No obstante, ¿qué pensaría Brimstone del deseo en sí —volar— y del plan del que formaba parte? ¿Cómo reaccionaría cuando Karou se presentara en su puerta, con el pelo despeinado por el viento de dos mundos? ¿Se alegraría de verla o seguiría enfurecido y rugiría que estaba loca, echándola de nuevo? ¿Debía buscar a Brimstone o él deseaba que escapara como una mariposa a través de una ventana, sin mirar atrás, como si nunca hubiera tenido una familia de monstruos?
Si esperaba que hiciera aquello, es que no la conocía en absoluto.
Iría a Marruecos y localizaría a Razgut bajo el montón de basura o el carro que le sirviera de escondite y juntos —
¡juntos!
, se estremecía incluso al
pensar
en aquella palabra que la unía a él— volarían a través de una abertura en el cielo para emerger en Otra Parte.
De repente comprendió que aquello era a lo que Brimstone se refería al afirmar que «la esperanza realiza su propia magia». Los deseos no le habían permitido abrir un portal sin más, pero gracias a su fuerza de voluntad, a su
esperanza
, y justo cuando daba por perdidas a sus quimeras, lo había conseguido: había encontrado un camino. Allí estaba, volando, y con un guía que la esperaba para conducirla hasta el lugar al que deseaba ir. Se sentía orgullosa, y creyó que Brimstone también lo estaría, lo demostrara o no.
Empezó a tiritar. En el cielo hacía frío y el entusiasmo inicial iba dejando paso al castañeteo de dientes y el cansancio, así que aterrizó en medio de la carretera, con facilidad, como si lo hubiera hecho miles de veces, y esperó a que el taxi la alcanzara.
Por supuesto, el taxista se sorprendió al verla. La miró como si se tratara de un fantasma y, de regreso al aeropuerto, pasó más tiempo observándola a través del espejo retrovisor que mirando a la carretera. Karou se sentía demasiado agotada como para pensar siquiera que era gracioso. Cerró los ojos, buscó el hueso de la suerte con la mano, bajo el cuello del abrigo, y cogió las puntas de la espoleta entre sus dedos.
Estaba casi dormida cuando sonó su teléfono. El nombre de Zuzana se iluminó en la pantalla.
—Hola, hada rabiosa.
Su amiga resopló.
—Cállate. Tú eres la única aquí que podría ser un hada.
—Yo no soy un hada. Soy un monstruo. Y adivina qué. Hablando de hadas, tengo una sorpresa para ti.
Karou trató de imaginar la cara de Zuzana cuando viera cómo se elevaba del suelo. ¿Debía contárselo, o sorprenderla? Tal vez podría fingir que se caía de una torre…, ¿o sería demasiado malvado?
—¿Qué? —preguntó Zuzana—. ¿Me has comprado un regalo?
Ahora le tocaba resoplar a Karou.
—Eres como una niña cuando sus padres regresan a casa de una fiesta, hurgando en sus bolsillos en busca de un trozo de tarta.
—Mmm, tarta. Me comería un trozo de tarta. Pero no de un bolsillo, eso es asqueroso.
—No te llevo tarta.
—Ah… ¿Qué clase de amiga
eres
? Aparte de la más ausente.
—Ahora mismo, la más
cansada
. Si escuchas ronquidos, no te ofendas.
—¿Dónde estás?
—En Idaho, de camino al aeropuerto.
—¡El aeropuerto, estupendo! Entonces, ¿vuelves a casa? No te has olvidado. Sabía que te acordarías.
—Por favor. Llevo semanas deseándolo. No te puedes ni imaginar. Ha sido como pensar: cazador repugnante, cazador repugnante, cazador repugnante, ¡espectáculo de marionetas!
—Por cierto, ¿cómo vas con esos cazadores repugnantes?
—Repugnantemente. Pero olvídate de ellos. ¿Estás lista?
—Sí. Asustada, pero dispuesta. La marioneta está terminada y ha quedado
estupenda
, aunque está feo que yo lo diga. Lo único que falta es que pongas en funcionamiento tu magia —hizo una pausa—. Me refiero a tu magia no mágica. La típica brujería de Karou. ¿Cuándo estarás de vuelta?
—Imagino que el viernes. Solo tengo que hacer una paradita rápida en París…
—Una paradita rápida en París —repitió Zuzana—. ¿Sabes?, un alma menos elevada que la mía acabaría su amistad contigo alegando frases detestables como «solo tengo que hacer una paradita rápida en París».
—¿Existen almas menos elevadas que la tuya? —replicó Karou.
—¡Oye! Puede que mi cuerpo sea pequeño, pero mi espíritu es grande. Por eso llevo zapatos con plataforma. Para estar a la altura de mi alma.
Karou rió, un alegre tintineo que atrajo la mirada del taxista hacia su reflejo en el retrovisor.
—Y también para besar —añadió Zuzana—. Porque de otro modo solo podría salir con enanos.
—Por cierto, ¿cómo está Mik? Aparte de que no es un enano.
La voz de Zuzana adquirió un tono meloso.
—Bieeeeeeen —respondió estirando la palabra como un caramelo masticable.
—¿Hola? ¿Quién está ahí? Que se vuelva a poner Zuzana. ¿Zuzana? Hay una tía ñoña al teléfono haciéndose pasar por ti…
—Cierra la boca —gritó Zuzana—. Solo vuelve, ¿de acuerdo? Te necesito.
—Voy de camino.
—Y tráeme un regalo.
—Ya. Como si lo merecieras.
Karou colgó el teléfono con una sonrisa en los labios. Zuzana
merecía
un regalo, y esa era la razón por la que iba a detenerse en París antes de regresar a su casa en Praga.
Su casa
. Aquella expresión todavía le resultaba extraña, pero la mitad de su vida había quedado seccionada, y la otra mitad —la mitad normal— estaba en Praga. Su diminuto apartamento con filas y filas de cuadernos de dibujo; Zuzana y sus marionetas; la escuela, los caballetes y viejos desnudos con boas de plumas; La Cocina Envenenada, esculturas con máscaras antigás y platos de
goulash
humeantes sobre tapas de ataúdes; incluso el imbécil de su ex novio acechando en las esquinas disfrazado de vampiro.
Bueno, la mitad
normalita.
Y aunque parte de su ser se mostraba ansioso por llegar a Marruecos, recoger a su horripilante compañero de viaje y emprender el camino hacia Otra Parte, no podía soportar la idea de desaparecer sin más, no después de todo lo que había perdido. Suponía que regresaba para despedirse, y para disfrutar de la normalidad por última vez en un futuro inmediato.
Además, no tenía intención de perderse el espectáculo de marionetas de Zuzana.
PAZ IMPOSIBLE
Karou regresó a Praga el viernes por la noche a última hora. Indicó su dirección al taxista, pero cuando estaban llegando a su barrio, cambió de idea y le pidió que la dejara en Josefov, cerca del antiguo cementerio judío. Era el lugar más fantasmagórico que conocía, con la tierra formando elevados montículos sobre siglos de muertos y lápidas tan irregulares como una mala dentadura. En aquel lugar anidaban cuervos malignos, y las ramas de los árboles parecían dedos de viejas brujas. Le encantaba dibujar allí, pero, por supuesto, estaba cerrado y además no era su destino. Caminó junto a la desvencijada verja exterior, notando el peso del silencio, y puso rumbo al portal de Brimstone, muy cerca de allí. O a lo que había sido su portal.
Se detuvo en la acera opuesta a la puerta, tratando de reunir fuerzas para acercarse y llamar.
Imagina que se abre
, pensó.
Imagina que chirría y aparece Issa, con una sonrisa exasperada en el rostro. «Brimstone está de un humor de perros —podría decir—. ¿Estás segura de que quieres pasar?».
Como si todo hubiera sido un error estúpido. Y ¿no podía suceder?
Cruzó la calle. Con el corazón repleto de esperanza, levantó la mano y llamó; tres golpes fuertes. Nada más hacerlo la ilusión aumentó de manera dolorosa. Respiró hondo y contuvo el aliento, mientras su corazón palpitaba
por favor, por favor, por favor
y los ojos se le inundaban con lágrimas de reencuentro. Se abriera o no, lloraría. Tenía el llanto dispuesto tanto para la decepción como para el alivio.
Silencio.
Por favor, por favor, por favor.
Pero… nada.
Soltó el aire con una exhalación desconsolada que liberó un río de lágrimas en cada mejilla. Siguió esperando, encogida para protegerse del frío, dejando que los minutos dieran paso a otros minutos, hasta que finalmente se rindió y regresó a su piso.
* * *
Aquella noche, Akiva veló su sueño. Karou tenía los labios apenas separados, las manos colocadas bajo la mejilla, como un niño, y respiraba profundamente. «Ella es inocente», había afirmado Izîl. Dormida lo parecía. Pero ¿de verdad lo era?
Akiva había pasado los últimos meses obsesionado con su imagen —aquel encantador rostro alzado para mirarlo, mientras se encogía bajo su sombra, creyendo que iba a morir—. El recuerdo lo abrasaba. Una y otra vez lo atormentaba pensar lo cerca que había estado de matarla. Pero ¿qué lo había detenido?
Algo en ella había evocado a otra muchacha, perdida mucho tiempo atrás, pero ¿qué? No fueron sus ojos. No eran castaños y cálidos como la tierra, sino negros como los de un cisne, oscuros sobre su blanquísima piel. Y en sus rasgos no reconocía los de aquel otro rostro, tan querido, y que vio por primera vez entre la bruma hacía tanto tiempo. Ambos eran hermosos, eso era todo, pero algo los había enlazado, algo que detuvo su mano.
Finalmente lo había descubierto. Se trataba de un gesto: la manera en que había ladeado la cabeza, como un pájaro, al mirarlo. Eso fue lo que la había salvado. Algo tan insignificante como aquello.
De pie en el balcón, mirando a través de la ventana, Akiva se preguntó
Y ahora ¿qué?
De manera espontánea, surgió el recuerdo de la última vez que había contemplado a alguien dormido. En aquella ocasión, ningún cristal empañado por su aliento se interponía entre ellos; tampoco había observado desde lejos, sino junto al cálido cuerpo de Madrigal, apoyado sobre un codo y tratando de descubrir cuántos minutos podía soportar sin acariciarla.
Ni uno solo. Había sentido un dolor en la punta de los dedos que solo podía aliviarse con el roce de su piel.
En aquella época, sus manos mostraban muchas menos líneas tatuadas, aunque no estaban libres de la tinta de la muerte. Ya era un asesino; sin embargo, Madrigal había besado aquellas marcas, nudillo a nudillo, y lo había absuelto.
—La guerra es lo único que nos han enseñado —había susurrado ella—, pero hay otras formas de vivir. Podemos encontrarlas, Akiva. Podemos
inventarlas
. Este es el principio, aquí.
Ella había reposado su mano sobre el pecho desnudo de Akiva —su corazón se había desbocado con aquella caricia— y había llevado la mano de él hacia su propio corazón, apretándola sobre su piel de seda.
—
Nosotros
somos el principio.
Aquella primera noche robada con ella había sido como un comienzo —como inventar un nuevo modo de vida—.
Akiva nunca había movido con tanta delicadeza las manos como cuando acariciaba con la punta de los dedos los párpados cerrados de Madrigal, imaginando los sueños que se desarrollaban tras ellos y los hacían temblar.
Madrigal había confiado en él lo suficiente como para permitirle tocarla mientras dormía. Aun en recuerdos, le sorprendía que desde el primer momento le hubiera dejado tumbarse a su lado y recorrer el perfil de su rostro dormido, su grácil cuello, sus brazos delgados y fuertes y las articulaciones de sus poderosas alas. En ocasiones, había sentido cómo el pulso de Madrigal se aceleraba en sueños; otras veces ella había murmurado algo y alargado su mano hacia él, despertándose mientras lo arrastraba junto a ella y luego, con suavidad, dentro de ella.
Akiva se alejó de la ventana. ¿Qué despertaba aquellos recuerdos de Madrigal de forma tan intensa?
Los primeros filamentos de una idea comenzaban a desplegarse por las profundidades de su mente tratando de buscar conexiones —una manera de transformar lo imposible en posible—, pero sin que Akiva se atreviera a admitirlo. Ni siquiera habría imaginado que en su interior acechara la capacidad de sentir esperanza.
¿Qué lo había empujado a abandonar su regimiento en plena noche, sin avisar a Hazael y Liraz, para regresar a este mundo?
Podría romper el cristal sin ninguna dificultad, o derretirlo. En unos segundos, estaría junto a Karou y la despertaría, tapándole la boca con la mano. Podría preguntarle… ¿qué, exactamente? ¿Pensaba que
ella
sería capaz de explicarle por qué había venido? Además, no soportaba la idea de asustarla. Se volvió, dando la espalda a la puerta, se apoyó sobre la barandilla y contempló la ciudad.
Hazael y Liraz ya habrían descubierto su marcha. «Otra vez», se estarían murmurando el uno al otro en voz baja, incluso mientras ocultaban su ausencia con alguna excusa improvisada.
Hazael era su hermanastro y Liraz, su hermanastra. Eran hijos del harén, descendientes del emperador seráfico, cuyo pasatiempo era engendrar bastardos para luchar en la guerra. Su «padre» —pronunciaban aquella palabra con los dientes apretados— visitaba cada noche a una concubina diferente, mujeres ofrecidas como tributo o elegidas a dedo cuando atraían su mirada. Sus secretarios mantenían al día un listado de su progenie dividido en dos columnas: chicos y chicas. Siempre se estaban agregando nombres y a medida que los niños crecían y perecían en el campo de batalla, desaparecían de aquella lista sin ninguna ceremonia.
Akiva, Hazael y Liraz fueron añadidos en el mismo mes. Habían crecido juntos, rodeados de mujeres, y a los cinco años fueron entregados para iniciar su instrucción. Habían logrado permanecer unidos desde entonces, luchando siempre en los mismos regimientos, presentándose voluntarios para las mismas misiones, incluida la última: señalar las puertas de Brimstone con las huellas incendiarias que las envolverían en llamas, todas al mismo tiempo, para destruir el portal del hechicero.
Esta era la segunda vez que Akiva había desaparecido sin dar explicaciones. La primera había sido hacía años, y tardó tanto en regresar que su hermano y su hermana temieron que hubiera muerto.
Y parte de él lo había hecho.
Nunca les había confesado, ni a ellos ni a nadie, dónde había pasado aquellos meses de ausencia, o qué le había sucedido para transformarse en lo que era ahora.
Izîl lo había llamado monstruo, y ¿no lo era? Imaginó lo que Madrigal pensaría si pudiera verlo en aquel momento, si descubriera en qué había convertido aquella «nueva forma de vida» sobre la que habían susurrado, hacía tiempo, en el tranquilo espacio creado con sus propias alas ahuecadas.