Sobre la marioneta se cernía el siniestro titiritero, y cuando Zuzana hacía piruetas, sus brazos y sus dedos se agitaban y saltaban, como si fuera
él
quien la controlara a
ella
, y no al contrario. El mecanismo era ingenioso y no llamaba la atención, por lo que la ilusión resultaba perfecta. Hubo un momento, cuando la muñeca empezaba a recuperar agilidad, en que Zuzana fue alzándose poco a poco sobre las puntas, como arrastrada por los hilos, y a medida que se estiraba, aparecía un resplandor de alegría en su rostro. Una sonata de Smetana surgió de las cuerdas del violín de Mik, dolorosamente dulce, y el momento trascendió la escena para provocar algo real.
Karou sintió cómo las lágrimas inundaban sus ojos. Dentro de ella, su vacío
retumbaba.
Al final, cuando Zuzana era obligada a regresar al baúl, lanzaba a los espectadores una mirada desesperada y alargaba un brazo suplicante antes de sucumbir a los deseos de su dueño. La tapa del baúl se cerraba de un golpe y la música terminaba con un punteo.
El público estaba encantado. La caja del violín de Mik se llenó rápidamente con billetes y monedas, y Zuzana hizo media docena de reverencias y posó para varias fotografías antes de desaparecer tras la gabardina del titiritero con Mik. Karou estaba convencida de que estarían echando a perder su trabajo de maquillaje, así que se sentó sobre el baúl y esperó.
Fue allí, en medio de la avalancha de turistas que atravesaba el puente de Carlos, donde la sensación de inquietud se apoderó de nuevo de ella, avanzando lentamente, como la sombra que aparece cuando una nube se desliza frente al sol.
DE PRESA A PREDADOR
«Vivirás como una presa, pequeña».
Las palabras de Bain retumbaban en los oídos de Karou mientras paseaba la mirada a su alrededor, buscando rostros entre la multitud que la rodeaba. Se sentía al descubierto en medio del puente y oteó la línea de tejados a ambas orillas del río, imaginando que el cazador la estaba apuntando con un rifle de mira telescópica.
Desechó la idea. Bain no se atrevería, ¿o sí? La sensación se desvaneció y Karou quiso convencerse de que se trataba únicamente de una paranoia. Sin embargo, a lo largo del día, reapareció y se evaporó de nuevo en forma de escalofríos repentinos, mientras Zuzana bailaba una docena de veces más, ganando confianza en cada actuación, y la caja del violín de Mik se llenaba una y otra vez, superando con mucho la recaudación esperada.
Zuzana y Mik trataron de convencer a Karou para que los acompañara a cenar, pero ella rehusó la invitación poniendo como excusa el desfase horario, que por supuesto sufría, aunque no era su principal preocupación.
Tenía la certeza de que la estaban observando.
Rozó las palmas de sus manos con la yema de los dedos. Notaba un ligero picor que luego le subía por los brazos, y al abandonar el puente en dirección al laberinto adoquinado del casco viejo, supo que alguien la seguía. Se detuvo un momento y se arrodilló, simulando que se colocaba la bota mientras sacaba el cuchillo —el de siempre, ya que sus cuchillos de luna creciente nuevos descansaban en una caja en el piso— y lo deslizaba bajo la manga mirando hacia arriba y a su espalda.
No vio a nadie, y continuó su camino.
La primera vez que visitó Praga, se perdió por completo al recorrer aquellas calles. Había pasado junto a una galería de arte y, unas manzanas después, había regresado sobre sus pasos para encontrarla, pero… fue incapaz. La ciudad se la había tragado y, de hecho,
nunca
había vuelto a verla. Aquel engañoso laberinto de callejones parecía un plano que variaba a su antojo: gárgolas que de puntillas cambiaban de ubicación; piedras que adquirían una nueva configuración cuando nadie estaba mirando, como si fueran piezas de un rompecabezas. Praga extasiaba, atrapaba, igual que un hada de cuento que engaña a los viajeros para que se internen en las profundidades de un bosque hasta quedar irremediablemente perdidos. Sin embargo, extraviarse en Praga resultaba una agradable aventura repleta de tiendas de marionetas y absenta, y las únicas criaturas que acechaban tras las esquinas eran Kaz y su cohorte de vampiros, dispuestos a provocar un susto tonto.
Normalmente.
Aquella noche, Karou percibía una amenaza real, y a cada paso que daba, frío, preciso, deseaba que se manifestara.
Quería
luchar. Su cuerpo era un resorte a punto de saltar. A menudo la atenazaba la sensación de tener que estar haciendo algo distinto, pero en aquel instante estaba segura de que en su vida fantasma también
lucharía.
—Vamos —susurró a su perseguidor invisible agachando la cabeza y acelerando el paso—. Tengo una sorpresa para ti.
Se encontraba en Karlova, la principal calle peatonal entre el puente y la plaza del casco viejo, y seguía rodeada por una multitud de turistas. Se deslizó entre la gente con movimientos rápidos y sin rumbo fijo, lanzando miradas a su espalda para intentar controlar el miedo, más que para localizar a su acosador. En la intersección con un tranquilo callejón, se desvió rápidamente a la izquierda, y se pegó contra el muro. Conocía bien aquella zona. Estaba repleta de rincones en los que ocultarse para las visitas guiadas de Kaz. Justo delante de ella, la fachada de un edificio medieval creaba un hueco donde, en varias ocasiones, se había ocultado vestida de fantasma. Se deslizó hacia las sombras para esconderse.
Y se encontró cara a cara con una vampiresa.
—¡Oye! —exclamó una voz aguda al tiempo que Karou retrocedía, tambaleándose fuera de la sombra—. Dios mío —añadió la voz—.
Tú.
La vampiresa se apoyó contra la pared y cruzó los brazos en actitud de superioridad.
Svetla. Karou se quedó boquiabierta al ver a la otra chica. Era alta y delgada como una modelo y mostraba un tipo de belleza cruel, que con la edad resultaría tenebrosa. Tenía el rostro pintado de blanco y los ojos maquillados al estilo gótico, con colmillos postizos y un hilillo de sangre en la comisura de sus labios color rubí. La vampiresa
sexy
de Kaz con capa negra y todo, y para colmo de males, apretujada en el escondite que pretendía utilizar Karou.
Qué estúpida
, se reprendió Karou a sí misma. Era la hora de las visitas turísticas y, por supuesto, los escondites de Kaz estarían abarrotados de actores. A menudo, cuando paseaba por el casco viejo, le divertía encontrar fantasmas aburridos y recostados en las paredes enviando mensajes de texto o escribiendo en Twitter mientras esperaban al siguiente grupo de turistas.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Svetla con los labios fruncidos, como si notara olor a podrido. Era una de esas chicas atractivas con la habilidad de parecer feas.
Karou volvió la vista hacia Karlova, y luego miró adelante, a la siguiente curva del callejón donde podría esconderse. Estaba demasiado lejos; no podía arriesgarse. Casi sentía cómo su acosador se aproximaba.
—Si estás buscando a Kaz, no te molestes —le espetó Svetla alargando las palabras—. Me contó lo que le hiciste.
Por Dios
, pensó Karou. Como si algo de aquello importara ahora.
—Svetla, cállate —le dijo, e incrustó su cuerpo en el interior del hueco, empujando a la chica contra las piedras.
Svetla gritó e intentó apartar a Karou a empujones.
—Pero ¿qué haces, anormal?
—Te he dicho que te calles —siseó Karou, pero Svetla no le hizo caso, así que sacó el cuchillo de la manga y lo levantó. Tenía la punta curvada, como la uña de un gato, y el filo lanzó un destello al reflejar la luz. Svetla emitió un pequeño grito y enmudeció, pero no por mucho tiempo.
—Vale. Estoy segura de que me vas a
apuñalar…
—Escucha —le dijo Karou en voz baja—. Cállate solo un minuto y arreglaré lo de tus estúpidas cejas.
Un silencio de sorpresa precedió a un áspero «
¿Qué?».
Svetla llevaba el flequillo muy largo, tanto que le rozaba los ojos, y con tal cantidad de laca que apenas se movía, todo para ocultar sus cejas, en las que Karou había gastado un
shing
en un ataque de ira en la Navidad. Seguramente, aquellas cejas negras y espesas bajo su flequillo no estaban favoreciendo mucho su carrera de modelo.
La expresión de Svetla se debatía entre la confusión y la indignación. Era imposible que Karou hubiera descubierto lo de sus cejas, siempre cuidadosamente tapadas. Supuso que Karou la había estado espiando, pero a esta no le importaba lo que ella pensara, solo que permaneciera callada.
—Lo digo en serio —susurró—. Pero solo si sigo viva, así que
cállate
.
De Karlova llegaban voces difuminadas, retazos de melodías de los cafés cercanos y ronroneo de motores. No escuchaba pasos, pero eso no significaba nada. Los cazadores sabían moverse con sigilo.
La cara de Svetla seguía aterrorizada, pero permanecía callada, al menos de momento. Karou estaba inmóvil, con los ojos fieros y atenta a cualquier sonido.
Alguien se iba acercando. Pisadas que parecían fantasmas de pisadas. En el callejón, apareció una sombra. Karou contempló cómo se alargaba sobre el suelo, frente a ella, a medida que su dueño se aproximaba. Sus palmas palpitaron con intensidad; se aferró al cuchillo y atisbó la sombra, tratando de identificar a su dueño.
Parpadeó y unas palabras acudieron a su mente. No las de Bain, sino las de Razgut.
«Mi hermano serafín te estaba buscando, encanto».
La sombra. La sombra tenía
alas.
Oh Dios, el ángel. El pulso de Karou se volvió frenético. La distracción de la advertencia de Bain desapareció como una cortina de humo para descubrir lo que había estado allí desde el principio: en las palmas de sus manos, una energía desbordante. Sus
hamsas
estaban
ardiendo
. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Dirigió una feroz mirada a Svetla y articuló en silencio:
—Cállate.
Svetla dejó de gruñir. Parecía asustada.
La sombra avanzaba, y tras ella, el ángel. Miraba hacia delante, con intensidad. Sus alas permanecían invisibles, sus ojos resplandecían en la penumbra, y Karou tuvo una clara perspectiva de su perfil. Su belleza resultaba tan impresionante como la primera vez que lo vio.
Fiala
, invocó a su profesora de dibujo,
si pudieras verlo
. Cruzadas en la espalda, llevaba dos espadas envainadas; sin embargo, sus brazos continuaban relajados a ambos lados del cuerpo, con las manos algo levantadas y los dedos separados, como para mostrar que estaba desarmado.
Bien por ti
, pensó Karou mientras apretaba el cuchillo con la mano.
Yo no voy desarmada.
El ángel pasó rozando el hueco.
Karou se preparó.
Y se abalanzó sobre él.
Tuvo que saltar para lograr rodearle el cuello con el brazo —era alto, al menos dos metros—, lo golpeó con fuerza y se tambaleó. Se aferró a él, notando al instante lo que sus ojos no podían ver: el calor y el volumen de sus alas, invisibles pero reales. Sintió también la calidez y la corpulencia de sus hombros y sus brazos y, al colocar el cuchillo contra su garganta, estuvo totalmente segura de su enorme fuerza.
—¿Me buscabas?
—Espera… —respondió sin realizar ningún movimiento ni tratar de desembarazarse de ella.
—
Espera
—se burló Karou y, arrastrada por un impulso, presionó el ojo tatuado en la palma de su otra mano contra el cuello del ángel.
Algo sucedió, como en Marruecos, cuando lanzó por primera vez la magia desconocida de sus
hamsas
contra él. Allí, lo había lanzado por los aires. Esta vez, su terrible fuerza no lo golpeó, derribándolo, sino que penetró
en su interior
. Cuando el tatuaje tocó su piel, Karou sintió un espasmo en el cuello del ángel que lo estremeció y al mismo tiempo ascendió por el brazo de ella hasta alcanzar lo más profundo de su ser, llegando incluso a las raíces de sus dientes. Era enloquecedor. Horrible. Y lo estaba provocando ella.
Para él, fue mucho peor. Los espasmos sacudieron su robusto cuerpo, hasta casi derribarlo. Ella insistía. Él se ahogaba. Aquella estremecedora magia le provocaba una sensación terrible y maligna —¿qué le estaba haciendo?—. Se tambaleó, agitándose con violencia, y trató de retirar la mano de Karou, pero sus dedos buscaban a tientas. Debajo de la
hamsa
, sentía la piel tirante y caliente, muy caliente, muy caliente, y la temperatura no paraba de aumentar. El calor de sus alas también se incrementaba, como una hoguera descontrolada.
Fuego, fuego invisible.
Karou no podía soportarlo. Levantó la mano y tan pronto como la retiró, dolorida por el calor, él se recuperó. Agarró la muñeca de Karou, la giró con fuerza y lanzó su cuerpo lejos de él.
Karou aterrizó con ligereza y se volvió para mirarlo cara a cara.
Tenía los hombros caídos, respiraba con dificultad y se sujetaba el cuello con la mano, al tiempo que la observaba con sus ojos de tigre. Ella se sentía clavada al suelo y, durante un largo instante, solo pudo devolverle la mirada. Parecía dolorido. El desconcierto había dibujado una arruga en su frente, como si tratara de desentrañar un misterio.
Como si
ella
fuera su misterio.
El ángel se movió, y el instante se descongeló. Levantó las manos, con gesto conciliador. Su proximidad estremeció a Karou. Sus
hamsas
palpitaron. Su corazón, las puntas de sus dedos, sus recuerdos: el golpe de una espada, Kishmish en llamas, los portales convertidos en antorchas, Izîl aullando «
Malak
!» la última vez que le vio.
Y cuando Karou alzó sus manos, no fue de forma pacífica. En una apretaba el cuchillo, la otra desplegó su ojo tatuado.
El serafín se estremeció y retrocedió unos pasos, zarandeado por la
hamsa.
—Espera —suplicó luchando contra su fuerza—. No te haré ningún daño.
Una risa brotó de la garganta de Karou. En ese momento, ¿quién era exactamente el que se encontraba en peligro? Se sintió poderosa. Su vida fantasma había dejado de burlarse de ella para deslizarse bajo su piel y dominarla. Esta era ella en realidad: no la presa, sino el
predador.
Karou se lanzó hacia el ángel, y él cayó de espaldas. Ella lo atacó de nuevo, él se replegó. En todos sus años de entrenamiento, siempre había mantenido una posición ligeramente a la defensiva. No así en esta ocasión. Se sentía fuerte,
desenfrenada
, y descargó violentos golpes contra el pecho del ángel, sus piernas, incluso sus manos levantadas en son de paz, y cada uno de ellos le recordaba la solidez de aquel cuerpo —su profunda presencia—. Ángel o no —sin importar siquiera lo que aquello significara—, no había nada etéreo en él. Era de carne y hueso.