dos semanas con los sacos de la correspondencia y tan pronto se perfilaban en el horizonte, la gente corría a ponerse en fila ante la oficina del correo. Los empleados demoraban diez o doce horas en sortear el contenido de los sacos, pero a nadie le importaba esperar el día entero. Desde allí hasta las minas la correspondencia demoraba varias semanas más. Eliza ofrecía sus servicios en inglés y español, leía las cartas y las contestaba. Si al cliente apenas se le ocurrían dos frases lacónicas expresando que aún estaba vivo y saludos para los suyos, ella lo interrogaba con paciencia y añadía un cuento más florido hasta llenar por lo menos una página. Cobraba dos dólares por carta, sin fijarse en el largo, pero si le incorporaba frases sentimentales que al hombre jamás se le habrían ocurrido, solía recibir una buena propina. Algunos le traían cartas para que se las leyera y también las decoraba un poco, así el desdichado recibía el consuelo de unas palabras de cariño. Las mujeres, cansadas de esperar al otro lado del continente, solían escribir sólo quejas, reproches o un sartal de consejos cristianos, sin acordarse que sus hombres estaban enfermos de soledad. Un lunes triste llegó un
sheriff
a buscarla para que escribiera las últimas palabras de un preso condenado a muerte, un joven de Wisconsin acusado esa misma mañana de robar un caballo. Imperturbable, a pesar de sus diecinueve años recién cumplidos, dictó a Eliza: «Querida Mamá, espero que se encuentre bien cuando reciba esta noticia y le diga a Bob y a James que me van a ahorcar hoy. Saludos, Theodore.» Eliza trató de suavizar un poco el mensaje, para ahorrar un síncope a la desdichada madre, pero el
sheriff
dijo que no había tiempo para zalamerías. Minutos después varios honestos ciudadanos condujeron al reo al centro del pueblo, lo sentaron en un caballo con una cuerda al cuello, pasaron el otro extremo por la rama de un roble, luego dieron un golpe en las ancas al animal y Theodore quedó colgando sin más ceremonias. No era el primero que veía Eliza. Al menos ese castigo era rápido, pero si el acusado era de otra raza solía ser azotado antes de la ejecución y aunque ella se iba lejos, los gritos del condenado y la zalagarda de los espectadores la perseguían durante semanas.

Ese día se disponía a preguntar en la taberna si podía instalar su negocio de escribiente, cuando un alboroto llamó su atención. Justo cuando salía el público de la pelea del oso, por la única calle del pueblo entraban unos vagones tirados por mulas y precedidos por un chiquillo indio tocando un tambor. No eran vehículos comunes, las lonas estaban pintarrajeadas, de los techos colgaban flecos, pompones y lámparas chinas, las mulas iban decoradas como bestias de circo y acompañadas por una sonajera imposible de cencerros de cobre. Sentada al pescante del primer carruaje iba una mujerona de senos hiperbólicos, con ropa de hombre y una pipa de bucanero entre los dientes. El segundo vagón lo conducía un tipo enorme cubierto con unas pieles raídas de lobo, la cabeza afeitada, argollas en las orejas y armado como para ir a la guerra. Cada vagón llevaba otro a remolque, donde viajaba el resto de la comparsa, cuatro jóvenes ataviadas de ajados terciopelos y mustios brocados, tirando besos a la asombrada concurrencia. El estupor duró sólo un instante, tan pronto reconocieron los carromatos, una salva de gritos y tiros al aire animó la tarde. Hasta entonces las palomas mancilladas habían reinado sin competencia femenina, pero la situación cambió cuando en los nuevos pueblos se instalaron las primeras familias y los predicadores, que sacudían las conciencias con amenazas de condenación eterna. A falta de templos, organizaban servicios religiosos en los mismos
saloons
donde florecían los vicios. Se suspendía por una hora la venta de licor, se guardaban las barajas y se daban vuelta los cuadros lascivos, mientras los hombres recibían las amonestaciones del pastor por sus herejías y desenfrenos. Asomadas al balcón del segundo piso, las pindongas resistían filosóficamente el chapuzón, con el consuelo de que una hora más tarde todo volvería a su cauce normal. Mientras el negocio no decayera, poco importaba si quienes les pagaban por fornicar, luego las culparan por recibir la paga, como si el vicio no fuera de ellos, sino de quienes los tentaban. Así se establecía una clara frontera entre las mujeres decentes y las de vida airada. Cansadas de sobornar a las autoridades y soportar humillaciones, algunas partían con sus baúles a otra parte, donde tarde o temprano el ciclo se repetía. La idea de un servicio itinerante ofrecía la ventaja de eludir el asedio de las esposas y los religiosos, además se extendía el horizonte a las zonas más remotas, donde se cobraba el doble. El negocio prosperaba en buen clima, pero ya estaban a las puertas del invierno, pronto caería nieve y los caminos serían intransitables; ése era uno de los últimos viajes de la caravana.

Los vagones recorrieron la calle y se detuvieron a la salida del pueblo, seguidos por una procesión de hombres envalentonados por el alcohol y la pelea del oso. Hacia allá se dirigió también Eliza para ver de cerca la novedad. Comprendió que le faltarían clientes para su oficio epistolar, necesitaba encontrar otra forma de ganarse la cena. Aprovechando que el cielo estaba despejado, varios voluntarios se ofrecieron para desenganchar las mulas y ayudar a bajar un aporreado piano, que instalaron sobre la yerba bajo las órdenes de la madama, a quien todos conocían por el nombre primoroso de Joe Rompehuesos. En un dos por tres despejaron un pedazo de terreno, colocaron mesas y aparecieron por encantamiento botellas de ron y pilas de tarjetas postales de mujeres en cueros. También dos cajones con libros en ediciones vulgares, que fueron anunciadas como
romances de alcoba con las escenas más calientes de Francia
. Se vendían a diez dólares, un precio de ganga, porque con ellas podían excitarse cuantas veces quisieran y además prestarlas a los amigos, eran mucho más rentables que una mujer de verdad, explicaba la Rompehuesos y para probarlo leyó un párrafo que el público escuchó en sepulcral silencio, como si se tratara de una revelación profética. Un coro de risotadas y chistes acogió el final de la lectura y en pocos minutos no quedó un solo libro en las cajas. Entretanto había caído la noche y debieron alumbrar la fiesta con antorchas. La madama anunció el precio exorbitante de las botellas de ron, pero bailar con las chicas costaba la cuarta parte. ¿Hay alguien que sepa tocar el condenado piano? preguntó. Entonces Eliza, a quien le crujían las tripas, avanzó sin pensarlo dos veces y se sentó frente al desafinado instrumento, invocando a Miss Rose. No había tocado en diez meses y no tenía buen oído, pero el entrenamiento de años con la varilla metálica en la espalda y los palmotazos del profesor belga acudieron en su ayuda. Atacó una de las canciones pícaras que Miss Rose y su hermano, el capitán, solían cantar a dúo en los tiempos inocentes de las tertulias musicales, antes que el destino diera un coletazo y su mundo quedara vuelto al revés. Asombrada, comprobó cuán bien recibida era su torpe ejecución. En menos de dos minutos surgió un rústico violín para acompañarla, se animó el baile y los hombres se arrebataban a las cuatro mujeres para dar carreras y trotes en la improvisada pista. El ogro de las pieles quitó el sombrero a Eliza y lo puso sobre el piano con un gesto tan resuelto, que nadie se atrevió a ignorarlo y pronto fue llenándose de propinas.

Uno de los vagones se usaba para todo servicio y dormitorio de la madama y su hijo adoptivo, el niño del tambor, en otro viajaban hacinadas las demás mujeres y los dos remolque estaban convertidos en alcobas. Cada uno, forrado con pañuelos multicolores, contenía un catre de cuatro pilares y baldaquín con colgajo de mosquitero, un espejo de marco dorado, juego de lavatorio y palangana de loza, alfombras persas desteñidas y algo apolilladas, pero aún vistosas, y palmatorias con velones para alumbrarse. Esta decoración teatral animaba a los parroquianos, disimulaba el polvo de los caminos y el estropicio del uso. Mientras dos de las mujeres bailaban al son de la música, las otras conducían a toda prisa su negocio en los carromatos. La madama, con dedos de hada para los naipes, no descuidaba las mesas de juego ni su obligación de cobrar los servicios de sus palomas por adelantado, vender ron y animar la parranda, siempre con la pipa entre los dientes. Eliza tocó las canciones que sabía de memoria y cuando se le agotaba el repertorio empezaba otra vez por la primera, sin que nadie notara la repetición, hasta que se le nubló la vista de fatiga. Al verla flaquear, el coloso anunció una pausa, recogió el dinero del sombrero y se lo metió a la pianista en los bolsillos, luego la tomó de un brazo y la llevó prácticamente en vilo al primer vagón, donde le puso un vaso de ron en la mano. Ella lo rechazó con un gesto desmayado, beberlo en ayunas equivalía a un garrotazo en plena nuca; entonces él escarbó en el desorden de cajas y tiestos y produjo un pan y unos trozos de cebolla, que ella atacó temblando de anticipación. Cuando los hubo devorado levantó la vista y se encontró ante el tipo de las pieles observándola desde su tremenda altura. Lo iluminaba una sonrisa inocente con los dientes más blancos y parejos de este mundo.

—Tienes cara de mujer —le dijo y ella dio un respingo.

—Me llamo Elías Andieta —replicó, llevándose la mano a la pistola, como si estuviera dispuesta a defender su nombre de macho a tiros.

—Yo soy Babalú, el Malo.

—¿Hay un Babalú bueno?

—Había.

—¿Qué le pasó?

—Se encontró conmigo. ¿De dónde eres, niño?

—De Chile. Ando buscando a mi hermano. ¿No ha oído mentar a Joaquín Andieta?

—No he oído de nadie. Pero si tu hermano tiene los cojones bien puestos, tarde o temprano vendrá a visitarnos. Todo el mundo conoce a las chicas de Joe Rompehuesos.

NEGOCIOS

E
l capitán John Sommers ancló el
Fortuna
en la bahía de San Francisco, a suficiente distancia de la orilla como para que ningún valiente tuviera la audacia de lanzarse al agua y nadar hasta la costa. Había advertido a la tripulación que el agua fría y las corrientes despachaban en menos de veinte minutos, en caso que no lo hicieran los tiburones. Era su segundo viaje con el hielo y se sentía más seguro. Antes de entrar por el estrecho canal del Golden Gate hizo abrir varios toneles de ron, los repartió generosamente entre los marineros y cuando estuvieron ebrios, desenfundó un par de pistolones y los obligó a colocarse boca abajo en el suelo. El segundo de a bordo los encadenó con cepos en los pies, ante el desconcierto de los pasajeros embarcados en Valparaíso, que observaban la escena en la primera cubierta sin saber qué diablos ocurría. Entretanto desde el muelle los hermanos Rodríguez de Santa Cruz habían enviado una flotilla de botes para conducir a tierra a los pasajeros y la preciosa carga del vapor. La tripulación sería liberada para maniobrar el zarpe del barco en el momento del regreso, después de recibir más licor y un bono en monedas auténticas de oro y plata, por el doble de sus salarios. Eso no compensaba el hecho de que no podrían perderse tierra adentro en busca de las minas, como casi todos planeaban, pero al menos servía de consuelo. El mismo método había empleado en el primer viaje, con excelentes resultados; se jactaba de tener uno de los pocos barcos mercantes que no había sido abandonado en la demencia del oro. Nadie se atrevía a desafiar a ese pirata inglés, hijo de la puta madre y de Francis Drake, como lo llamaban, porque no les cabía duda alguna que era capaz de descargar sus trabucos en el pecho de cualquiera que se alzara.

En los muelles de San Francisco se apilaron los productos enviados por Paulina desde Valparaíso: huevos y quesos frescos, verduras y frutas del verano chileno, mantequilla, sidra, pescados y mariscos, embutidos de la mejor calidad, carne de vacuno y toda suerte de aves rellenas y condimentadas listas para cocinar. Paulina había encargado a las monjas pasteles coloniales de dulce de leche y tortas de milhojas, así como los guisos más populares de la cocina criolla, que viajaron congelados en las cámaras de nieve azul. El primer envío fue arrebatado en menos de tres días con una utilidad tan asombrosa, que los hermanos descuidaron sus otros negocios para concentrarse en el prodigio del hielo. Los trozos de témpano se derretían lentamente durante la navegación, pero quedaba mucho y a la vuelta el capitán pensaba venderlo a precio de usurero en Panamá. Fue imposible mantener callado el éxito apabullante del primer viaje y la noticia de que había unos chilenos navegando con pedazos de un glaciar a bordo corrió como pólvora. Pronto se formaron sociedades para hacer lo mismo con icebergs de Alaska, pero resultó imposible conseguir tripulantes y productos frescos capaces de competir con los de Chile y Paulina pudo continuar su intenso negocio sin rivales, mientras conseguía un segundo vapor para ampliar la empresa.

También las cajas de libros eróticos del capitán Sommers se vendieron en un abrir y cerrar de ojos, pero bajo un manto de discreción y sin pasar por las manos de los hermanos Rodríguez de Santa Cruz. El capitán debía evitar a toda costa que se levantaran voces virtuosas, como había ocurrido en otras ciudades, cuando la censura los confiscaba por inmorales y terminaban ardiendo en hogueras públicas. En Europa circulaban secretamente en ediciones de lujo entre señorones y coleccionistas, pero las mayores ganancias se obtenían de ediciones para consumo popular. Se imprimían en Inglaterra, donde se ofrecían clandestinamente por unos centavos, pero en California el capitán obtuvo cincuenta veces su valor. En vista del entusiasmo por esa clase de literatura, se le ocurrió incorporar ilustraciones, porque la mayoría de los mineros sólo leía títulos de periódicos. Las nuevas ediciones ya se estaban imprimiendo en Londres con dibujos vulgares, pero explícitos, que a fin de cuentas era lo único que interesaba.

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